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jueves, 12 de octubre de 2000

Benjamín Prado / Los sospechosos

Los sospechosos


BENJAMÍN PRADO
12 OCT 2000

Algunas personas no son ellas. Algunas personas viven otra vida, no son lo que parecen, no tienen absolutamente nada que ver con su parte de afuera. En Francia ocurrió un caso terrible hace unos años, ocurrió la increíble historia de Jean-Claude Romand, un hombre que mató una mañana a su mujer, a sus padres, a sus hijos y a su perro para que no supiesen quién era en realidad. Romand había empezado a mentir a los dieciocho años, cuando falsificó sus notas de la universidad e hizo creer a sus padres que era un buen estudiante, un muchacho cuyo futuro estaba lleno de puertas abiertas y cabos tendidos. Esa mentira le llevó a otra, y ésa, a otras nuevas, cada una más complicada y más peligrosa que la anterior. Cuando fue detenido, la policía descubrió que no era médico, como todo el mundo creía; que jamás logró pasar del segundo curso en la Facultad de Lyón, puesto que jamás volvió a presentarse a ningún examen; que cuando salía cada mañana de su casa no iba al trabajo, como creyó su familia durante décadas, sino a pasear por los bosques del Jura o a esperar dentro de su coche, estacionado en el aparcamiento de cualquier supermercado o estación de servicio, a que pasaran lentamente las horas laborables de cada día.Por supuesto, Romand tampoco era, como todos creían, investigador de la Organización Mundial de la Salud en Ginebra; no pasaba gran parte de su tiempo asistiendo a coloquios internacionales, ni daba conferencias a lo largo y ancho de Europa, ni frecuentaba a embajadores y a ministros. Todo eso era mentira. Jean-Claude Romand era un demente aficionado a los prostíbulos baratos y a los negocios turbios que, antes de ser descubierto, mató a su mujer a golpes, mató a sus hijos, a sus padres y al perro de sus padres a tiros, le prendió fuego a su casa y, al parecer, quiso suicidarse. Sobrevivió, fue condenado a cadena perpetua y su historia la cuenta el escritor Emmanuel Carrère en El adversario, un libro escalofriante, una obra entre la ficción y el reportaje que tiene las características, la intensidad y las dimensiones de A sangre fría, de Truman Capote, o La canción del verdugo, de Norman Mailer, o El secreto de Joe Gould, de Joseph Mitchell.
A veces, sin embargo, uno no finge ser otro, sino que lo quieren convencer de que es otro, le aseguran que es ese otro, y a continuación le condenan por serlo. Eso es lo que le pasó a un hombre que, hace unos días, fue detenido en Madrid, acusado de ser un atracador que no era, mientras paseaba por la calle del General Ricardos, lo cual no debe de ser una casualidad, puesto que el paso de Ricardos por el siglo XVIII tampoco había sido un camino de rosas: después de fundar el colegio militar de Ocaña y antes de obtener la Capitanía General de Cataluña, fue perseguido por la Inquisición, acusado de enciclopedista y desterrado a Guipúzcoa. El caso es que el pobre hombre que paseaba tranquilamente por Madrid fue reconocido por dos empleadas de una tienda como el truhán que les había desvalijado veinte días antes a punta de pistola, fue detenido por la policía, esposado, llevado a comisaría, reconocido por segunda vez en una rueda de sospechosos y enviado a la cárcel por un juez. Allí pasó nueve días, hasta que alguien se molestó en comprobar que todo lo que había declarado era cierto: tenía treinta y seis años, vivía en Oropesa, trabajaba en un supermercado y el día en que se cometió el delito él estaba a quinientos kilómetros de la calle General Ricardos, apilando botes de mermelada o quizá poniendo hielo picado alrededor de unas cuantas pescadillas.
¿Qué pensaría ese hombre durante esos nueve días? ¿Llegaría a convencerse, en algún sentido, de que era esa otra persona que los demás, una y mil veces, sin ningún asomo de duda, aseguraban que era? ¿Qué huella dejará en el hombre real el hombre inventado, ese hombre que fue durante algo más de una semana un tipo que tenía una pistola, que entraba en los comercios y vaciaba las cajas registradoras y a los pocos días volvía otra vez a ellos para amedrentar a las empleadas y puede que para volver a desvalijarlos? Siempre pensé que debe de ser muy extraño cuando te trasplantan un riñón o una mano en un quirófano, pero ¿cómo debes de sentirte cuando te trasplantan a un hombre entero? Tengan cuidado, quizá alguien les reconozca. Quizá ustedes no sean ustedes.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 12 de octubre de 2000


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