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sábado, 21 de octubre de 2017

George Saunders / Robles de Mar


George Saunders
Robles de Mar
Traducción de Juan Gabriel López Guix



A la seis el señor Frendt grita por la megafonía:

      —¡Bienvenidos a Joysticks!
     A continuación anuncia el Camisas Fuera. Nos quitamos las cazadoras de aviador y las doblamos. Nos quitamos las camisas y las doblamos. Nos dejamos los pañuelos. Thomas Kirster es nuestro chico guapo. Tiene unos músculos esbeltos y unos brillantes ojos azules. Nada más quitarse la camisa dos mujeres gordas se apresuran por el pasillo, le meten algo de dinero en los pantalones y le preguntan si quiere ser su Piloto. Él contesta que por supuesto. Les sirve las ensaladas. Les sirve las sopas. Suena mi teléfono y una clienta me pide que vaya a verla a la maqueta del Spitfire. ¿Querrá que sea su Piloto? Ojalá. Dentro del Spitfire está Margie, quien me dice que le han diagnosticado un síndrome de timidez crónica, me entrega su Instamatic y me ofrece diez pavos por un primer plano del trasero de Thomas.
      ¿Acepto? Sí, acepto.
      Podría ser peor. Es peor para Lloyd Betts. Últimamente ha engordado y empieza a escasearle el pelo. No recibe una llamada en todo el turno, no atiende ninguna mesa y acaba sentado sobre el ala del P-51 jugando al solitario en una posición encorvada en la que se le marcan unos grandes michelines en la barriga.
      Piloto seis mesas y gano cuarenta dólares en propinas más los cinco por hora de sueldo.
      Después de cerrar nos sentamos en el suelo para el Parte de Vuelo.
      —Hay veces —dice el señor Frendt— en que uno debe avanzar con dignidad hacia la siguiente etapa de la vida, como por ejemplo algunas mujeres de África o Brasil, no me acuerdo bien, que se pintan la cara o se ponen algún tocado especial cuando les llega la menopausia. ¿Me seguís? Ha llegado el momento de partir para alguien de nuestro escuadrón. Nadie es una isla en lo que se refiere a creerse estupendo para siempre, y por eso tenemos que decir adiós a nuestro amigo Lloyd. Lloyd, levántate para que podamos decirte adiós. Lo siento. Todos lo sentimos mucho.
      —Oh, Dios —dice Lloyd—. Que no sea verdad.
      Pero es verdad. Lloyd está acabado. Le ofrecemos una salva de aplausos, Frendt le entrega una Pluma de Despedida y el contenido de su taquilla en una bolsa de la basura, y Lloyd se va. Pobre Lloyd. Tiene mujer y dos niños y un dúplex pequeño y triste en Self-Storage Parkway.
      —¡Encantado de conoceros! —grita desde la entrada, en un intento de no quemar puentes.
      Qué trabajo tan estresante. En cuanto desciende tu Nivel de Atractivo estás acabado. Las clientas nos puntúan con Buenísimo, Monada, Suficiente, Indeseable. No es que me queje. Al menos trabajo. Al menos no soy un Indeseable como Lloyd.
      Soy un Monada/Suficiente con serias posibilidades que vuelve a casa con cuarenta pavos en efectivo.


 En Robles de Mar no hay mar ni hay robles, sólo un centenar de apartamentos subvencionados con una vista trasera de FedEx. Min y Jade dan de comer a sus niños mientras contemplan Así se mató mi hijo. Min es mi hermana. Jade, nuestra prima. Así se mató mi hijo es un programa presentado por Matt Merton, un rubio de un metro noventa y cinco que siempre está dando palmaditas a la espalda de los padres y diciéndoles que han sido santificados por el dolor. En el programa de hoy sale un niño de diez años que mató a otro de cinco porque no quiso entrar en su banda. Lo estranguló con una cuerda de saltar, le llenó la boca de cromos de béisbol, se encerró en el cuarto de baño y no quiso salir hasta que sus padres aceptaron llevarlo a FunTimeZone, donde confesó lo que había hecho y se lanzó gritando a una piscina llena de bolas de plástico. El público lanza amenazas contra los padres del asesino mientras los padres de la víctima instan a la mesura y el perdón hasta tal punto que, al final, el público también lanza amenazas contra ellos. A continuación viene un anuncio. Min y Jade dejan a los niños en el suelo, encienden un cigarrillo y pasean por la habitación mientras repasan en voz alta para el examen de graduado escolar. No se presenta muy bien. Jade dice que «regicida» es un virus. Min sitúa Biafra como satélite de Saturno. Me ofrezco a ayudarlas, pero se ponen a gritarme que las trato con condescendencia.

      —¡Tienes suerte tío! —dice mi hermana—. Acabaste el instituto. Te sacaste el puñetero título. Nosotras no. Por eso tenemos que hacer esta mierda del graduado escolar. Si tuviéramos el título, podríamos ver la tele sin distracciones.
      —Sí, señor —dice Jade—. Venga, calla, tía. Tenemos que estudiar. Que va a empezar otra vez el programa.
      Discuten cuántos lados tiene un triángulo. Se ponen de acuerdo en que Churchill fue un cantante de ópera. Matt Merton regresa y explica que el programa de la última semana sobre el suicidio, en el que unos padres contemplaron una reconstrucción del suicidio de su hijo, fue una experiencia curativa para los padres y luego muestra un vídeo de los padres admitiendo que fue una experiencia curativa.
      El niño de mi hermana se llama Troy. El de Jade, Mac. Gatean hasta la cocina y a Troy se le queda atascado un dedo en el conducto de la calefacción. Min corre hasta él y empieza a tirar.
      —¡Por Dios! —grita Jade—. ¡Cuidado! Deja de tironearlo y ve a buscar la puñetera vaselina. ¡Vas a dejarle un brazo más largo que el otro, hombre!
      Troy empieza a llorar. Mac empieza a llorar. Acudo y suelto a Troy sin ningún problema. Mientras tanto Jade y Min se enzarzan a bofetadas y casi derriban el televisor.
      —¡Eh tía! —grita Min a pleno pulmón—. ¿Te pones a pegarme y encima tiras la puñetera tele? ¿No tienes cuidado?
      —¡Sí que tengo cuidado! —replica Jade—. ¡Eres tú la zorra que casi le arranca un dedo a su propio hijo por la puñetera cara, hombre!
      Justo entonces llega la tía Bernie de vuelta de DrugTown con su gorra de DrugTown; avanza cojeando, toma a Troy en brazos, y todo se tranquiliza.
      —No hace falta que armes alboroto, jovencito —dice—. Todo va bien. Todo va a las mil maravillas.
      —A las mil maravillas —dice Min, y le da Jade un último pellizco.
      La tía Bernie es una pacificadora. No le gustan los líos. Una vez un tipo le pisó el pie en FoodKing, y ella volvió andando con diez huesos rotos. No se casó nunca porque el abuelo la necesitaba para que se encargara de la casa tras la muerte de la abuela. Luego murió él y le dejó todo el dinero a una mujer de la que ninguno de nosotros había oído hablar nunca, y la tía Bernie empezó a trabajar en DrugTown. Pero no es una amargada. A veces es tan poco amargada que me saca de quicio. Si digo que Robles es un infierno, contesta que se alegra de tener un techo sobre la cabeza. Si digo que estoy harto de no tener dinero, me contesta que una vez el abuelo le regaló unos lápices por Navidad y que le hicieron tanta ilusión que se pasó todo el día dibujando caballos en la parte de atrás de unos sobres usados. Una vez le pregunté si no lamentaba no haber tenido hijos y me contestó que no, en absoluto, y que además, ¿no éramos todos sus hijos?
      Y yo le dije que sí, que lo éramos.
      Pero, evidentemente, no lo éramos.
      De cena hay habichuelas con perritos calientes. De postre, un helado que quema de lo frío que está.
      —Qué día tan lindo hemos tenido —dice la tía Bernie una vez acostados los niños.
      —Hombre, menuda optometrista —exclama Jade.


Al día siguiente es jueves, lo cual significa una visita de Ed Anders, del Departamento de Salud. Controla que no enseñemos el pene. Y también que no besemos a nadie. Ninguno de nosotros besa nunca a nadie ni enseña el pene, salvo Sonny Vance, que hace las dos cosas porque está ahorrando para comprar una franquicia FaxIt. En cuanto a los Simuladores Peneanos, sí que podemos enseñarlos, podemos dejar que asomen por encima de los pantalones y podemos incluso humedecer con pulverizador nuestros apretados pantalones para que el Simulador se marque de verdad, pero nuestro auténtico pene, no, ése tiene que quedarse dentro del caliente, incómodo y descomunal Simulador.

      —Lo siento, chicos, hola, chicos —dice Anders mientras anda con paso cansino—. Quiero que sepáis que esto me gusta tanto como a vosotros. Fui a la facultad para aprender a inspeccionar carne, pero os aseguro que no era esto en lo que pensaba. Ja, ja.
      Pide una Enchilada Lindberg y se la come con precaución, como si estuviera viva y temiera despertarla. Sonny Vance está sirviendo sopa a una mesa de estilistas capilares desmelenadas y por uno de veinte les permite un visto y no visto a su unidad.
      Justo entonces Anders levanta la vista de su Lindbergh.
      —Oh, por el amor de Dios —dice mientras redacta un Cierre.
      Y nos envían a casa temprano. Mal rollo. Cada dólar cuenta. Últimamente me he estado llevando a casa papel higiénico en el maletín. Me caben tres rollos en cada viaje. Cuando llego a casa están aplastados y no ruedan muy bien en el portarrollos, pero consigo ahorrar unos cuantos pavos.
      Ficho al salir y atajo por la franja de bosque que hay detrás de FedEx. Muy bonito. Un mapache corretea por encima de un roble caído y empieza a mordisquear una bicicleta oxidada. Cuando salgo del bosque, oigo un disparo. Al menos creo que es un disparo. Podría ser el petardeo de un coche. Pero no, es un disparo, porque luego oigo otro, y algunos chicos cruzan corriendo el patio gritando salgamos a toda leche.
      Corro hasta la casa. Min, Jade, la tía Bernie y los niños están acurrucados tras el sofá. Al parecer, los niños estaban fuera cuando empezó el tiroteo. El andador de Troy ha recibido un balazo. Por suerte no lo estaba usando. Se supone que representa un pato, pero ahora le falta un pico.
      —¡La puta mierda, hombre! —grita Min.
      —La puñetera porquería, quieres decir —corrige Jade—. No querrás que crezcan con bocas de mierda como nosotras, ¿verdad? Con bocas de porquería, quiero decir.
      —Quiero que crezcan, punto.
      —Buuah, señorita Dramática.
      —¡Vete a la mierda, señorita Correcta!
      —¡En serio, vete a la porra, no bromeo! —grita Jade, y le da un puñetazo en el brazo.
      —¡Niñas, por el amor de Dios! —exclama la tía Bernie—. Deberíamos estar agradecidos. Al menos tenemos una casa. Y al menos ninguna de las balas no nos ha dado a nadie.
      —Sin ánimo de ofender, Bernie —dice Min—, pero ¿a esto le llamas tú una puñetera casa?
      Robles de Mar no es seguro. El cuarto de las lavadoras se ha convertido en un fumadero de crack y la semana pasada Min encontró un puño americano en la piscina de los niños. Si por mí fuera nos mudábamos todos a Canadá. Es un sitio bonito. Muy educados. Estuvimos un fin de semana el otoño pasado; se nos pinchó una rueda, y dos granjeros rubicundos insistieron en cambiarla ellos, luego en pagar la cena y luego en empezar un fondo para cuando los niños fueran a la universidad. Nos enviaron certificados de las acciones una semana más tarde, junto con una foto de todos nosotros comiendo pastel en una cafetería. Pero mudarse a Canadá cuesta dinero. Mi padre se murió y no nos dejó nada de nada; mi madre vive ahora con Freddie, a quien no le caemos bien y, además, no es que sea rico. Hace encuestas telefónicas. Esta semana pregunta a divorciadas cuántas veces recaen y vuelven a acostarse con sus exs. Gana diez pavos por cada encuesta completa.
      Así que eso no es lucrativo, y lo de Canadá está por ver.
      Salgo, encuentro el pico del pato de Troy y lo arreglo con pegamento.
      —¿Sabéis una cosa? —dice la tía Bernie—. Creo que ahora se parece más a un pato de verdad. Porque a veces tienen los picos agrietados, ¿no? He visto uno así en el centro.
      —Oh, Dios mío —exclama Min—. Le pegan un tiro en la cabeza al pato del niño y dice que tenemos suerte.
      —Bueno, tenemos suerte —repite Bernie.
      —Alguien está con el pico agrietado —salta Jade.
      —¿Sabéis lo que hago cuando pasa algo malo? —pregunta Bernie—. No pienso en ello. No me lo tomo en serio. Así he llegado adonde he llegado.
      Lo que pienso es: «Bernie, te quiero, pero ¿adónde has llegado? Trabajas en DrugTown por un salario mínimo. Has cumplido sesenta años y no tienes nada. Has sido básicamente una esclava de tu padre y no has salido con un hombre en tu vida».
      —Bueno, quejaros, si queréis —dice—, pero creo que lo estamos haciendo bastante bien.
      —Oh, lo estamos haciendo fantástico —dice Min, y saca a Troy de detrás del sofá y sacude algunos fragmentos de pato de su pijama.


 Joysticks vuelve a abrir el viernes. Es un manicomio. Les ha dado algo. Un club de bridge me ofrece quince pavos si lucho con Mel Turner untado de aceite. Así que lucho con Mel Turner untado de aceite. Me ofrecen veinte pavos si les dejo comer alas de pollo de mi mano. Así que les dejo comer alas de pollo de mi mano. La tarde pasa volando. A las nueve se va el club de bridge y llega una sororidad de universitarias. Cantan canciones guarras inteligentes, me manosean el Simulador y dice que ya nunca más serán capaces de mirar a la cara los exiguos genitales de sus novios. Entonces llega el señor Frendt y me dice que me llaman por teléfono. Es Min. Parece fuera de sí. Cuatro veces seguidas me grita que vaya a casa. Cuando le digo que se calme, me cuelga. Vuelvo a llamar y nadie me contesta. No pasa nada. Min es propensa a los ataques de pánico. Probablemente uno de los niños está vomitando. Por suerte, trabajo con horario flexible.

      —Enseguida vuelvo —digo al señor Frendt.
      —Eso espero —responde.
      Corro a través de la quebrada y cruzo FedEx. Encima de la colina está la luz de la última granja que queda. A veces llevamos a los niños al túnel de lavado que hay al lado para que vean la vaca. Sin embargo, esta noche la vaca está en otra parte.
      En casa, Min y Jade se mueven arriba y abajo frente a la tía Bernie, que está sentada muy quieta en un extremo del sofá.
      —¡Que no se acerquen los niños! —grita Min—. ¡No quiero que vean algo muerto!
—¡Cállate, hombre! —grita Jade—. ¡No la llames algo muerto!
      Se acuclilla y pellizca la mejilla de la tía Bernie.
      —¿Tía Bernie? —grita—. ¡Joder!
      —¡Ya lo hemos probado como dos veces, tía! —grita Min—. ¿Por qué insistes con esa mierda otra vez? Tócale el cuello y a ver si le encuentras eso del pulso!
      —¡Mierda, mierda, mierda! —grita Jade.
      Llamo al 911; llegan los sanitarios y se afanan durante veinte minutos, luego desisten y dicen que lo sienten y que parece que lleve muerta casi toda la tarde. El apartamento está hecho un lío. El cajón del dinero está vacío y sus fotos de familia están en la bañera.
      —No tiene ninguna marca —dice un policía.
      —Sospecho que ha muerto de miedo dice otro. De miedo del ladrón.
      —A mí también me lo parece —dice un sanitario.
      —Oh, Dios —dice Jade—. Dios, Dios, Dios.
      Me siento al lado de Bernie. Pienso; «Lo siento mucho. Siento no haber estado ahí cuando ocurrió y siento que no te hayas divertido nunca en la vida y siento no haber sido lo bastante rico para llevarte a un sitio más seguro». Me acuerdo de cuando era joven, llevaba pantalones elásticos de color rosa y nos hacía cadenitas de papel con recibos de DrugTown mientras cantaba «La ranita tiene un novio». No ha parado de trabajar en toda su vida. Nunca le ha hecho daño a nadie. Y ahora esto.
      Aterrorizada hasta la muerte en un apartamento de porquería.
      Min mete a los niños en la cocina, pero no paran de escaparse. La tía Bernie está envuelta en una camilla con ruedas y en el sofá hay un montón de formularios que firmar.
      Llamamos a mamá y Freddie. Nos sale el contestador.
      —¡Mamá, descuelga! —dice Min—. ¡Ha pasado algo malo! ¡Mamá, por favor, descuelga de una puñetera vez!
      Sin embargo, no descuelga nadie.
      Así que dejamos un mensaje.


 La funeraria Lobton es sólo una casa como otras en una calle como otras. Dentro hay un expositor lleno de folletos con títulos como: «¿Por qué mi ser querido parece un poco más largo?». Lobton tiene un aspecto saludable. Quizá demasiado saludable. Lleva un polo amarillo y flexiona constantemente los bíceps sin darse cuenta. De vez en cuando se toca los músculos como para confirmar que siguen tan grandes como pelotas de béisbol.

      —Qué pena —dice.
      —¿Cuánto? —pregunta Jade—. Me refiero a lo básico. No algo superelegante.
      —Pero tampoco ninguna porquería —dice Min—. Nuestra tía era estupenda.
      —¿En qué gama de precios estáis pensando? —pregunta Lobson, haciendo crujir los nudillos.
      Se lo decimos y arquea las cejas y nos conduce a algo que parece una caja de mudanzas.
      —Antes de usar la preparamos contra la humedad rociando una laca —explica—. Al final, parece bastante madera.
      —¿No nos puede dar algo mejor? —dice Jade—. ¿Sólo cartón?
      —En realidad, os estoy ofreciendo ya un pequeño descuento —dice, y realiza una flexión contra la pared—. Debido a las trágicas circunstancias. Se llama Crepúsculo de la Sierra. No es exactamente cartón. Más bien cartón comprimido.
      —No sé —dice Min—. Parece bastante un timo.
      —¿Podemos pensarlo? —pregunta mamá.
      —Por supuesto —dice Lobton—. La última vez que lo comprobé esto seguía siendo los Estados Unidos de América.
      Me acerqué y miré con atención. Había grapas en el lugar en que se apoyaría la columna vertebral de la tía Bernie. En la parte de los pies había escrito algo así como Introducir Lengüeta A en Ranura B.
      —De ninguna manera —dice Jade—. ¿Trabajas toda tu puñetera vida para acabar dentro de una caja de mudanzas? Ni hablar.
      Nuestros ahorros suman cero. Nos sentamos a una mesa y Lobton realizan lo que llama un Cálculo Crediticio. Si pagamos todos los meses durante siete años podemos permitirnos el Bruma Ámbar, que incluye una caja de balsa de doble grosor, dos capas de laca y una hora de velatorio.
      —Pero siete años, Jesús... —dice mamá.
      —Tenemos que darle el bueno —dice Min—. Nunca tuvo nada bonito en su vida.
      Así que nos quedamos con el Bruma Ámbar.


La enterramos en St. Leo, en la colina que hay cerca de BastCo. Su parte del cementerio es bastante sencilla. No hay ángeles, ni casitas de roca, ni flores, sólo un montón de piedras planas como topes de aparcamiento y, aquí y allá, alguna copa de poliestireno. El padre Brian dice una oración y luego se supone que tiene que hablar uno de nosotros. Pero, ¿qué se puede decir? Nunca disfrutó de verdad de la vida. Nunca se casó, ni tuvo hijos, trabajo trabajo trabajo. ¿Fue alguna vez en un crucero? En su vida sólo hubo autobuses. Autobuses autobuses autobuses. En una ocasión fue con mamá en autobús a Quigley (Kansas) para jugar en el casino e ir de compras. Alguien le forzó la habitación, le robó los vestidos y se le cagó en la maleta mientras estaban en el show de Roy Clark. Eso fue todo. Ése fue todo su turismo. Y después vino DrugTown día y noche. Tras quince años como cajera la rebajaron a recepcionista. La gente le preguntaba dónde estaban los medicamentos contra el resfriado y ella señalaba en la pared unas letras enormes que decían: «Medicamentos contra el resfriado».

      Freddie, el novio de mamá, se adelanta y dice que no la conocía desde hacía mucho tiempo, pero que era una mujer muy agradable y dejaba detrás de ella mucho amor, etc. etc. bla bla bla. Aunque es verdad que no hizo grandes cosas en su vida, a pesar de todo era muy querida por todos los que la conocimos y nunca armó lío por nada, sino que siempre estaba contenta con lo que le ocurría, fuera lo que fuera, etc. etc. bla bla bla.
      A continuación se acaba todo y no nos queda sino irnos.
      —Tenemos que venir todas las semanas —dice Jade.
      —Yo pienso venir —dice Min.
      —¿Qué, y yo no? —dice Jade—. Era la puñeta de buena.
      —Has dicho una palabrota al lado de una tumba —dice Min.
      —¿Desde cuándo puñeta es una palabrota, tía? —pregunta Jade.
      —Niñas —dice mamá.
      —Espero que haya estado bien lo que he dicho de ella —dice Freddie, en su estilo mierdoso que apesta a ron English Navy—. La verdad es que yo mismo estoy sorprendido.
      —Adiós, tía Bernie —dice Min.
      —Adiós, Bern —dice Jade.
      —Oh, querida hermana —dice mamá.
      Aprieto con fuerza los ojos e intento imaginármela feliz, riendo, golpeándome en las costillas. Sin embargo, lo único que veo es a ella aterrorizada en el sofá. Es horrible. Suelto, en alguna parte, está el que lo hizo. Alguien entró en nuestra casa, le dio un susto que la mató, la vio morir, revolvió todas nuestras cosas, le robó el dinero. Alguien que todavía vive, alguien que en este preciso momento podría estar comiendo un trozo de tarta, haciendo un recado o rascándose el culo, alguien que, si quisiera, podría meterse en un coche en dirección oeste durante tres días o los que sean y tumbarse al sol junto al océano.


Luego Freddie nos lleva a Trabanti’s a almorzar. Trabanti se murió el año pasado y tres familias vietnamitas se juntaron y compraron el local; siguen sirviendo pasta y pizza y en la pared sigue colgado el enorme óleo de Trabanti, pero ahora de la cocina sale una música vietnamita muy agradable y la comida es un poco mejor.

      Freddie propone un brindis. Min dice: «¿Os acordáis de que Bernie siempre llamaba almuerzo a la comida y comida a la cena?» Jade dice: «¿Os acordáis de que cuando hacía ruido con la mandíbula decía que necesitaba aceite?»
      —Fue una mujer excelente —dice Freddie.
      —Ya la estoy echando muchísimo de menos —dice mamá.
      —Me gustaría matar al puto tío que la mató —dice Min.
      —¿Y si dejamos de decir puto mientras comemos? —protesta mamá.
      —Mamá, es sólo una palabra, ¿vale? —dice Min—. Igual que bruto es sólo una palabra. ¿No te importa que diga bruto? Bruto bruto bruto.
      —Bueno, también mierda es sólo una palabra —dice Freddie—, pero no la decimos a la hora de comer.
      —Lo mismo que vomitar —dice mamá.
      —Vomitar mierda, vomitar mierda —dice Min.
      El camarero carraspea. Mamá fulmina a Min con la mirada.
      —Me encantan tus modales de señorita —dice.
      —Sobre todo en un funeral —añade Freddie.
      —Esto no es un funeral —replica Min.
      —La pregunta que me viene a la cabeza, chicos, es qué vais a hacer ahora —dice Freddie—. Porque considero todo esto como una llamada para que os despertéis, en el sentido de que os espabiléis sin ayuda de vecino como yo he hecho y salgáis de esa pocilga peligrosa en la que estáis viviendo.
      —Ya está hablando el señor Encuesta Telefónica —dice Min.
      —En realidad tampoco es tan peligroso —dice Jade.
      —¿Matan a una mujer y no es tan peligroso? —dice Freddie.
      —Lo único que nos hace falta es un pestillo y una mirilla —dice Min.
      —¿De qué vecino habla? —pregunta Jade.
      —Es como sin que te ayude nadie, atontada —responde Min—. Además —añade en dirección a Freddie y mamá—, ¿adónde vamos a ir? ¿Podemos mudarnos a vuestro apartamento?
      —A mí personalmente me encantaría y lo sabéis —dice Freddie—. Pero a quien no le encantaría es al dueño.
      —Creo que lo que Freddie quiere decir es que ha llegado el momento de que busquéis un trabajo, chicas —dice mamá.
      —Sí, eso, mamá —protesta Min—. Después de lo que pasó la última vez, ¿no?
      Al principio de mudarme al apartamento, Jade y Min trabajaban en el stand de información de HardwareNiche. Un día fuimos a buscar a los niños a la guardería y encontramos a Troy sentado desnudo encima de la lavadora, a Mac en el patio mordisqueado por un pequinés y a la mujer de la guardería borracha y jugando a los Pájaros Asesinos con una Nintendo.
      Así que se acabó. No más HardwareNiche.
      —A lo mejor una podría trabajar y la otra cuidar a los niños, ¿no? —propone mamá.
      —No veo por qué tengo que trabajar para que ella se quede en casa con su hijo —dice Min.
      —No veo por qué tengo que trabajar para que ella se quede en casa con su hijo —dice Jade.
      —Es como un puñetero viceversa —dice Min.
      —Voy a deciros una cosa —dice Freddie—. Una cosa sobre este país. Cualquiera puede hacer cualquier cosa. Pero primero tienen que intentarlo. Y vosotros, chicos, no lo estáis haciendo. Dos no trabajáis y el otro se dedica a desnudarse. No me parece que lo estéis intentando. No hacéis nada, chicos. Así que vivís en una pocilga peligrosa. ¿Y qué pasa en una pocilga peligrosa? Tragedias de mierda. Es el puñetero estilo americano: empiezas en una pocilga peligrosa y te deslomas para poder mudarte algún día a una pocilga un poco menos peligrosa. Y al final a lo mejor acabas en una mansión. Pero a este ritmo ni siquiera vais a conseguir llegar a una pocilga menos peligrosa.
      —Como que tú vives en una mansión —dice Jade.
      —No digo que viva en una mansión. Pero tampoco vivo en una cloaca. Y lo otro que tampoco hago es desnudarme.
      —Gracias, Dios, por los pequeños favores —dice Min.
      —Además, nunca se queda desnudo del todo —dice Jade.
      Cosa que es verdad. Siempre llevo por lo menos un tanga.
      —No me extraña que nunca saquemos a estos chicos a ningún agradable almuerzo —dice Freddie.
      —Y no me parece que esto sea ningún agradable almuerzo —dice Min.


Para cenar, Jade mete en el microondas las Stars-n-Flags. Son adictivas. Ponen azúcar en la salsa y azúcar en las bolitas de carne. Creo que también cafeína. Alguien me dijo que las rayas marrones de las Flags eran cafeína. Nos comemos cinco boles cada uno.

      Tras la cena los niños se ponen quisquillosos; Min les hace unos biberones con helado derretido y jarabe de chocolate, y nos ponemos a mirar Lo peor que podía pasar, media hora de simulaciones por ordenador de tragedias que no han ocurrido nunca pero que teóricamente podrían ocurrir. Un niño es atropellado por un tren y lanzado al interior de un zoo, donde se lo comen los lobos. Un hombre se corta la mano mientras sierra un tronco y cuando sale gritando en busca de ayuda es atrapado por un tornado que lo arroja sobre una guardería en el momento del recreo y aplasta a una maestra embarazada.
      —Echo mucho de menos a Bernie —dice Min.
      —Yo también —dice Jade con tristeza.
      Los niños empiezan a gritar pidiendo más helado.
      —Qué monos —dice Jade—. Es como si dijeran: «Hacednos caso de una puñetera vez».
      -Os haremos caso de una puñetera vez, bonitos, no os preocupéis —dice Min—. No nos hemos olvidados de vosotros.
      Entonces suena el teléfono. Es el padre Brian. Tiene una voz rara. Dice que lamenta molestarnos tan tarde, pero que ha ocurrido algo extraño. Algo malo. Algo, bueno, incalificable.
      Al parecer alguien ha mancillado la tumba de Bernie.
      Mi primer pensamiento es que no hay lápida. Es sólo hierba. ¿Cómo puedes mancillar la hierba? ¿Qué han hecho, mearse sobre la hierba de la tumba? Pero el padre está al borde de las lágrimas.
      Así que llamo a mamá y Freddie y les digo que se reúnan con nosotros y cogemos a los niños y los metemos en el utilitario.
      —Mancillar —dice Jade mientras vamos de camino—. ¿Qué quiere decir mancillar?
      —Quiere decir como joderlo todo —dice Min.
      —Pero, ¿cómo? —dice Jade—. Quiero decir, ¿como haciendo qué cosa?
      —No lo sabemos, boba. Por eso vamos a verlo.
      —¿Y por qué? ¿Por qué va a querer alguien hacer eso?
      —Adivínalo, señorita Shrilock Holmes. Alguien lo ha hecho porque alguien es un cabrón.
      —Alguien es un cabrón de campeonato.
      El padre Brian nos espera en la puerta con una linterna y un carrito de golf.
      —Cuando lo vi —dice— me caí al suelo de la sorpresa. Nunca había ocurrido nada parecido. Lo siento mucho. Parecéis buenas personas.
      Pesamos mucho y las ruedas patinan al subir la cuesta, así que me bajo y los acompaño corriendo junto al carrito.
      —Bueno, gente, preparaos para la impresión —dice el padre y apaga el motor.
      En el lugar ocupado por la tumba sólo hay un agujero. En el agujero está el ataúd Bruma Ámbar, sin la tapa. Dentro del Bruma Ámbar no hay nada. La tía Bernie no está.
      —¿Qué cuernos pasa? —dice Jade—. ¿Dónde está Bernie?
      —¿Alguien ha robado a Bernie? —dice Min.
      —Al menos vosotros os habéis mantenido en pie —dice el padre Brian—. De verdad, yo me caí al suelo. Me caí encima de ese montón de tierra. Me desplomé como si me hubieran disparado. ¿Veis esa marca? Ahí me caí.
      En el montón de tierra de la tumba hay una marca en forma de unas posaderas.
      Aparecen los polis y uno de ellos baja al agujero con una cinta métrica y una cámara. Tras tres o cuatro flashes sube y le entrega a mamá un par de zapatos de salón azules.
      —Sus zapatitos —dice mamá—. Oh, Dios mío.
      —¿Son los suyos? —dice Jade.
      —Son los suyos —dice Min.
      —Estoy flipando —dice Jade.
      —Yo flipo del todo —dice Min.
      —Me voy a sentar —dice mamá, y se desploma en el carrito de golf.
      —Lo que no entiendo es quién puede quererla —dice Min.
      —Sólo era una persona normal —dice Jade.
      —Suelen hacerlo adolescentes —dice un policía—. Solemos encontrar el cuerpo en los alrededores. Una vez encontramos uno con un cigarrillo en los labios y con un sombrero mexicano. Los chicos de hoy son mucho más atrevidos de lo que lo éramos nosotros. A mí nunca se me habría ocurrido desenterrar un muerto cuando era joven. Tirar una lápida, sí, o pintar algo con espray en una cripta, o bueno, darle un empujoncito a un borracho.
      —Pero esto, Jesús —dice Freddie—. Esto es un panorama totalmente diferente.
      —Vaya si lo es —dice el poli.
      Y todos miramos los zapatos que mamá tiene en las manos.
Al día siguiente vuelvo al trabajo. No tengo ningunas ganas, pero necesitamos el dinero. La hierba está húmeda y es difícil cruzar el barranco con mis zapatos de vestir. Las suelas resbalan. Además aprietan mucho. Varias veces me caigo sobre el maletín. Dentro del maletín llevo el tanga y un espray de espuma.
      De buenas a primeras me encuentro con una mesa llena de mujeres de MediBen sentadas bajo una pancarta que dice: «Buena suerte, Beatrice, no nos guardes rencor». Me quito la camisa y les sirvo las ensaladas. Me quito los pantalones de vuelo y les sirvo las sopas. Una deja caer al suelo un dólar y me dice que puedo recogerlo si quiero.
      Lo recojo.
      —Así no, así no —dice—. De cara al otro lado, para que te podamos ver la raja cuando te agaches.
      Lo he hecho un millón de veces, pero en este momento no puedo hacerlo.
      La miro. Ella me mira a mí.
      —¿Qué pasa? —pregunta—. ¿Eso no lo puedo decir? Pensaba que la cosa iba justo de eso.
      —La cosa va justo de eso, Phyllis —dice otra mujer—. Manténte firme.
      —Mira —dice Phyllis—, o te agachas como te digo o me devuelves el dólar. Me parece que es justo.
      —Bien dicho, mujer —dice la amiga.
      Le devuelvo el dólar. Vuelvo a la Zona de Vestuario y me quedo un rato sentado. Por primera vez, me votan Indeseable. Hay trece mujeres en la mesa de MediBen y todas me votan Indeseable. ¿Saben las mujeres de MediBen mi situación? ¿Me habrían votado Indeseable de saberla? Pero, ¿qué se supone que tengo que hacer, salir y decir: «Por favor, señoras, mi tía se acaba de morir y además nos la han robado»?
      El señor Frendt me llama a un aparte.
      —A lo mejor necesitas irte a casa —dice—. Siento la pérdida de tu tía, pero por favor no te comportes como esas mujeres comanches que se arrancan el dedo índice a mordiscos cuando se les muere un familiar. El dolor es bueno, el dolor está bien, pero un exceso de dolor, como todos sabemos, es excesivo. Si la muerte de tu tía te ha llenado la boca con demasiados índices, para llorar a pleno pulmón, tómate una semana, pero no se lo hagas pagar a nuestras clientas, ellas no se cargaron a tu tía.
      Sin embargo, no puedo permitirme tomarme una semana. Ni siquiera unos pocos días.
      —Necesitamos el dinero —digo.
      —¿Y eso es problema mío? ¿Se supone que tengo que dejarte bailar sin ganas sólo porque necesitas el dinero? ¿Y si pongo un anuncio en el periódico para todas las personas tristes que necesitan dinero? Así podrían venir aquí y desnudarse, ¿te parece? Adiós. Vuelve cuando estés medio normal.
      Desde un teléfono público llamo a casa paa ver si necesitan algo del FoodSoQuick.
      —Ven enseguida —dice Min con voz forzada—. Ven directo enseguida.
      —¿Qué pasa?
      —Ven.
      A lo mejor alguien ha encontrado el cuerpo. Imagino a Bernie desnuda, a Bernie cortada en dos, a Bernie sentada en el banco de una parada de autobús. Espero y rezo que sólo le hayan hecho algo medianamente malo, algo con lo que podamos vivir.
      Al llegar a casa encuentro la puerta abierta del todo. Min y Jade están sentadas muy quietas en el sofá, con los niños en la falda, mirando la mecedora, y en la mecedora está Bernie, el cuerpo de Bernie.
      La misma permanente, las mismas gafas, el mismo vestido azul con el que la enterramos.
      ¿Qué hace ahí? ¿Quién puede ser tan cruel? ¿Y qué se supone que tenemos que hacer nosotros?
      De pronto ella vuelve la cabeza y me mira.
      —Siéntate de una puta vez —exclama.
      En su vida había dicho una palabrota.
      Me siento. Min me aprieta y me suelta la mano, me aprieta y me suelta, me aprieta y me suelta.
      —Tú, joven —me dice Bernie—, vas a empezar a enseñar la polla. No vas a parar de enseñarla. Te acercas a una mujer, si quiere verla, si paga por verla, le haré una marca con el pulgar en la frente. Cuando veas la marca, se lo preguntas. Intentaré conseguirte cinco al día, a veinte pavos el vistazo. Salen cien pavos al día. Setecientos a la semana. Y en efectivo, nada de impuestos. Nada de retenciones. ¿Lo ves? Eso es lo bueno.
      Tiene tierra en el pelo y tierra en los dientes; lleva el pelo revuelto, y la lengua cuando la saca para humedecerse los labios es negra.
      —Tú, Jade, mañana empiezas a trabajar. Andersen Labels, en la Quinta con Rivera. Arréglate cuando vayas. Ponte algo bonito. Enseña un poco las piernas. Y no masques chicle. Pregunta por Len. Al final de mes juntaremos el dinero que ganes y el dinero de la polla y nos mudaremos a otro sitio. A algún sitio seguro. Ésa es la primera parte de la Fase Uno. Tú, Min, tú cuidas a los niños. Además, vas a dejar de fumar. Y, además de eso, vas a aprender a cocinar. Se acabó la comida de lata. Debemos alimentarnos bien para tener buen aspecto. Porque voy a tener muchos novios. A lo mejor no lo sabéis, chicos, pero me he muerto sin dejar de ser una puñetera virgen. Sin niños, sin novios. Nada para adentro, nada para afuera. ¡Ja, ja! Seca como un hueso, completamente desperdiciada, esa cosita linda que Dios me dio entre las piernas. ¡Bueno, pues ahora voy a tener novios, cabrones! ¡Como en las películas, con hombros anchos y todo eso, y una casa de veraneo, y viajes bonitos, y por la mañana en mi habitación un gran jarro con flores, y se me van a poner duros los pezones con la brisa del océano, comiendo un bol de marisco, hijos de puta, mientras mi novio me mira desde el porche, con sus anchos hombros relucientes, más duro que una piedra por mí, y eso os lo garantizo, chicos! ¡Ja, ja! ¿Os creéis que es una broma? No es ninguna puñetera broma. ¡Nunca he tenido nada! ¡Mi vida ha sido una mierda! Ni siquiera me he subido nunca a un puñetero avión. Pero eso fue en la otra vida y esto es esta vida. Mi nueva vida. ¡Y ahora taparme! Con una manta. Necesito mi sesión de reposo facial. Si le decís a alguien que estoy aquí, estáis todos muertos. Y ellos también. A quien le digáis, están muertos. Los mato con el pensamiento. Puedo hacerlo. Ahora soy muy fuerte. ¡Tengo poderes! Así que nada de visitas. No estoy en mi mejor momento. ¿Lo habéis entendido? ¿Lo habéis entendido todos?
      Asentimos. Voy a por una manta. Le tiemblan las manos y los pies y le rechinan los dientes, y uno se le cae.
      —¡Tápame, cabrón, tápame del todo! —grita.
      Y la tapo.
      Nos escabullimos con los niños sin hacer ruido y hablamos en susurros en la cocina.
      —Parece ella —dice Min.
      —Es ella —digo yo.
      —Es y no es —dice Jade.
      —Es mejor que hagamos lo que dice —dice Min.
      —Y que lo digas, mierda —dice Jade.
      Se pasa la noche bajo la manta en la mecedora, temblando y soltando palabrotas.
      Nos pasamos toda la noche en la cama de Min, completamente vestidos, cogidos de la mano.
      —¡Mirad lo fuerte que soy! —grita hacia medianoche.
      Se oye un crujido; cuando voy a ver, la puerta del microondas está arrancada, pero ella no se ha movido de la mecedora.
      
Por la mañana sigue ahí, temblando y soltando palabrotas.
      —¡Quitarme la manta! —grita—. Es hora de ponerse en marcha.
      Le quito la manta. No huele bien. Tiene una oreja sobre la falda. Se dedica a ponérsela de nuevo distraídamente.
      —¡Tú, Jade! —grita—. Vístete. Ve a por ese trabajo. Cuando veas a Len, inclínate un poco. Enséñale lo que hay dentro del top. Dale alguna esperanza. Es un psicópata, pero lo necesitamos. ¡Tú, Min! Haz el desayuno. Algo casero. Galletas, por ejemplo.
      —¿Por qué no las haces tú con tus poderes? —dice Min.
      —¡No te hagas la listilla! ¿No has visto lo que he hecho con el microondas?
      —No sé cómo se hacen las puñeteras galletas —se queja Min.
      —¿Sabes leer, verdad? ¿Sabes lo que es una receta? ¿Has estado alguna vez en la tumba? ¡Es una auténtica mierda! Te arrepientes de todas las cosas que no has hecho nunca. ¡Sois unas zorras que lo vais a pasar muy mal en la tumba a menos que entréis en vereda, creerme! ¡Bajar el termostato! Quiero más frío. Me gusta el frío. A mi cuerpo le pasa algo. No me encuentro bien.
      Bajo el termostato. Me mira.
      —¡Ve a enseñar la polla! —grita—. Es la primera parte de la Fase Uno. Cuando nos hayamos mudado será el final de la Fase Uno. Seguirás enseñando la polla, pero sólo tres días a la semana. Porque habrás empezado a ir al colegio comunitario. A hacer el curso preparatorio para estudiar Derecho. Derecho es lo mejor. Serás un empollón. No eres tonto. Y Jade trabajará los fines de semana para compensar la disminución del dinero de la polla. ¿Lo ves? ¿Ves cómo funciona la cosa? Y ahora lárgate. ¿Qué vas a hacer?
      —Enseñar la polla, ¿no?
      —Enseñar la polla, eso es.
      Se echa para atrás el pelo con la mano, y se le desprende una gran mata que la deja casi calva de un lado.
      —Dios mío —dice Min—. ¿Sabéis una cosa? No pienso quedarme aquí sola con los niños.
      —No estás sola —dice Bernie—. Estoy aquí.
      —Por favor, no te vayas —me dice Min.
      —Venga, déjate de cuentos —dice Bernie.
      La puerta se abre y siento una especie de puño invisible que me golpea la espalda.
      Fuera hace sol. Un día normal. Un tipo está cambiando el aceite. Las nubes son nubes normales y el sol es el sol normal; lo único anormal es que mis ropas huelen a Bernie, una mezcla de sótano húmedo y beicon podrido.
      El trabajo va bien. Consigo sonreír todo el rato y esconder el temblor de las manos, y a la mitad del turno mi clasificación es de Monada. Tras el almuerzo se me acerca una mujer mayor y me dice que parezco tanto un Piloto de verdad que apenas lo puede resistir.
      En la frente tiene la marca de un pulgar. Como el miércoles de Ceniza, sólo que brilla un poco.
      No sé qué hacer. ¿Voy y le digo si quiere verme la polla? ¿Y si dice que no? ¿Y si me pilla? ¿Y si se la enseño y decide que no vale veinte pavos?
      Entonces me pide que sorprenda a su mejor amiga con un baile de la mesa para celebrar su cumpleaños. Me señala a la amiga. Una chica bonita, sin marca. Tiene algo que me resulta familiar.
      Nos acercamos y cuando estoy a seis metros me doy cuenta de que es Angela.
      Salimos en el último año del instituto. Fue cuando papá se murió y mamá tuvo que empezar a trabajar en Patty-Melt Depot. Por culpa de la grasa a mamá le dio urticaria y apenas podía llevar encima una blusa. Además, Min estaba en la edad del pavo. El caso es que Angela venía a casa y se encontraba a Min colocándose bajo la lona de la cochera y a mamá en sujetador sentada en un taburete de la cocina con un ventilador dirigido a la barriga. Angela tenía planes. En la carpeta de anillas llevaba pegada una foto de un despacho sacada del catálogo de J. C. Penney y debajo había escrito: «Mi despacho (¿algún día?)». Una vez vimos un Porsche negro y me dijo que muy bonito pero que el suyo sería rojo. El colmo fue Ed Edwards, un borracho empedernido, uno de los primos de papá. Las cosas se habían puesto tan feas que mamá le alquiló el office. Una noche Angela y yo nos lo estábamos montando en el sofá mientras los demás dormían cuando llegó Ed como una cuba y se puso a mear en el lavaplatos.
      ¿Qué podía decir? «¿Casi no es familia mía? ¿Lo hace muy pocas veces?»
      A Angela se le pusieron los ojos como tarrinas.
      La acompañé a casa, no me besó, volví, limpié el lavaplatos lo mejor que pude. Unos días más tarde recibí por correo mi anillo de graduación y un ejemplar de El profeta.
      «Siempre serás mi primer amor —había escrito en su interior—. Pero ahora mi senda se dirige hacia un terreno superior. Que estés bien siempre. Camina envuelto en alegría. Por favor, no me consideres cruel, es sólo que aspiro a mucho, y además no me podía creer que ese tipo se meara en vuestros platos.»
      No pienso hacer el baile de la mesa para Angela. No voy a preguntarle a la amiga de Angela Silveri si quiere verme la polla. No pienso estar por ahí para que Angela me vea con chaqueta de vuelo y tanga y se pregunte cómo he caído tan bajo etc. etc.
      Me escondo en la cocina hasta que acaba mi turno y luego vuelvo a casa, despacio, muy despacio, porque tengo miedo de lo que puede hacerme Bernie cuando llegue.
      
Me encuentro a Min en la puerta. Tiene harina por toda la blusa y parece que ha estado llorando.
      —Ya no soporto más esto —dice—. Es como que se cae a trozos. La mierda se le está desmoronando. Además me ha hecho hacer un puñetero pastel.
      Sobre la mesa hay un pastel lleno de grumos. Uno de los brazos de Bernie está ahora suelto; lo tiene encima de la falda.
      —¡En qué estás pensando?! —grita—. ¡No has enseñado la polla ni una sola vez! ¿Te crees que es fácil hacer esas marcas? ¡Pruébalo tú, listillo! ¿Sabes cuál es el plan o no lo sabes? ¡Tienes que sacarnos de aquí! Y para sacarnos de aquí tienes que usar lo que tienes. Y no tienes mucho. Una cara bonita. Y una unidad decente. No muy grande, pero con una forma bonita.
      —Bernie, por Dios, —dice Min.
      —¿Qué pasa, señorita Repipi?
      Y golpea con fuerza el brazo seccionado contra la falda; se le cae la otra oreja.
      —Lo siento, pero esto da demasiado puto asco —dice Min—. Me voy.
      —¿Qué da asco? —dice Bernie—. ¿Insinúas que doy asco? Bueno, pues a mí me parece que tú das asco. Tantas cosas bonitas en la vida y ¿dónde tienes la cabeza? Piensas con tu culo de holgazana. Lo que te da la vida lo tomas. No te vas a ir a ningún sitio. Te vas a quedar en casa y vas a estudiar.
      —¿Ah, sí? —dice Min—. ¿Estudiar qué? No voy a estudiar. ¿Esta tipa se mete en mi casa y se pone a mandarme que estudie? Y una porra.
      —¡No sabes nada! —dice Bernie—. ¿Qué diversión tiene la vida cuando no sabes nada? Ni siquiera sabes encontrar tu ciudad en el mapa. No conoces el nombre de un solo presidente. Cuando vayamos a Roma no sabrás nada de la historia. Vas a estudiar el Libro del Mundo. ¿Tenemos todavía esos Libros del Mundo?
      —Sí, eso —dice Min—. A Roma vamos a ir...
      —Vamos a ir a Roma cuando él sea abogado —dice Bernie.
      —Sigue soñando, mujer —dice Min—. Y luego iremos a Marte cuando yo sea corregidora de Bolsa.
      —¡Ni se te ocurra reírte de mí! —grita Bernie.
      Y nuestro único jarrón cruza volando la habitación y casi se estampa en la cabeza de Min.
      —Ha estado así todo el santo día —dice Min.
      —¡¿Así, cómo?! —grita Bernie—. Hemos pasado un día de lo más agradable.
      —Me ha hecho ayudarla a probarse mi sujetador —dice Min.
      —Nunca he tenido un sujetador tan sexy y bonito.
      —Y ahora están todos para tirar. Se han quedado como pringosos.
      —¡Eres una desagradecida de mierda! —grita Bernie—. ¿No sabes lo que estoy haciendo por ti? Estoy salvando a tu hijo. ¡Y tienes la caradura de decir que te he dejado los sujetadores pringosos! A Troy lo van a pillar en un tiroteo en el patio. En septiembre. El diecinueve de septiembre. Lo van a derribar mientras va en triciclo. Se va a quedar con una pierna doblada debajo del cuerpo y la sangre manándole de la oreja. Es una puñetera profecía. ¿Conoces la palabra? Quiere decir predicción. ¿Conoces la palabra? ¿Te crees que estoy diciendo gilipolleces? Pues no estoy diciendo gilipolleces. Tengo el poder. Mira esto: Jade se ha pasado todo el día lamiendo etiquetas en una mesa junto a una ventana. A la hora del almuerzo, su jefe ha comprado bocadillos para todo el mundo. Trae algunos en una bolsa verde.
      —Lo de Troy es mentira, ¿verdad? —dice Min—. ¿Verdad que sí? No me lo creo.
      —¡Enciende la televisión! —grita Bernie—. Dame el mando.
      Enciendo la televisión. Le doy el mando. Ponen La tienda corporal de Nathan. Nathan dice que los abdominales bien marcados vuelven locas a las mujeres. A continuación sale un primer plano de sus abdominales bien marcados.
      —Oh, sí —dice Bernie—. Ésos son para mí. Me gustaría darles una lamida. Una lamida y un pellizco. Me gustaría cabalgar encima de unos músculos así.
      Justo entonces aparece Jade por la puerta con una gran bolsa verde.
      —Dios mío —exclama Min.
      —¡Te lo he dicho! —dice Bernie, y golpea a Min en las costillas—. ¡Ja, ja! ¡Tengo el poder de verdad!
      —No lo entiendo —dice Min, completamente desesperada—. ¿Qué le pasa a mi hijo? Será mejor que me lo digas de una puñetera vez.
      —Ya te lo he dicho. Sale volando unos cinco metros y vive unos tres minutos.
      —Bernie, Dios mío —dice Min, y empieza a llorar—. Antes eras tan buena...
      —Sigo siendo buena —dice Bernie.
      Y muerde un bocadillo; se arranca un trozo de dedo, pero sigue masticando.

Justo antes del amanecer, se pone a llamarme a gritos.
      —Quítame la manta. No me encuentro bien.
      Le quito la manta. Es básicamente el siguiente montón de partes: los dos brazos sobre la falda, la cabeza en las manos, el talón de un pie tocando el talón del otro, todo ello envuelto más o menos con el vestido.
      —Tráeme una toallita para lavarme. ¿Tengo fiebre? Me parece que tengo fiebre. Ah, ya sabía que era demasiado bueno para ser verdad. Pero, de acuerdo. Nuevo plan. Cambio la primera parte de la Fase Uno. Si ves dos marcas eso significa que la mujer te va a follar a cambio de dinero. Estamos en un apuro. Tenemos que meterle prisa a esto. No va a quedar nada de mí. ¿Quién va ser mi novio ahora?
      Suena el timbre de la puerta.
      —Hijo de puta —gruñe Bernie.
      Es el padre Brian con una caja de donuts. Salgo rápidamente y cierro la puerta detrás de mí. Dice que sólo quería vernos. A lo mejor tenemos ganas de hablar. A lo mejor conservamos un poco de rabia por la situación de Bernie. Eso sería, por supuesto, totalmente comprensible. Una vez, al poco de ordenarse, alguien entró en la iglesia y le dibujó con rotulador un bigote a la virgen; durante semanas, se vio torturado por visiones en las que le doblaba el dedo al vándalo hasta que estallaba en lágrimas de disculpa.
      —Sabía que no era lo apropiado —dice—. Sabía que al ceder a esa fantasía honraba a la violencia. Y, sin embargo, me producía placer. También me los imaginaba atrapándolos con las manos en la masa y machacándoles la cabeza con una roca. Y también me imaginaba saltándoles encima de la espalda hasta que se les resquebrajaba algo en la columna vertebral. En realidad, tenía un millón de ideas, pero ¿sabes lo que hice en vez de eso? Me puse a frotar y refrotar a nuestra santa madre y no tardó en quedar como nueva. Su estatua, quiero decir. Ella, por supuesto, siempre está como nueva.
      Del interior salió un ruido de vidrios rotos. Vidrios rotos y luego la caída de algo pesado, y Jade chillando y Min chillando y los niños chillando.
      —Uy, ¿me equivoco o he llegado en un mal momento? Mira, lo que intento es rogaros, si es que es posible, que perdonéis a los gamberros, como yo perdoné al gamberro que pintó a mi virgen María. Lo que se ha perdido, al fin y al cabo, es sólo el cuerpo de vuestra tía y lo que es esencial, te lo aseguro, está en otra parte, y en buenas manos.
      Asiento. Sonrío. Le doy las gracias por pasar. Tomo los donuts y entro.
      El televisor está roto, la nevera inclinada y las partes de Bernie esparcidas por toda la sala de estar como si la hubieran disparado con un cañón.
      —Ha intentado levantarse —dice Jade.
      —No sé adónde coño pensaba que iba a ir —dice Min.
      —Ven aquí —me dice la cabeza, y me agacho—. Se acabó. Estoy jodida. Como siempre. Siempre una segundona. Aunque pensándolo bien ni siquiera he sido nunca una puñetera segundona. Mira, enseña la polla. Es la línea más corta entre dos puntos. El mundo no regala vidas agradables. ¿Tienes una cartera de acciones? ¿Eres un genio? Enseña la polla. Es lo que tienes. Y recuerda: Troy en septiembre. En el triciclo. Una pierna doblada. No lo olvides. Y otra cosa. No me recordéis así. Recordarme como estaba la noche en que todos fuimos al Red Lobster y yo llevaba aquella permanente. Ah, Dios. Al menos comprarme una losa.
      Le froto el hombro, que está al lado de su pie.
      —Te hemos querido —digo.
      —¿Por qué algunos lo tienen todo y yo no he tenido nada? —pregunta—. ¿Por qué? ¿Por qué ha sido así?
      —No lo sé.
      —Enseña la polla —repite, y se muere otra vez.
      Nos quedamos ahí mirando el montón de partes. Mac gatea hacia él, y Min lo aparta con el pie.
      —Esto es demasiado —dice Jade, y empieza a llorar.
      —¿Qué hacemos ahora? —dice Min.
      —Llamar a los polis —dice Jade.
      —¿Y decirles qué? —dice Min.
      Lo pensamos un rato.
      Voy a por una bolsa de la basura. Voy a por mis guantes de invierno.
      —No quiero verlo —dice Jade.
      —Yo tampoco quiero verlo —dice Min.
      Y se llevan los niños al dormitorio.
      Cierro los ojos y recojo a Bernie en la bolsa; la anudo con fuerza dando un giro y la arrastro hasta el maletero del utilitario. También echo dentro una pala. Conduzco hasta St. Leo. Meto la bolsa en el agujero utilizando una correa elástica y luego lo relleno otra vez.
      Abajo, en la ciudad, están las casas bonitas y las casas medianuchas, las parejas montándoselo en patios oscuros, los niños llamando a gritos a sus madres, y me pregunto si, además de Jesucristo, eso ha sucedido alguna otra vez. A lo mejor sucede todo el tiempo. A lo mejor todo está lleno de muertos furiosos, escondidos en las habitaciones, cubiertos con mantas, mandoneando a sus asustados e incómodos familiares. Porque, ¿cómo sería posible saberlo?
      Lo seguro es que no tengo ninguna intención de difundir la noticia.
      Aliso la tierra y recito una oración rápida: «Si se equivocó al volver, perdónala, nunca tuvo un centavo, además intentaba ayudarnos».
      En el coche se me ocurre un ruego más: «Pero, por favor, no dejes que vuelva».
      
Cuando llego a casa los niños están durmiendo y Jade y Min están viendo el anuncio de un teléfono erótico, tres chicas con monos de cuero comiendo plátanos a cámara lenta mientras por la pantalla pasa sin cesar la misma advertencia: «No son forzosamente las chicas que responden al teléfono. No son necesariamente las chicas que responden al teléfono».
      —A esas tías parece que les gustan de verdad los plátanos —dice Min con su fina vocecita.
      —La verdad es que me gustan los monos que llevan —dice Jade.
      —Sí, los monos están bien —dice Min.
      Entonces me miran. Nunca las he visto tan tristes, cansadas y abatidas.
      —Ya está —digo.
      Entonces nos abrazamos, lloramos y prometemos no olvidar nunca a Bernie como era de verdad; echo un poco de limpiador en la alfombra, y ellas van a leer un poco los Libros del Mundo.
      Al día siguiente entro a trabajar temprano. No veo una sola marca. Pero no importa. Me acerco a Sonny Vance y me explica cómo hacerlo. Primero le preguntas a la mujer si le gustaría hacer una visita privada. Luego le muestras la imitación del P-40, la Galería de Hechos Históricos, el compartimento de duchas donde nos embadurnamos de aceite, etc. etc. y en el pasillo cerca de la sala de reposo le preguntas si hay algo más que le gustaría ver. Es sórdido. Es ordinario. Pero cuando lo hago pienso en septiembre. En septiembre y en Troy en medio del tiroteo, la piernecita doblada, etc. etc.
      La mayoría dice que no, pero algunas dicen que sí.
      He elegido un apartamento en un complejo llamado Cañada del Cisne. Nunca han tenido un tiroteo ni un apuñalamiento y la escuela pública está muy bien y todos los sábados hacen una excursión con los niños por detrás del club social.
      Por cada cien pavos que gano, aparto cinco para la losa de Bernie.
      ¿Qué escribes en una cosa así? ¿«La vida la dejó de lado»? ¿«Murió desilusionada»? ¿«Volvió a la vida pero se deshizo»? Todo cierto, pero demasiado triste, y no pienso escribir nada de eso.
      «Bernie Kowalski. Nuestra querida tía.» Eso pondrá.
      A veces me viene en sueños. Nunca tiene buen aspecto. A veces lleva una bata sucia. Una vez iba esposada. Una vez estaba desnuda y sucia y un gato la arañaba mientras se le subía a la frente. Sin embargo, todas las veces es lo mismo.
      «Algunos lo tienen todo y yo no he tenido nada —dice—. ¿Por qué? ¿Por qué ha sido así?»
      Todas las veces le digo que no lo sé.
      Y no lo sé.








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