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sábado, 23 de febrero de 2013

Fernando Araujo / Matar o morir en un ring



Joyce Carol Oates

Fernando Araújo Vélez
MATAR O MORIR EN EL RING
El Espectador, 23 de febrero de 2013
Hombres condenados a jugarse la vida sobre un cuadrilátero, como Jack Dempsey, uno de los pesos completos más queridos por la afición al boxeo, y quien obtuvo el título del mundo 95 años atrás. En su último libro, Del boxeo, Joyce Carol Oates escribe sobre él y sobre el mundo del boxeo.
Y mataron y murieron y se humillaron y se prestaron a las más bajas tretas con tal de surgir, en la vida o en el ring, y si era posible, en ambos. Su moral, su ética, provenían de los códigos del barrio bajo, marginal: si me tocas te mato, si te distraes te robo, si me desafías pagarás tu osadía, si me mientes te clavo una puñalada.“¿Y Paret? Paret murió de pie”, se preguntaba y respondía Norman Mailer en su libro Diez mil palabras por minuto, e intentaba comprender por qué había muerto Benny Kid Paret, en 1962, a manos de Emile Griffith, en un combate por el título mundial de los wélter en el Madison Square Garden de Nueva York. Paret, dijeron, dirían, había provocado a Griffith en las sesiones de pesaje con un hiriente “maricón”.
“Paret murió de pie. Mientras recibía aquellos 18 puñetazos algo le sucedió a todos cuantos se hallaban al alcance psíquico del acontecimiento. Una parte de su muerte se cernió sobre nosotros. Se sintió flotar en el aire. Él estaba aún de pie contra las cuerdas, acorralado igual que antes, esbozó una media sonrisa de lástima, como si estuviera diciendo: ‘No sabía que fuera a morir tan pronto’, y entonces, con la cabeza inclinada hacia atrás pero aún erguida, la muerte vino a echarle el aliento. Comenzó a perder el sentido. Fue bajando con una lentitud nunca vista en otro boxeador, bajó como un gran barco que, en picado, se desliza segundo a segundo hacia su fosa. A medida que se hundía, el sonido de los golpes de Griffith hacía eco en la mente, como un hacha pesada que a lo lejos hiende un tronco mojado”.



Benny Kid Paret falleció 10 días después de aquella pelea. El revuelo de su muerte devolvió viejas películas, historias inacabadas, agrias, tristes, y encendió la polémica sobre prohibir o no prohibir el boxeo. Los detractores recordaron que Jack Dempsey, uno de los púgiles pesados más amados por los fanáticos a través de la historia, había sido el noveno hijo de once que tuvo su padre, en palabras de Joyce Carol Oates en su libro Del boxeo, “un desesperado mormón, cosechero y trabajador ambulante de ferrocarriles en Colorado”. Dempsey se fue antes de llegar a la adolescencia, trabajó en campamentos mineros y obtuvo sus primeros dólares en peleas callejeras. “Se dice —escribe Oates—, en temeroso elogio, que sus parejas de entrenamiento corrían el riesgo de ser gravemente lesionadas: a Dempsey no le gustaba compartir el ring con nadie”.
Dempsey era crudo, indolente, temerario. Golpeaba a sus rivales incluso cuando intentaban levantarse. Los masacraba, sin importarle demasiado si a él le pegaban. Así venció a Luis Ángel Firpo, el 14 de septiembre de 1923, luego de que Firpo lo hubiera enviado fuera del tinglado. Así vapuleó a Jess Williard, a comienzos de 1919, y obtuvo el título del mundo de los pesos completos. Quienes escribieron sobre él descubrieron que era la encarnación del “instinto asesino”. Dempsey era el hambre, la rabia, el odio, la voluntad de romper, siempre romper a sus rivales, masacrarlos. Después de su retiro, en 1927, su apoderado, un hombre de apellido Kearns, confesó que durante años y años había “cargado” los guantes de su patrón, untándoles polvo y otras sustancias para que con la humedad se volvieran cemento. Sus puños eran de cemento. Su mirada. Su ira. Su instinto asesino.
Matar, morir, vengarse de uno o de todos, del mundo que los maltrató, de la sociedad que les escupió. Jake La Motta, quien fue interpretado por Robert de Niro en Toro Salvaje, solía comentar que a él no le importaba morir sobre un ring. No tenía nada que perder. Peleaba sin que la vida estuviera en juego, en parte porque un día, de alguna confusa manera, uno de sus sparrings le recordó que tiempo atrás, a finales de los 30, en un atraco, él, La Motta, había matado a su agresor. La Motta le creyó, y anduvo por la vida arrastrando su culpa y su consecuente remordimiento durante más de 11 años. Si era “todo o nada”, si iba por el mundo seguro de que la vida no valía un céntimo, si confesaba que restarle toda la relevancia posible a que lo golpearan lo había hecho el hombre más agresivo del mundo, era por sus culpas.
“Estaba tan acostumbrado a recibir golpes de la vida que luego, en el ring, no sabía reaccionar en frío. Por eso necesitaba que el rival me ‘calentara’ primero para responder luego con rabia contenida”. La Motta esperaba en los primeros rounds, a veces, incluso, con la guardia baja. Necesitaba sentir el odio de la venganza. Cuando le aclararon que aquel muchacho de aquel viejo suceso del atraco no había muerto, Jake La Motta murió. “Su gusto por el boxeo se desvaneció —sentencia Oates—, y fue entonces cuando su trayectoria inició su abrupta pendiente de descenso”. En ese descenso, “cuesta abajo en su rodada”, como decía el tango de Gardel y Le Pera, La Motta se aferró a lo que le ofrecieran con tal de ganarse unos dólares. Incluso, perdió a propósito un combate, “pero con tan irónico desdén que la comisión de boxeo le retira la licencia”, escribe Oates.
Muchos años más tarde, en los tiempos en los que les relataba a De Niro y a Martin Scorsese su vida mientras recorría las calles del Bronx, admitía que sus únicas escuelas en la vida habían sido el reformatorio y el ring, las mismas escuelas de casi todos los boxeadores. Sonny Liston cayó en una penitenciaria nueve veces; Joe Frazier, otras tantas. Y Mike Tyson, y Larry Holmes, y Carlos Monzón. Matar o morir. Mataron y vivieron con la muerte acechándolos, y esa muerte los volvió fríos. “La primera vez que matas a alguien vomitas, te sientes como un perro… La segunda no sientes nada”, repetía sin pudor Don Jordan, campeón mundial de los wélter entre 1958 y 1960. “Según su propio testimonio —recuerda Joyce Carol Oates—, Jordan mató o ayudó a matar a más de treinta hombres en la República Dominicana, sin ser aprehendido. (De hecho, parece ser que lo hizo al servicio del gobierno)”.
A los 14 años, ya en California, Jordan fue recluido en un reformatorio por haber asesinado a un hombre por “razones personales”. “Quemé a un hombre como si fuera un animal… Lo clavé al suelo. Le até las manos y los brazos y lo envolví en papel y lo quemé como a un animal”. Luego aprendió a boxear, y encima de un ring vomitó su crueldad. Matar o morir. Matar y morir.
El instinto asesino
La muerte de Paret
En 1962, Benny ‘Kid’ Paret se enfrentó a Emile Griffith por el título mundial del wélter. Debido a los golpes que recibió, pereció 10 días más tarde. La leyenda dice que durante las sesiones de pesaje, había insultado a Griffith.
Guantes de cemento
Jack Dempsey, uno de los pesos pesados más idolatrados de la historia del boxeo, reinó durante los años 20, en tiempos en los que las reglas eran mucho menos estrictas que las de hoy. Luego de su retiro, su apoderado, confesó que “envenenaba” sus guantes para que se volvieran de cemento.
Invicto
Rocky Marciano ha sido el único campeón del mundo de los pesos pesados que se retiró invicto, después de 49 combates. Marciano jamás se daba por vencido y se decía que la sangre, una constante en sus peleas, era una de sus mayores motivaciones.
La mirada de hielo
“Es duro ser negro. ¿Has sido negro alguna vez? Yo fui negro una vez… cuando era pobre”. Joe Louis fue uno de los más importantes boxeadores de la historia. Su mirada, fría, sin vida, destrozaba anímicamente a sus rivales, a quienes vencía después a fuerza de golpes.



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