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martes, 11 de julio de 2017

Elvira Lindo / Ellas lo contaron mejor

La escritora canadiense Alice Munro en 2009 en el Trinity College, en Dublín. 
JULIEN BEHAL PA WIRE/PRESS ASSOCIATION IMAGES /CORDON PRESS




Ellas lo contaron mejor

Lo cursi ha decaído a favor de las madres que confiesan su falta de vocación

ELVIRA LINDO
3 FEB 2017 - 18:00 COT


Charlaba esta semana con un psicólogo sobre el pudor. Es un asunto que me interesa mucho, más en los últimos tiempos, no solo como escritora sino como persona pudorosa que soy. Y es que se puede ser sociable y pudoroso, de la misma forma que se puede ser actriz y pudorosa, o escritora y pudorosa. Al fin y al cabo, por muy desvergonzada que sea una novela, quien la escribe está inmerso en un mundo paralelo que borra los lazos de conexión con la realidad. De ahí que sea tan común que el novelista tenga problemas con personas que se ofenden porque se ven retratadas en sus historias. Qué difícil es explicar entonces que no se buscó desvelar secretos de otros, que simplemente se utilizó la experiencia como materia prima. Pero comprendo que sea difícil entender cómo funciona la mente durante el proceso creativo.
La cuestión es que la novela no ha muerto pero parece haber pasado a un segundo plano en esta época tan centrada en el yo. Las editoriales, conscientes del porvenir que se les abre con las historias confesionales, comprensiblemente, se han puesto a la tarea. En realidad, lo que se cuenta en estos libros ya lo había narrado la pura literatura, pero para muchos lectores no tiene el mismo tirón asistir a la maternidad cruel de una Madame Bovary, a la actitud negligente de las madres de Alice Munro o a la irresponsabilidad de las mujeres de los cuentos autobiográficos de Lucia Berlin, que leer esas historias contadas en primera persona. Es una moda, y esa moda puede tener la noble excusa de la ruptura de tabúes, pero tras esa razón legítima es innegable que hay una demanda creciente de episodios biográficos que rocen lo escabroso, lo sórdido, lo traumático. Es como si la peripecia vital narrada con honestidad y belleza no interesara si no contiene el episodio central de una violación, un maltrato, una adicción, una humillación, un crimen. Pero, además, el público quiere ver en carne viva a quien confiesa un episodio traumático y las presentaciones de esos libros se convierten en una suerte de confesión y de redención públicas.
Todas las vidas son únicas. Su interés para el prójimo ha dependido siempre de cómo estén contadas. Hay vidas muy domésticas, recogidas, felices, que nos transmiten el sabor cotidiano de una época. Qué delicioso es eso. Hay biografías convulsas y, desde luego, eso les añade un atractivo. Pero el asunto es que nos acostumbremos a sentirnos interesados solo por lo cruel o lo escandaloso, porque por el camino nos olvidamos de esas otras vidas menos torturadas. Con la pretensión de ayudar a las víctimas, de que se sientan acompañadas por el aliento social y sentirnos solidarios, también alimentamos un morbo colectivo.
Está ocurriendo con el ya recurrente tema de la maternidad. De pronto lo cursi en torno a esa circunstancia ha decaído a favor de esas madres que confiesan su falta de vocación. Recuerdo haber escrito algunos artículos alrededor de libros que abordan el asunto, como el célebre ensayo de las madres arrepentidas o ese gran testimonio de una madre distinta que es Tú no eres como otras madres, de Angelika Schrobsdorff. Hay quien ha visto en esta tema un filón y ahora brotan como setas librillos en los que las autoras piensan que es una necesidad social hacer pública su tremenda desilusión tras el parto. Escudándose en la supuesta reivindicación de una libertad acallada durante siglos, mujeres que hoy en una situación privilegiada deciden tenerlos se creen en el derecho de vulnerar la intimidad de esos inocentes y nos cuentan desde cómo han sido concebidos hasta cómo te joden la vida tan estupenda que llevabas. Esos hijos tendrán acceso en un futuro a toda esa exhibición de “dolor”. Por fortuna, creo que en el momento en que ellos puedan leer ese tipo de disparates sus madres ya se habrán rehabilitado de tanta estupidez y les amarán como aman la mayoría de las madres. Incluso es posible que cuando esas mujeres arrepentidas vean cómo sus hijos abandonan el nido sientan una punzada en su corazón, una mezcla de dolor y alivio difícil de explicar. Porque centrados obsesivamente como estamos en la época de los bebés, poco se cuenta cómo se depende de los hijos luego. No en la vejez o en la enfermedad, o no solo, sino cómo deseamos su afecto en cuanto comienzan a hacer su vida y pasamos a un segundo plano.
Y es que esta moda de priorizar el lado sombrío de la vida, tendencia que provoca grandes libros y también está dando a luz grandes bobadas oportunistas llenas de impudor, nos puede hacer creer que la excepción es la norma. Por eso creo que, de momento, nadie ha explicado mejor la maternidad que la literatura. Munro, Berlin, Fortún, Paley o Ginzburg, son ejemplos de madres poco convencionales, ni abnegadas ni perfectas, pero qué acertadamente supieron explicar en su obra que todo gran amor contiene algo inevitablemente enfermizo.

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