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lunes, 26 de septiembre de 2016

Grace Paley / El hombre agobiado


Grace Paley

EL HOMBRE AGOBIADO

Traducción de J. M. Álvarez Flórez y Angela Pérez

l hombre tiene el agobio del dinero. Hace falta todos los días. Cada vez más. Para las cosas corrientes y para vivir. Por eso, las vacaciones para él son una época difícil. Otra época difícil es el fin de semana, cuando no está ganando dinero ni progresando.

Entonces se queda en casa y observa la evolución de la vida de su hijo y la evolución de la vida de su esposa. Parece que no se den cuenta del dinero. No es que sean tontos, pero se dejan las luces del pasillo encendidas. Consumen electricidad. La mujer cocina y cocina sin parar. Tiene que preparar la carne. Tiene que preparar las patatas y llevar a la mesa zumo de naranja. No es que él se oponga a estar sano, pero qué falta hace calentar los panecillos en el horno, con lo caro que está el gas. Su hijo llama por teléfono. Luego llama por teléfono su mujer. Estas llamadas se registran automáticamente en el contador de la Compañía Telefónica, y la IBM las carga a su cuenta. Un día, por accidente, compraron tres periódicos. Otro día, el chico estaba jugando fuera en el jardín. Nunca tiene cuidado. Naturalmente, se cae y se rompe los pantalones. Este derroche se produce un sábado. El domingo llama una vecina a la puerta, furiosa porque los pantalones son de su hijo, se los prestó y se los han roto y cuestan cinco dólares y noventa y cinco centavos, unos pantalones estupendos, de pana, de raya fina.

Cuando el hombre oye esto, pierde el control. No sabe de dónde va a salir el dinero. La verdad es que gana muy buen sueldo y aparta cinco dólares a la semana para cuando su hijo vaya a la universidad. Lleva haciéndolo todas las semanas y ya tiene en el banco dos mil setecientos cincuenta dólares. Pero no sabe de dónde va a salir el dinero para todas las cosas de la vida. En la misma puerta, sin decir palabra, le da a la vecina seis dólares en efectivo y recibe dos centavos de vuelta. Contempla los dos centavos en la mano. Se siente arruinado y piensa que va a desmayarse. Para darse fuerza, le tira los dos centavos a la vecina, que grita, y luego echa a correr. Él la persigue a lo largo de dos manzanas. El marido de la vecina no puede acudir en su ayuda porque ese domingo está de guardia. Sus hijos están en el cine. Cuando la vecina llega al buzón de la esquina, se apoya en él, se vuelve temerosa y le tira los seis dólares. Él coge los flotantes billetes en el aire. Y se los devuelve lanzándolos con todas sus fuerzas. Flotan como hojas hasta el abrigo de ella y ella grita: «¡Basta! ¡Basta!»

Aparece enseguida la policía y los agentes se enfadan al ver a dos personas adultas tirándose dinero y gritando. Pero el barrio está lleno de árboles que dan sombra y de limpio césped. La policía les perdona y les observa mientras vuelven a casa ambos en la misma dirección (ya que son vecinos de puerta).

Ambos lamentan el arrebato de cólera.

Ella dice:

- No me hacen falta los pantalones, Billy tiene pantalones de sobra.

Él dice:

- A mí el dinero no me importa. ¿Seis dólares? Eso para mí no es nada.

Luego, toman café en casa de ella y se lo explican todo. Ambos cuentan una historia de cuando eran jóvenes. Tras esto, se hacen amigos y se visitan los domingos por la tarde, cuando sus familias están de guardia o en el cine.

Las noches de los viernes, el hombre sube los tres tramos de escaleras y sale de las profundidades de la estación del metro. Se detiene en una panadería que queda justo antes de donde le recoge el autobús que ha de llevarle a su remoto barrio.

Allí, compra una tarta de fresa que lleva a casa para su esposa y su hijo.

De cualquier modo, las cosas cambiaron. Llegó el verano, y la vecina llevó a sus tres hijos a una casita de verano en aguas de Long Island. Cuando volvió estaba tostada, de un color té claro, con un toque naranja, debido a la loción que había usado. A él le pareció que la primera vez, y las veces siguientes, le había saludado con bastante frialdad. Él le había contestado cordialmente.

- Estás muy guapa -le dijo.

- Gracias -dijo ella, sin decir nada del aspecto de él, pese a que el sol de las vacaciones también le había mejorado.

Una mañana de sábado, él esperó en la cama que la casa quedara silenciosa y vacía. Su esposa y el chico siempre iban al supermercado a las nueve. Cuando al fin se fueron con el carrito, las bolsas de la compra y el coche, empezó a pensar que él y la vecina habían hablado y hablado durante muchos domingos y ya iba siendo hora de considerar formas distintas de empezar las cosas.

Se preguntó si la cocina sería el mejor sitio para empezar, porque era estrecha. Ella era una persona decente, con tres hijos, y diría que no, seguramente, sólo por seguir siendo decente un poco más. Intentaría, sin duda, rechazar su primera tentativa. Sin embargo, no tendría escapatoria si la abordaba junto al lavavajillas.

Otra posibilidad: Si estuviera ya el café en la mesa, él podría estar a su lado cuando ella se dispusiera a servirlo. Entonces le quitaría la jarra del café y volvería a posarla en la mesita. Luego le cogería las manos y la miraría a los ojos. Ella se daría cuenta enseguida de su intención y empezaría a hacer planes mentalmente para asegurar una situación de intimidad para el domingo siguiente.

Otra posibilidad: En el salón, en el sofá, delante de la mesita de centro, le diría directa aunque tímidamente: «Estoy pasándolo muy mal. Quiero follar contigo.» Ése era el plan más firme, porque no exigía ningún otro preparativo. Podría abrazarla inmediatamente después de decir esas palabras. Le levantaría la falda y, si no llevaba faja, podría penetrarla de inmediato.

Al día siguiente era domingo. Él llamó, y ella dijo con su nuevo estilo indiferente:

- Sí, claro, ven.

En cuestión de diez minutos él estaba esperando el café junto a la mesita de la cocina. Había cortado las primeras cuatro zinias que habían florecido en el seto del jardín de su mujer y las estaba colocando en el búcaro cuando se dio cuenta de que el marido de su vecina se arrastraba furtivamente por la pared hacía él. Parecía desquiciado; probablemente, estaba borracho. El hombre dijo:

- Pero..., qué...

Sólo conocía al marido de vista, y le turbaba verle allí, casi de rodillas, en su propia casa. 

- ¡Italiano de mierda...! -dijo el marido-. No llevas aquí veinte minutos y ya has acabado, lamecoños barato.., meter y sacar... eso es lo que le gusta a ella, esa zorra frígida...

- No... No... -dijo el hombre. Respondía que «no» a la afirmación del marido de que era frígida—. No, no —dijo, aunque no estaba seguro—. No lo es.

- ¿Por qué pierdes el tiempo con esa foca con tetas...? -dijo el marido.

- ¡Eh! —dijo el hombre.

Nunca había pensado mucho en aquella parte específica de ella. Había pensado en concreto en cómo sería debajo de la falda y en los muslos. Comprendió que el marido estaba borracho, porque de lo contrario no hablaría de su esposa en aquellos términos.

El marido entonces esgrimió una pistola y le apuntó con ella con ademán beodo, tal como había visto el hombre en el cine muchas veces, pero nunca en la vida real. Sabía que era natural que el marido tuviera aquella pistola, porque era policía.

Y era bien conocido como policía. En una ocasión, había matado a un muchacho campesino que se había vuelto loco por el gentío de la ciudad. El chico se había pasado todo el día corriendo aterrorizado, dando vueltas y vueltas a Central Park. La gente creía que era un corredor, porque llevaba una camiseta puesta, pero al final había entrado en el parque y había matado con un cuchillo de cocina a un niño pequeño y herido a otros tres. «¡Hay demasiada gente!», gritaba mientras mataba.

El policía le había desarmado valerosamente, pero el pobre chico sacó otro gran cuchillo del bolsillo de la pernera del pantalón y el policía no tuvo más remedio que matarlo. Le dieron una medalla. Solía recordar a menudo aquella tarde y se preguntaba por qué habiendo sido valiente una vez no era capaz de serlo de nuevo.

Ahora miraba fijamente al hombre e intentaba recordar qué inhibición le había abandonado, qué miedo a su víctima le había dado energía. ¿Cómo había decidido matar a aquel muchacho loco?

De pronto, la mujer salió de la cocina. Vio que su marido estaba borracho y que tenía los ojos inyectados en sangre. Vio que blandía una pistola ante los ojos como para disipar la niebla. Recordó que era una persona que había matado.

- ¡No le toques! -gritó la mujer a su marido-. ¡Maníaco! ¡Matachicos! ¡No le toques! -gritó y apretó al hombre contra su cuerpo grande y blando. No era en absoluto lo que él había previsto. No había deseado jamás encontrarse con la barbilla enganchada en el escote en V de la bata de la vecina.

- Sal de entre sus faldas -dijo el marido.

- Si le matas a él, me matas a mí -dijo ella abrazando al hombre con tal fuerza, que él se preguntó hacia qué lado podría volver la nariz para respirar.

- ¡Bien, de acuerdo! ¿Por qué no, por qué no? -dijo el marido-. ¿Por qué no, zorra maldita, por qué no?

Entonces apretó el gatillo y disparó y disparó, contra el hombre, la mujer, la pared, el ventanal, la cafetera. Mirando hacia abajo, gritando «¡Puta! ¡puta!», disparó contra el suelo, hasta que se atravesó un zapato y se destrozó los dedos del pie para siempre.

La edición de medianoche del periódico matutino decía:

POLICÍA DE QUEENS DESTROZA ROMANCE
Sus colegas le aplauden en la cárcel
El sargento Armand Kielly puso hoy fin a la supuesta aventura de su esposa con un vecino, Alfred Ciaro, emprendiéndola a tiros con su cocina, con la señora Kielly, consigo mismo y con su carrera. Detenido por sus propios compañeros de la comisaría 115, que dicen que andaba muy nervioso últimamente, será sometido a juicio. Cuando este redactor la interrogó, la señora Kielly dijo: «No, no, no.»


El hombre agobiado pasó tres días en el hospital, donde le curaron la herida del hombro. El seguro de hospitalización lo pagó casi todo. Luego vendió la casa y se trasladó a otro barrio, con otra línea de autobús, aunque la estación de metro siguió siendo la misma.

Hasta que le sorprendió la vejez, apenas si volvió a ser desgraciado. En realidad, durante varios años, se sentía cada mañana a la vez refrescado y calentado por la sangre bombeada de las cámaras de su corazón a sus frías extremidades.




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