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martes, 9 de junio de 2015

Alberto Salcedo Ramos / Sobre la crónica

Alberto Salcedo Ramos

Alberto Salcedo Ramos

SOBRE LA CRÓNICA
Cuando dictamos mi amiga Liza y yo un taller de crónica el año pasado, por invitación de Icrea – experiencia preciosa–, consulté sobre sus métodos y técnicas a mis maestros del género (por suerte, algunos de ellos mis amigos), de forma de transmitir esas lecciones a los talleristas. Transcribo aquí el tesoro que me envió como respuesta el barranquillero querido Alberto Salcedo Ramos. No sólo se tomó el tiempo de contestar, sino que convirtió el cuestionario en una entrevista publicable. Se la regalo así, como la joya que es.
“Escribir es como encoñar”: Alberto Salcedo Ramos
SANDRA LAFUENTE PORTILLO: ¿Sueles hacerte preguntas antes de sentarte a escribir una crónica? ¿Cuáles?
ALBERTO SALCEDO RAMOS: “Desde luego que sí. Lo primero que me pregunto es esto: ‘¿la historia es verdaderamente interesante? De la sinceridad con que uno se responda esa pregunta depende en gran parte la suerte de la crónica que se va a escribir. Es importante que uno esté atizado con el tema, que uno sienta que se muere de las ganas de echar el cuento.
También suelo preguntarme cuál es la forma más apropiada de contar la historia. Qué pretendo con ella, adónde quiero llegar. Sé que frente al computador hay un terreno en el que felizmente predomina la improvisación, pero de todos modos me gusta saber adónde voy a llegar, es decir, qué es lo que voy a contar”.
S.L.P.: ¿Cuántas entradas/comienzos escribes en cada crónica?
A.S.R.: “Nunca las he sumado con una calculadora pero te garantizo que son muchas. A menudo tengo una idea clara de la entrada, pero cuando trato de materializarla en la computadora, no me convence: veo que tiene más palabras de las necesarias, o que parece muy pretenciosa, o que le falta contundencia. Hay un cuento maravilloso que le escuché una vez al escritor Eduardo Galeano. Un niño distinguió un bloque de mármol en el taller de un escultor. Tiempo después, el niño vio la figura de un animal en el mesón donde antes estaba el trozo de mármol. Y entonces, con la mayor inocencia del mundo, le preguntó al escultor cómo hizo para adivinar que dentro de ese bloque de mármol había un animal. El niño, pese a su gran ingenuidad, descubrió lo que ya sabía ese genio de la escultura llamado Miguel Ángel: que el caballo está siempre dentro de la piedra. El secreto del artista consiste en eliminar con el cincel todo lo que sobra, hasta llegar a la imagen del caballo. Creo que eso pasa también en la escritura: hay que aplicarse pacientemente, con el cincel y el martillo, a la tarea de eliminar la hojarasca hasta encontrar la joya que buscamos.
A veces, cuando dicto mis talleres de crónica y propongo un ejercicio de escritura, me sorprendo frente a estudiantes que en menos de quince minutos ya han escrito casi una cuartilla. Me digo: “caramba, si yo escribiera con esa rapidez tendría más plata que Silvio Berlusconi”. El caso es que son tan veloces y prolíficos porque no dudan, no se preguntan por la calidad de lo que están haciendo. Simplemente, escriben sin rodeos y sin ruborizarse todo lo que se les ocurre. Por eso siempre recuerdo – y siempre cito – esta frase de Sábato: “no conozco a un escritor por lo que escribe sino por lo que borra”.
S.L.P.: ¿Armas un esqueleto de estructura antes de escribir o la intuición te va guiando después del comienzo?
A.S.R.: “Yo leo mis apuntes, los releo, los subrayo, vuelvo a leerlos. Al releer mis apuntes, voy planeando la historia: sus principales hitos, sus posibles capítulos, su entrada y su remate. Todo tiempo que dediques a interactuar con tus apuntes es poco. Interactuar con tus apuntes te ayuda a creer en tu historia, te ayuda a encontrar las puntas del ovillo, te atiza el pulso. Bioy Casares recomendaba que uno mismo se cuente la historia tantas veces como sea posible. Este es uno de los mejores consejos que he recibido en mi vida. ¿Cómo diablos puede uno contarles a los demás la historia que no se ha contado a sí mismo? Entiendo que contarse uno mismo la historia es pensar en ella, planearla, enriquecerla”.
S.L.P.: ¿Cómo prefieres estructurar tus textos? ¿En escenas siempre? ¿En escenas y unidades temáticas? ¿Otros?
A.S.R.: “Eso depende. A mí me gustan muchísimo las escenas, pero entiendo que este es un recurso que no siempre le viene bien a la historia. Si la escena no añade color, si no es reveladora, si no contribuye a añadirle fuerza narrativa a la atmósfera, es mejor reducirla a una línea que contenga un dato, y punto. Miremos el ejemplo de una escena insulsa: una profesora llega al colegio y dice: ‘buenos días’ Sus alumnos le responden: ‘buenos días’. Y luego hay otras diez o veinte frases banales, en las que no sucede nada de valor informativo ni literario. En vez de desperdiciar una página en esa escena intrascendente, el narrador debería decir que la maestra saludó a sus alumnos y ellos le respondieron. Así, se transmite la misma información, y se hace de un modo más directo, más útil. Siempre cito esta frase de Alfred hitchcock: “el cine es la vida sin sus partes aburridas”. Yo, cuando leo mis apuntes, selecciono las escenas que voy a usar. Me gusta mezclar las escenas con la voz del narrador”.
S.L.P.: ¿Cuáles son las reglas de oro de tus textos? Los don’ts, las normas propias que jamás violas.
A.S.R.: “La regla de oro número uno es por cortesía de Woody Allen: ‘todos los estilos son buenos, menos el aburrido’. Tú puedes hablar de lo que quieras, desde el Teorema de Pitágoras hasta la caspa del mico que acompaña a Tarzán; puedes escribir sobre lo triste, sobre lo folclórico, sobre lo trágico, sobre el frío, sobre el calor, sobre la levadura del pan francés o sobre la máquina de afeitar de Einstein. El lector te permite lo que sea, incluso que le mientes la madre, incluso que seas soberbio, pero no que lo aburras. A mí me parece que un buen prosista es, en esencia, un seductor, una persona que te atrapa irremediablemente con lo que escribe. En este sentido, me permito usar una grosería: escribir es como encoñar. Regla de oro número dos: si la frase no me convence del todo, si veo que funciona a secas pero no es tan certera como quisiera, sigo insistiendo hasta que me quede como yo creo que debe quedar. Mark Twain dijo una vez que la diferencia entre la palabra adecuada y la casi correcta, es la misma que existe entre el rayo y la luciérnaga. Yo no sé si Dios quiera librarme del carcinoma – y de verdad, le rogaría que lo hiciera– pero por lo pronto le pido que me libre de la pereza y del aburguesamiento a la hora de escribir”.
S.L.P.: ¿Cuánto tiempo sueles dedicar a la escritura? ¿Con una rutina fija? ¿Varía según cada historia?
A.S.R.: “Varía de acuerdo con la historia. A mí me gusta escribir desde por la mañana hasta cuando aguanten el cuerpo y la cabeza. Por lo general, le doy duro desde temprano hasta por la noche. Después llega un momento en que uno está cansado y es mejor parar, hasta el día siguiente”.
S.L.P.: ¿Cómo te autoeditas?
A.S.R.: “Siempre comienzo mis jornadas corrigiendo lo que escribí durante la jornada anterior. Esta es una de las fases del trabajo que más disfruto. Cuando uno toma distancia del texto y vuelve a él en frío, le encuentra los defectos y además tiene la oportunidad de pulirlo tanto como sea posible. Mejorarlo es mucho más delicioso que parirlo. Te advierto que a veces paso dos horas editando lo que hice en la jornada anterior, sin escribir una sola línea del material de la nueva jornada”.
S.L.P.: ¿Cuándo te sientes listo para enviar el texto al editor? ¿Cómo suele ser la relación con tus editores?
A.S.R.: “Lo ideal es que después de poner el punto final, uno tenga tiempo de someter el texto a la prueba de la gaveta, es decir, guardarlo y luego mirarlo todo otra vez, en frío, para aplicarle por última vez la guadaña antes de mandárselo al editor. A veces se puede hacer eso. A veces, no. Mi relación con los editores siempre ha sido fluida. He tenido la fortuna de contar con muy buenos editores. Un buen editor es el mejor amigo del autor, porque lo ayuda a dar lo mejor de sí mismo”.
S.L.P.: ¿Cómo sabes cuándo parar y soltar el texto y dejárselo ya a los lectores (el tercer editor)?
A.S.R.: “No me gusta mostrar el texto cuando está sin corregir del todo. Cuando me matan las ganas de que la gente lo lea, es cuando considero que ya he hecho todo lo que humanamente debía hacer. En ese momento hay que publicarlo, para que se enfrente al mundo y se defienda solo”.

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