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miércoles, 14 de diciembre de 2022

Günter Grass / Vergüenza y deshonor


GUNTER GRASS 

Vergüenza y deshonor


El que lo recuerda choca con cosas triviales, las que normalmente quedan a la vista en las montañas de ruinas del pasado. El 1 de septiembre de 1939 yo tenía 11 años y buscaba fragmentos de metralla en Neufahrwasser, un suburbio vecino al puerto. Como no encontré ninguno, cambié algo, no recuerdo qué, contra uno de aquellos cortantes pedazos de metal, metralla de las bombas que los Stukas alemanes habían lanzado contra la Westerplatte, el enclave militar polaco de la ciudad libre de Danzig. Así empezó para mí la guerra. Llegó súbitamente. Nos cayó literalmente de un cielo sereno, se acabó pronto y luego se llamó la campaña de Polonia. De paso diré que fusilaron a un tío mío, defensor del edificio de Correos polaco; de esto, sin embargo, la familia no hablaba. De esta breve guerra tuve conocimiento de modo absolutamente unilateral por medio del noticiario cinematográfico alemán. Tras interminables columnas de prisioneros y cadáveres de caballos, en medio de posiciones de artillería destruidas, mostró ante mi incomprensión escenas de un desfile de la victoria que no se volvería a proyectar. Desfilaron, una tras otra, unidades de la Wehrmacht y del Ejército Rojo ante un general alemán y un general ruso: ambos saludaron.
Polonia había sido doblemente derrotada: un Estado débil, con directivos incapaces y un Ejército muy celoso de sus tradiciones pero lamentablemente equipado, se deshizo con los golpes de dos potencias militares modernas. La Wehrmacht atacó primero, por sorpresa, y el Ejército Rojo se encargó del resto. Después vino, como estaba planeado, la rutina del aniquilamiento de las elites polacas, y finalmente, la del pueblo polaco. Entre 1939 y 1945, la población bajó de aproximadamente 35 millones a 24 millones. Se estima en casi siete millones el número de polacos y judíos polacos que cayeron en el frente, que fueron asesinados o murieron de hambre. Y aun así, la tentativa de asesinar a todo un pueblo que parecía derrotado y vencido no pudo impedir que poco tiempo después de septiembre de 1939 empezara a organizarse la resistencia polaca. Y cuando hoy, 50 años más tarde, evocamos el sufrimiento de los polacos y la deshonra de Alemania, queda un poso inescapable, no aliviado por el tiempo transcurrido pese a lo duramente que fuimos castigados. Y aunque un día pagáramos nuestra deuda con nuevos esfuerzos, nos quedará siempre la vergüenza.
Vergüenza y dolor. Porque los delitos que nosotros, alemanes, trajimos al mundo engendraron más dolor, nuevas injusticias y la pérdida de su patria para los millones de alemanes de la Prusia oriental y occidental, de Pomerania y de Silesia, que tuvieron que abandonar sus hogares. Esta carga no podía ser compensada. La guerra perdida golpeó más tiempo que a los otros a las personas desplazadas. Esta desigual medida amargó a muchos de nuestros ancianos; algunos siguen estándolo.
También yo perdí en 1945 una parte irreemplazable de mi origen, mi ciudad natal de Danzig. Y tampoco me fue fácil aceptar esta pérdida. Me tenía que repetir constantemente los permanentes orígenes de esta pérdida: la arrogancia y el desprecio de los alemanes hacia los otros seres humanos, lo incondicional de la obediencia alemana en ese híbrido que, contra toda ley, declaraba el Todo o Nada como voluntad alemana y finalmente, cuando todo estaba enterrado bajo el dolor, no quería percibir la nada.
Y eso hasta hoy. De ahí provienen los discursos sobre la vergüenza y la deshonra. Porque añade a esta deshonra cuando hay políticos en Alemania Occidental que se atreven, ante un público adecuado, a evocar las fronteras del Reich de 1937. Así se espera apaciguar a los radicales de extrema derecha y se habla a la ligera de la frontera occidental de Polonia. Como si Polonia no estuviera ya bastante inquieta. Como si se quisieran aprovechar de su debilidad. Como si Polonia hubiera, una vez más, de ser humillada por los alemanes. Como si un ministro,federal y presidente de un partido renunciando a la vergüenza aceptara la deshonra.
Esos discursos dominicales, pronunciados oportunamente ante un público campesino, tienen sus antecedentes. En los años cincuenta y sesenta formaban parte del ritual de una política que -dejando de lado la responsabilidad- no quería percibir o aceptar las causas y consecuencías de la guerra que empezamos y perdimos. "Recuperación pacífica" y "derecho a la patria", decía aquella retórica vacía a fuerza de repetida. Aquellos millones de polacos que tuvieron que abandonar, tras la pérdida de sus provincias orientales, Wilna y Lemberg, y se establecieron en Danzig y Breslau, podían gastar en vano el aire de sus palabras para pedir su "derecho a la patria", por no citar la "recuperación pacífica" alemana, preparada en ejercicios a escala.
No sirvió para nada explicar, señalar las resoluciones de los vencedores en Yalta y en Postdam. Se leía en las pancartas "Silesia sigue siendo alemana". Como si esta provincia por la que se derramó tanta sangre en el curso de la historia entre Prusía y Austria no hubiera estado sometida con frecuencia a diferentes señores; corno si Danzig, que correspondió a Prusia en el tercer reparto de Polonia, no se hubiera enriquecido y recibido la influencia de la Hansa durante 300 años de dominio polaco. Todo esto sucedió antes de que Europa se organizara en Estados nacionales, con lo que se dio ocasión a nuevas guerras al extenderse el nacionalismo. Este bacilo sigue virulento en la Europa actual, en Francia y en Alemania, y también en Polonia; por esta razón los nacionalistas polacos, cuya poloneidad por un misterio de la providencia se malogra, hablan ahora, como antes, de que han reconquistado las antiguas provincias orientales alemanas, tierra originaria de Polonia. Esa estrechez de miras, que hace virtud del desprecio de los hechos históricos, sigue enraizada tanto en Polonia como en Alemania.
Sin embargo, y pese a una encarnizada resistencia, esta disputa irreal esperamos acabó en 1970: en Varsovia se reconocieron las fronteras occidentales de Polonia con la firma del tratado germano-polaco. Y porque el entonces canciller federal, Willy Brandt, tenía conciencia del significado histórico de este reconocimiento de hechos que tanto se había demorado, llevó, entre otros, en su séquito a dos escritores, Siegfried Lenz y a mí, cuando, por medio de un documento jurídicamente válido, se sellaba la pérdida de nuestra patria; teníamos que aprender a vivir con ello. Y lo que es más: muchos de nuestros libros trataban de esta pérdida y de sus causas. Por esto fuimos a Varsovia sin alegría, con plomo en las suelas. Pero la pérdida de la patria pesó poco cuando Willy Brandt se arrodilló en el lugar en que, bajo el dominio alemán, había estado el gueto judío, y se hizo evidente que nunca podríamos asumir y superar el asesinato, planeado y ejecutado, de seis millones de judíos, de este crimen y de los campos de exterminio de Gheino, Treblinka, Auschwitz, Birkenau, Sobibor, BeIzee y Majdanek.
A los pocos días de la firma del tratado polaco-alemán se declararon en huelga por primera vez los trabajadores portuarios de las ciudades polacas del Báltico. La milicia disparó sobre los obreros. En diciembre de 1970 están los orígenes del movimiento obrero que una década más tarde se llamó Solidaridad.
Desde entonces no ha vuelto la tranquilidad a Polonia. Las esperanzas fueron aniquiladas por el estado de guerra. Los Gobiernos vinieron y se fueron. No quedó más que la miseria, que acompaña hoy al hundimiento del antiguo sistema y a los desesperados esfuerzos del nuevo Gobierno, elegido semidemocráticamente.
Polonia necesita ayuda, nuestra ayuda, porque siempre seremos sus deudores. Ayuda, por supuesto, que no dicte condiciones, que no alimente la debilidad polaca con la fortaleza alemana, que no se gloríe con deshonrosos discuros, como el que pronunció hace poco el político bávaro Theo Waigel. El 1 de septiembre debe darle la ocasión de retirar aquellas frases que no fomentaban más que calamidades. El que cuestiona las fronteras occidentales de Polonia invita a la ruptura del tratado. El que habla así, el que sigue hablando así, actúa desvergonzadamente y nos deshonra.
Traducción: Javier Mateos.



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