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domingo, 28 de diciembre de 2014

Javier Cercas / La política del poder



La política del poder

JAVIER CERCAS 24 OCT 2004

En 1910, un adversario político de Lenin dijo de él que no se podía tratar con un hombre que "está con la revolución las veinticuatro horas del día, que no tiene en la cabeza más que ideas sobre la revolución y que ni siquiera cuando duerme sueña con otra cosa que con la revolución". Años después, Nikita Jruschov declaró ante un vitoreante público de miembros del Partido Comunista que "un bolchevique es una persona que se siente bolchevique incluso cuando duerme". Tomo las dos citas de un libro aterradoramente hilarante: Koba el temible, de Martin Amis. Amis sostiene que los bolcheviques eran fanáticos que aspiraban a que la política estuviese en todas partes y en todo momento, a que fuese un elemento omnímodo y omnipresente en la vida cotidiana de los ciudadanos; en suma: aspiraban a la politización del sueño. Lenin no satisfizo del todo esa aspiración; Jruschov tampoco. Quien sí lo hizo fue Koba el Temible, o sea, Stalin. Resultado: la conversión de los ciudadanos en súbditos, uno de los regímenes políticos más bárbaros de la historia y 20 millones de muertos.
Desde hace tiempo, uno tiene la impresión de que aquí también están tratando de politizar nuestro sueño. Nos despertamos y ponemos la radio: política; vamos a comer y abrimos el periódico: política; mientras cenamos miramos de reojo la televisión: política. Política avasalladora, omnipresente y omnímoda. La cantidad de horas que los medios de comunicación españoles dedican a la política es fabulosa. Los políticos, por supuesto, están contentísimos: ahí les tienen, todo el día en el candelero, exhibiéndose a tiempo completo como reinas de la belleza o estrellas mediáticas, cuando en realidad deberían comportarse como discretas asistentas, esas eficacísimas señoras que nos limpian la casa para que nosotros podamos dedicarnos a las cosas serias de la vida: a follar, a jugar con los niños, a leer, a ir al cine. Pero nuestros políticos no se conforman con hacer política incluso cuando duermen; quieren que la hagamos también nosotros: quieren politizar nuestro sueño. Quien no accede a ello, quien se niega a alinearse con unos o con otros, quien ingenuamente quiere mantener su independencia, es acusado sin falta de frívolo, de ambiguo, de irresponsable, de cobarde o de las cuatro cosas a la vez. El resultado es que nuestra clase política propende peligrosamente al fanatismo; de esta propensión se derivan sus dos defectos más aparatosos: la intolerancia y el sectarismo. Intolerancia: si alguien discrepa de mí, no lo hace porque piense que mis ideas son un error, sino porque es un cabrón, y su discrepancia, una forma velada de agredirme. Sectarismo: si el partido rival hace una cosa, hay que declarar que está mal hecha, aunque uno sepa que está bien hecha; si mi partido hace lo contrario, hay que declarar que está bien hecho, aunque uno sepa que está mal hecho.
Pero me estoy equivocando de palabra: la palabra no es política; es poder. Dice George Santayana que un fanático es quien redobla sus esfuerzos conforme olvida sus objetivos. Cada vez más propensos al fanatismo, muchos políticos españoles tienden a olvidar que su objetivo debería consistir en trabajar para que los ciudadanos podamos dedicarnos a follar, a jugar con los niños, a leer, a ir al cine; pero siguen redoblando sus esfuerzos. ¿Para qué? Para conseguir el poder. La palabra no es política: es poder. El político medio español parece aspirar a estar con el poder las veinticuatro horas del día, no tener en la cabeza más que ideas sobre el poder y no soñar con otra cosa más que con el poder. El 95% del tiempo abrumador que en teoría se dedica en la radio, la prensa y la televisión a hablar de política se dedica en realidad a hablar del poder. Poder y política no son lo mismo; no hay política sin poder, pero sí poder sin política: ese poder misérrimo, huérfano y desesperado que nuestros políticos conservan en un mundo cada vez más globalizado en el que cada vez tienen menos poder real. Pero ahí siguen, preocupados únicamente por él: por cómo alcanzarlo, por cómo recuperarlo, por cómo aumentarlo, olvidando por completo para qué sirve. Es lógico que se hable tanto de la política del simulacro, pero más lógico sería en nuestro caso hablar de un simulacro de política. Porque, en vez de ocuparse de salir en la tele y de politizar nuestro sueño, lo que de una puñetera vez deberían hacer los políticos es dejar de hablar del poder y empezar a hablar de verdad de política; y luego hacerla. A lo mejor entonces nosotros también nos sumaríamos a la discusión. Mientras tanto, por favor, no nos vengan con la monserga chantajista de que criticar a la clase política es una forma de desprestigiar la política y de socavar la democracia; quienes socavan la democracia y desprestigian la política son los políticos que confunden la política con el poder. Aquí y ahora, en esto como en todo, Nicanor Parra sigue teniendo razón: "La izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas". Sabemos cuál fue el resultado de la politización del sueño; ya veremos cuál será el de la política del poder.





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