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domingo, 21 de septiembre de 2014

Bioy Casares / El Borges de Bioy / Luis Chitarroni

Borges y Bioy Casares
Foto de Dany Yako


El “Borges” de Bioy, 
diario de una intimidad literaria


2006. Polémico. La publicación del diario, con la revelación cruda de las cosas que Borges y Bioy hablaban, suscitó adhesiones y fuertes rechazos.
Por Luis Chitarroni
Ñ, 03-10-2013


El diario tiene una debilidad mecánica por autoescribirse mayor que cualquier otro género. Es necesario que quien lo lleve mantenga una clave de acceso a su introspección, aparte de secreta, distinta a la del rutinario pronombre o sujeto de sus oraciones y plegarias personales. “Conócete a ti mismo”, escribió Bioy, “conviértete en un egoísta y un enfermo”. Sus modos de conocerse –y de ignorarse– concedían un valor a la modestia y a la arrogancia menos conspicuo, más tangencial que el de la mayoría de los casos; el culto a la amistad difícilmente sometiera a Bioy al sentimentalismo o a la nostalgia. Era la persona ideal para escribir un diario.

Cierto es que no hay muchas confrontaciones. Gombrowicz, otro diarista consecuente, excede, en términos de disimilitud de lo similar –como le gustaba a Sklovski– incluso la violencia tranquilizadora de la paradoja. Los desplantes del polaco, con el progreso de su séquito imitativo, poco pueden aportar como reflejo a la vida de un hombre con boina y hacienda, propietario del linaje adecuado, amigo y confesor del personaje más tortuoso y genial de la literatura argentina.

Los momentos de confrontación sincrónica abundan menos. Es una suerte: el contrapunto tiende a ser en muchos casos el garante de la univocidad infiel.

Borges le llevaba quince años a Bioy. Tenía, como suele decirse, “todo un pasado por delante”: el ultraísmo, Macedonio, Proa. Con ese pasado, Bioy tiene la cortesía de no tropezar a lo largo del diario. Había a la vez un poder y una levedad inherente en los padres de ambos, pero el diarista prefiere que su Bioy pére y Borges no se crucen con asiduidad. Borges, tan luego, que en sus poemas juveniles había exaltado la revolución rusa.

Durante la larga vigilia de una década que se compuso de dos mitades, el adversario mantuvo para ambos el principio de identidad frontal en la esfera del reloj, mientras el tic-tac de la escritura los acuciaba a perfeccionar la fantasía sin peso que reemplazara la alegoría inmovilizadora. El adversario era un hombre de sonrisa frecuente, cara de careta, pantalones de tiro alto y zapatos tobianos: Juan Domingo Perón. Para ellos era innombrable; en cambio, a la operación que le sustrajo el poder solían llamar, con cierta exclusividad y gusto de clase por las mayúsculas y lo misterioso, la Revolución. En el Diario hay celebraciones secretas, torcidas, asordinadas, como las que dedican al valor resistente de los aliados de Perón. El concurso inaugurado por Melanie Klein ofrece una respuesta provisional: por envidia de coraje, parece, por envidia de gesta.

Como en muchas relaciones literarias de amigos entrañables –Larkin/ Amis, Miller/ Durrell, y hasta los austeros Camus/ Char–, y en este caso por falta de distancia y epistolario, por carencia del debido atenuador de la proximidad confesional de la ceremonia “Borges come en casa”, la repartición del mundo como voluntad y representación está a la vista en cada una de las páginas del Diario.

En los últimos años, Bioy no gozaba de simpatía incluso entre las gradas próximas de Sur, y ya hablaban mal de él unos cuantos que simulaban reverenciarlo.

La publicación del diario, con la revelación cruda de las cosas que Borges y Bioy hablaban, redundó en un desprecio y un ninguneo de este libro crucial difícil de admitir.

Lo cierto es que hay una tensión y un método incomparables en lo que Bioy vuelca, un aticismo y una elegancia capaces de trazar el arco ideal entre el acontecimiento extinguido y su vivacidad fugaz cuando el testigo se toma el trabajo de registrarlo.

Es curioso pedir que las características de los sujetos estén ausentes de los diarios que llevan. No me había tocado hasta ahora leer que alguien le reprochara a Pepys la gallardía políglota en los entreactos y compases eróticos de su vida, ni a Léautaud la misantropía y la compasión por los animales, ni a Ned Rorem el deleite por el chisme malicioso y la calumnia.

La voluntad de queja de muchos lectores argentinos, a quienes tan negada les ha sido la lectura de diarios personales, no parece facilitar esta licencia. Buen momento para una reconsideración.






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