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lunes, 9 de junio de 2014

Triunfo Arciniegas / La gata / Un cuento inédito

Ilustración de Triunfo Arciniegas

Triunfo Arciniegas

LA GATA




D
esde niña odio a los gatos porque sus aullidos me recuerdan la agonía de mi madre. Vivíamos en una casa antigua, de paredes gruesas y largos corredores, en Pamplona, y nunca cerrábamos las puertas. Mi madre, que siempre creyó en fantasmas y hechicerías, estuvo enferma mucho tiempo. Vivíamos solas y aisladas, víctimas de un pecado que nunca precisamos. Tuve un hermano pero mi madre lo echó de casa cuando lo sorprendió haciéndome cosas.
            Sé que lo extrañaba dormida porque más de una vez desperté desnuda y toda mojada. Como relámpagos, de la nada o la niebla, las imágenes de los sueños acudían a mi cabeza en el transcurso del día, sumergiéndome en el mapa del delirio. Mi madre me envió a confesarme con el padre Antonio María y me obligó a bañarme con agua de rosas blancas. En el fondo de un baúl encontré el cuaderno de las cartas que mi hermano nunca se atrevió a enviarme, unas páginas tan perturbadoras que las quemé de inmediato. Dejé de soñarlo, dejó de abusar de mí, pero muy escondido, muy adentro, quedó un vacío que nunca se llenó, una herida donde todavía picotean los pájaros.
            Se quejó de uno y otro mal doña Lucía, hasta que al fin descansó. No hubo manera de avisarle a mi hermano: se lo tragó la tierra. Como a mi madre. Seguí oyéndola, despierta y dormida, hasta que vendí la casa para descansar de su fantasma y viajé a Sacramento. Una noche volví a oírla, me levanté, más fascinada que asustada, y vi los gatos copulando en el patio. Los espanté con agua pero volvieron a la noche siguiente. Hice instalar rejas para impedirles el paso.
            Vivo sola, en Valparaíso, en otra casa inmensa. Tuve inquilinos pero dejé que se fueran uno tras otro. Alguna vez cuidé una pareja de canarios. Una noche un animal entró a la casa y los devoró. Encontré sólo las plumas. Casi me vuelvo loca. Desde entonces acepté la soledad sin paliativos. Desbaraté el jardín en una sola tarde.
Tengo un marido que viaja mucho. Nunca procreamos, no sirvo para eso.  Viene y duerme conmigo de cuando en cuando, pero nada más. Al principio lo hacíamos pero reconocimos que el asunto no nos satisfacía y lo dejamos. Siempre fue un ejercicio doloroso. Nunca lo intenté con otro hombre. Tal vez hubiese tenido suerte con otras dimensiones. Mi marido dice que soy muy estrecha. Dejamos de hacerlo y desde entonces nos sentimos mejor. Ya no tenemos ese asunto las pocas noches que compartimos. Viene al atardecer, le lavo los pies con agua tibia y nos sentamos en el solar mientras la noche nos envuelve. Contemplamos a Sacramento hasta que encienden todas las luces.
            Creo que Juan, mi marido, tiene otra familia, quiero decir, hijos y mujer, otra casa. Chismes han llegado muchos pero nunca les he puesto atención. A mi marido ni siquiera se lo pregunto. Lo que no le doy no se lo quito.
            Somos como hermanos. Vamos a envejecer juntos. Siempre es mejor que alguien se vuelva viejo con una: menos doloroso, supongo. Nos vamos llenando de nostalgias, que compartimos con el café y el tabaco. Contemplamos el atardecer en el solar, que una vez fue jardín, mientras hablamos. Dejamos de vernos la geografía del rostro a medida que oscurece. Soltamos una frase para saber que el otro sigue ahí, entre el concierto de los grillos y los sapos. Con las palabras sostenemos un mundo que desaparece. Somos el último rastro. Luego vamos a la cama y dormimos. Cuando despierto, ya se ha ido.
            El otro día, no sé a propósito de qué, en ese remolino sin fin de las conversaciones de la gente que se frecuenta durante años, le pregunté a Juan por qué habíamos dejado de hacer el amor y me dijo que por miedo. Añadió algo que me pareció muy raro. Una frase en la que no me reconozco.
            -Tú aullabas como una gata –me dijo.


Pamplona, 1996



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