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martes, 11 de febrero de 2014

Woody Allen / Pura anarquía



Woody Allen
PURA ANARQUÍA
Por Rafael Narbona



Neoyorkino apasionado, neurótico por convicción, judío asimilado, amante del cine introspectivo y metafísico de Ingmar Bergman, Woody Allen no se ha conformado con dirigir, escribir e interpretar piezas de jazz con el clarinete. Su verdadera vocación, apenas disimulada por el éxito, ha sido el fracaso. Fracaso en los estudios, fracaso con el otro sexo, profecías incumplidas   sobre un porvenir mediocre, reiteradas por unos maestros que le consideraban un desastre sin remedio, experiencias traumáticas en el seno de una familia acomodada (una niñera amenazó con asfixiarlo), tímido, bajito, inconstante, miope, pero ocurrente, brillante, perspicaz para el talento ajeno y con una concepción del cine que le ha permitido fundir la alta comedia americana con el cine de autor, el ingenio con la profundidad moral y psicológica.


Sus relatos (Como acabar de una vez por todas con la cultura, Sin plumas y Perfiles, que en España aparecieron reunidos en Cuentos sin plumas) redundan en el tema del fracaso, escogiendo como protagonistas a hombres y mujeres maltratados por la suerte, atrapados muchas veces en tramas absurdas, que adquieren un carácter más inverosímil al intervenir lo irracional o fantástico. La sombra del Kafka o Dostoievski se advierte en muchas páginas, pero también de Bradbury o Cortázar. Los desenlaces no renuncian a la perplejidad. Las historias finalizan y parecen tan inacabadas como una vida que camina a ciegas, sin propósito ni finalidad. 


Woody Allen se pregunta sobre el sentido de la existencia, sin ofrecer ninguna solución, sin moralizar, mostrando el desorden que gobierna el mundo. No hay recompensa para la virtud ni castigo para la infamia. Personajes apaleados por la fortuna, que recuerdan a los antihéroes de la picaresca española. Sin el dramatismo ni la respetabilidad de Bartleby, el hermético oficinista de Melville, casi todos preferirían no hacerlo, no estar allí, pero las circunstancias les han obligado a soportar una peripecia en la que no ha intervenido su voluntad.


En Pura anarquía, la prosa de Woody Allen es tan fluida como sus películas menores, donde el humor y el argumento pesan más que el estudio psicológico y la comprensión ética. Hay aspectos levemente autobiográficos, como ese actor secundario, secuestrado por error, al que nadie le concede un papel con diálogo. La ironía prevalece en todos los cuentos, reflejando las distorsiones de la sociedad americana, su necesidad de preservar la fe en lo sobrenatural, que en tiempos de crisis teológica se manifiesta como sectarismo y teosofía. Los inventos absurdos, las nuevas dependencias creadas por los avances tecnológicos, los gabinetes psicológicos atestados de pacientes inseguros sobre cuál será la terapia más eficaz: psicoanálisis, conductismo, cognitivismo conductual. Y presidiendo el caos: la promiscuidad de Internet, que ofrece a la luz pública lo más íntimo, como las radiografías de una colonoscopia de un escritor irrelevante, con una novela susceptible de ser adaptada al cine, lo cual no puede ser más frustrante para un autor con la ambición de emular a Faulkner o Capote. Pero sin el Nobel ni la fama. 


En “Querida niñera”, Woody Allen roza la tragedia de las criadas de Genet, pero la violencia no trasciende el umbral de las palabras. La niñera se limita a escribir un diario, que no escatima improperios para la familia. La burguesía neoyorkina es un criadero de neurosis, avaricia e hipocresía. Al lado de esas deficiencias, crecen plantas afines, como la creatividad, la sofisticación y el buen gusto. En Así comió Zaratustra, se especula sobre los banquetes ofrecidos por Richard Wagner a Nietzsche, admirador de primera hora y feroz antagonista a partir de Parsifal. ¿Hay alguna relación entre la dieta y la filosofía? ¿La desgracia de estudiar en un colegio público puede justificar la negación de Dios? Woody Allen es un inspirado narrador, capaz de realizar incursiones filosóficas en un tono menor, lejos de la grandeza de Bergman, pero con la agilidad de la alta comedia norteamericana, que sólo necesita dos o tres frases para crear un personaje. 


Sus relatos son chispazos sobre una realidad particular, pero de resonancia universal. Al igual que en sus películas, se retrata a la burguesía ilustrada de Nueva York, una ciudad que acoge a todas las culturas, sin perder su personalidad propia. No hay denuncia social ni reflexiones políticas. Sólo literatura, que resbala por una época neurótica, escéptica e ingenua. Algo así como Balzac, adaptado al mundo contemporáneo, con grandes dosis de Freud y una pizca de filosofía. Woody Allen pertenece al pueblo de Libro y no hay mejor compendio de historias para estimular la imaginación. Si, además, has crecido con el estigma del fracaso, nada más propicio para la aparición del genio. Cineasta, escritor, músico, Woody Allen  encarna las peculiaridades de una época enamorada de sus enfermedades. No es un hombre, por utilizar la expresión de Nietzsche, sino un destino.




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