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sábado, 5 de octubre de 2013

Club de catadores / Cinco títulos de James Salter / Reseñas

James Salter
CINCO TÍTULOS DE JAMES SALTER
RESEÑAS
BIOGRAFÍA

Juego y distracción, James Salter

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Salter
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Norteamericanos en Francia. El narrador de la novela llega a Autun y se demora en descripciones del paisaje que ve a través de la ventanilla del tren, la delicia de la campiña francesa y de los pequeños pueblos, villas y ciudades donde, para él, se encuentra “la verdadera Francia”, lejos de la influencia demasiado poderosa de París. El comienzo de la novela padece de un ritmo demasiado ajustado a la contemplación y rememoración: las frases cortas le imprimen a la narración una cadencia algo mecánica, un ruido de fondo parecido al de un vehículo que tiene alguna pieza mal ajustada, aunque en realidad ocurre todo lo contrario, las cosas están perfectamente ajustadas para producir ese sonido rítmico. El problema es que el primer tercio de la novela está apoyado en un catálogo de evocaciones y la esperanza del narrador parece ser la de conseguir cierto efecto sustancial a fuerza de ser veraz en los detalles.
Salvado el comienzo, los personajes salen a escena. Primero aparecen los secundarios: el matrimonio de Billy y Cristina Wheatland, amigos del narrador, sus guías en (algo así como) la alta sociedad parisina y sus compañeros de salones, bailes, restoranes y cafés. El narrador se siente obviamente atraído por Cristina, quien juega sutilmente con los límites elásticos de una amistad decorosa (“Eres el único amigo de Billy que me gusta”). Este primer triángulo fantasmal (inconsumado), anuncia el segundo, que es el verdadero nudo de la novela. Los Wheatland introducen a Phillip Dean, un joven norteamericano, hermoso, inteligente, rebelde, hijo de un padre adinerado. Dean llega a Francia a pasar un par de meses. Acaba de renunciar a Yale, lo aburría, él es un prodigio en potencia, una especie de genio que languidece atrozmente cuando está rodeado de vulgaridad. El narrador habla de Autun y Dean se interesa por la pequeña ciudad; tiempo después va a visitarlo y se convierte en su compañero: de apartamento, de pequeños viajes, de bebida. El narrador admira a Dean, se empequeñece ante él. Queda claro que los recursos económicos de Dean dependen de la generosidad de su padre, que mengua a medida que la aventura europea de su hijo se extiende: Dean comienza a vivir del garroneo sin perder su perfecta aura inmaculada. Consigue prestado un bello auto y luego consigue a la bella y jovencísima Anne-Marie. Y ya estamos en el centro del asunto, pues de hecho la novela es una construcción de un voyeur et imaginateurque vive con un dolor casi físico surgido de su enorme ansia la historia romántica y sexual (sobre todo, sexual) de Dean y Anne-Marie.
Ante la ausencia de una trama novelable, el libro se sujeta a una serie de relatos progresivos que van dejando entrever ciertos aspectos de la relación amorosa, a la vez que ocultan otros. Una de las progresiones son las sexuales: la forma en que Dean gana la confianza de Anne-Marie, la somete primero hasta conseguir después su sumisión complacida, su exigencia del sometimiento. Otra línea, la económica. Cuando el dinero comienza a escasear, Dean se enfrenta a la prosaica verdad de que no podrá seguir gozando de los placeres de una eterna vacación apasionada, consigue prórrogas (vende su boleto de regreso, pide dinero a su hermana) pero sólo son dilaciones. El título de la novela proviene del Corán: “¡Sabed que la vida de acá es juego y distracción…!”, y en cierto modo la existencia francesa de Dean no es más que eso: una diversión placentera, una demora antes de acceder a otro mundo, uno en el que un hombre no puede vivir paseándose de balneario en balneario de la cintura de una niña. Dean no puede llevarse a Anne-Marie a su siguiente vida, su vida real. Es hija de gente vulgar, es inculta, ingenua, un poco tonta, es un motivo de vergüenza para él ante los demás, del mismo modo que es una fuente inagotable de goce. Así, la novela avanza hacia lo obvio, en lentos movimientos giratorios, tan irremediable como una hoja que se desprende de la rama.
En tanto, el narrador observa con pasividad exasperante, parece faltarle todo lo que le sobra a los demás personajes masculinos, Billy Wheatland, el propio Dean, junto a ellos él es una sombra solitaria, un manojo de deseos sin posibilidad de concreción. No actúa, se limita a responder cuando los demás le piden respuesta. Con los datos que conoce a ciencia cierta y con los que se inventa en su febril sueño de usurpación, arma la leve historia de los amantes, de inocencia perdida y placer ganado, de ilusiones y decepción. La mano de Salter es lo suficientemente buena como para poder deslizar, entre la trivialidad, un puñado de toques delicados que otorgan más profundidad a una historia que en su mayor parte adolece de superficialidad, y a la que si le quitáramos una parte de sus descripciones arquitectónicas, paisajísticas y meteorológicas, se convertiría en un buen cuento largo.
Ahora, a los veinticuatro años, ha llegado el momento de elegir. Sé muy bien cómo es todo eso. Y luego leo sus cartas. Su padre escribe con la letra más bella y cultivada, la mano innata de un amanuense. Consejos para afrontar la vida, para pensar un poco más seriamente sobre esto o aquello. Me inspiraba risa. Palabras que no significaban nada para él. Ha emprendido un viaje deslumbrante que se parece más a una enfermedad, que cada vez se vuelve más lejano, más legendario. Llenarán su vida esos impulsos audaces que le llevan a un paradero desconocido, y un buen día reaparece en Dublín, en Veracruz… No estoy diciendo la verdad sobre Dean, me la estoy inventando. Le estoy creando a partir de mis propias deficiencias, recuérdalo siempre.
Calificación: buena.
Título original: A Sport and a Pastime (1967).
Traducción: Jaime Zulaika Goicoechea.
Muchnik Editores, Barcelona, 2002.


Quemar los días, James Salter

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James Salter publicó Quemar los días, su libro de memorias, en 1997, a sus 72 años de edad. En orden cronológico, Salter nos pasea a lo largo de los momentos más determinantes de su vida, que bien podría ser la vida arquetípica de cierta clase de hombre occidental del siglo XX, y es que algo en Salter parece funcionar como síntesis de una forma de existir, una ambición vital que cambia de forma y de maneras a través de las décadas: la violencia, la hombría, el honor, las grandes acciones, el deseo, el amor, el arte, lo perdurable. La entrada en la vida adulta de Salter está fuertemente marcada por su experiencia en la academia militar más encumbrada de los EEUU, West Point. El rigor marcial de esos años forja su carácter, lo templa y lo prepara para sus siguientes elecciones: la Fuerza Aérea. Salter es uno de los pilotos que vivió la transición tecnológica de la aviación de combate: la llegada de los aviones a propulsión acontecida durante la carrera espacial entre estadounidenses y soviéticos. En plena Guerra Fría, Salter presta servicio en Corea a bordo de los flamantes F86, que debían vérselas con los temibles MIG soviéticos. Hay un dato importante, el verdadero apellido de Salter no es ese, sino Horowitz. Salter es el seudónimo que elige a los 32 años, cuando abandona su prometedora (pero para él insuficiente) carrera militar para dedicarse por completo a la literatura. Esta decisión da frutos rápidamente en la forma de una novela basada en su experiencia en el aire: Pilotos de caza, que luego se convertiría en una película (espantosa, según él mismo). El cambio de nombre dice mucho de cualquier persona, dice, para empezar, que allí existe la voluntad de apropiarse de su identidad, de moldearla desde cero si hace falta. Salter disfruta escribiendo los nombres de sus compañeros de vuelo, muchos de ellos, verdaderos ases: Thyng, Asla, Baker, Blesse, Latshaw, Jolley, y quizá el mejor de todos: Kasler.
Como piloto, esperabas que hablaran de ti y te admiraran tus iguales, los que de verdad entendían. No era imposible: el mundo de los escuadrones es pequeño. Los años se rendirían ante tí; serías recordado, tu nombre como el de un purasangre, un caballo que corrió y ganó.
Ese deseo de ser recordado jamás se apaga en Salter y es lo que impulsa prácticamente toda su vida. Para él, el derecho a ser recordado se gana en competencia, en combate, mediante la honorable práctica de la tenacidad, el talento y la determinación, ya sea en la guerra, en el amor o el arte. Como piloto, Salter no logra convertirse en un as. Cuando elige el que será su nombre de escritor, elige uno que suena al nombre de un as (vean la similitud en la sonoridad Salter-Kasler). Aunque no puede hablarse de fracxaso, el saldo al final de su tiempo de servicio en Corea, marca su decepción:
…tenía en mi haber uno destruido y otro dañado, y éste, en presencia de legos, lo elevaba a la categoría de baja probable, pero no más que eso; agrandarlo habría sido mancillar aquello por lo que luchamos.
Más tarde, en 1969, Salter sufre terriblemente mientras observa por televisión los preparativos de la tripulación del Apolo XI, entre la que se encuentra Buzz Aldrin, quien también fue piloto en Corea. Aldrin está a punto de ser uno de los primeros hombres en la Luna. Ese es un acto de la magnitud que Salter anhela para sí, y al ver a Aldrin en su traje, se siente devastado por las posibilidades que ha dejado escapar, por la futilidad de su vida, por lo lejos que se encuentra de la gloria, una gloria procedente de un gran acto magnífico. En la cumbre de su solipsismo, Salter no puede dejar de ver el cohete que sube en el cielo como una amenaza a su propia existencia.
Una corona de humo blanco escapa del cohete. Soy incapaz de hablar, de pronunciar una sola palabra. Estoy en el St. Regis, con todo lo que uno puede desear a mano. Me siento vacío, como si lo hubiera perdido todo.
El gran éxito de Salter no llega nunca. Siempre alguien se le adelanta. Truman Capote (“Era listo y tenía una lengua viperina”) sacude Nueva York con A sangre fríamientras él, Salter, colecciona cartas de rechazo para la que él considera su gran novela, Juego y distracción. Cuando por fin consigue publicarla, sus ventas son más bien modestas. Mientras, Salter, como tantos escritores, vive de su trabajo como guionista: trabaja con Robert Redford (“se advertía en él cierto desprecio por el estrellato, incluso mucho después de haberlo alcanzado”), dirige a Charlotte Rampling en Three (“llegaba tarde con frecuencia, nunca se disculpaba, tenía mal genio y era mezquina”); escribe obras de teatro que son arrasadas por sus propias fallas tanto como por las pésimas elecciones del elenco. Sigue escribiendo. Vive en París, en Roma, va allí donde el productor de la siguiente película lo lleve. Su ansia de reconocimiento soporta todos los reveses, cada revés parece venir a confirmar que el reconocimiento llegará al final. Termina otra novela: Años luz. Jamás deja de necesitar la aprobación externa.
Recuerdo su último comentario (el de Joe Fox, editor de la novela) cuando se acabó la labor de corrección. “Un libro absolutamente maravilloso en todos los sentidos -dijo, y añadió-: Probablemente”. Creyéndomelo, me llené de júbilo. Quería elogios, por supuesto, elogios generalizados, y parecía que de algún modo Fox podía procurármelos: había sido editor de muchos escritores admirados, Paul Bowles, Capote, Ralph Ellison, Roth. Yo quería la gloria. En el Met había visto a Nureyev y Fonteyn en su actuación de despedida, una de muchas, de El lago de los cisnes: magnífica, inspirada, todo el público de pie y aplaudiendo clamorosamente durante tres cuartos de hora después de caer el telón mientras aparecían las deidades juntas, luego una y después la otra, luego otra vez las dos, y así sucesivamente, reverencia tras reverencia con agotada satisfacción mientras les llevaban al escenario grandes ramos de rosas.
La idea de Salter que puede surgir de estos fragmentos puede ser algo irritante, pero tratándose de un libro de memorias sólo cabe agradecer la honestidad que hace falta para exponerse así, para mostrar sin demasiadas vueltas esos tonos mediocres y mezquinos que forman parte de lo que él es, como escritor y como hombre. Y convendría no olvidar que suele haber una distancia considerable entre lo que uno busca y lo que acaba encontrando. En el caso de Salter, la gloria tan ansiada dejó su lugar a un reconocimiento, quizá tardío, pero justo y merecido, para con una obra breve, intensa, sutil, y, como suele suceder, probablemente superior al hombre que la compuso.
Escribir sobre alguien a fondo es destruirlo, consumirlo. Supongo que eso también es aplicable a la experiencia: al describir un mundo, lo extingues, y en un libro de memorias gran parte queda reducida a escombros. Las cosas se capturan y al mismo tiempo se despojan de vida, para nunca volver a estremecerse o emitir luz.
Calificación: bueno.
Título original: Burning the Days (1997)
Traducción: Isabel Ferrer Marrades.
Ediciones Salamandra, Barcelona, 2010.



La última noche, James Salter

Durante el regreso, una mariposa nocturna se había posado en el parabrisas. Iban a sesenta por hora, y las alas tremolaban en lo que debía parecerle un viento titánico mientras se resistía a ser arrastrada hacia la noche. La mariposa se aferraba tozudamente al cristal, como ceniza gris, pero espesa y temblorosa.
-¿Qué haces? –preguntó ella.
Kecke se había detenido en el arcén. Estiró el brazo y empujó un poco a la mariposa, que echó a volar bruscamente hacia la oscuridad.
-¿Acaso eres budista o algo así?
-No –dijo él-. No quería si sabía ir adonde vamos, eso es todo.

(de “Los ojos de las estrellas”).
Existe un tipo de lector que evalúa los libros de acuerdo a su “memorabilidad”. Esa es una de las tantas maneras personales de establecer distinciones jerárquicas en el arte. De acuerdo a este criterio, un libro es tan bueno como perdurable es la impresión que produce en la memoria del lector. El terreno es, cuando menos, escabroso. ¿Cómo podemos definir “una impresión perdurable”? Desde el punto de vista de la memoria mecánica, ser capaz de recordar nombres de personajes, escenas, diálogos y situaciones puntuales de la historia muchos años después de haber leído el texto parece ser un buen indicio de que uno fue marcado como una res con un hierro al rojo. Sin embargo, muchas veces lo que pasa es que el tiempo va sacudiendo el árbol de la memoria y esos nombres, diálogos y citas son lo único que queda prendido de las ramas, las hojas más resistentes (aunque siguen estando secas). Quiero decir que es mucho más sencillo recordar el nombre del personaje de una novela que ser capaz de reconstruir mentalmente su complejidad o su significación, más allá de los avatares de la trama. Tiendo a pensar que mientras más sutil es la obra, cuantos más matices y complejidades posee, más difícil es aprehenderla y recordarla de forma concreta. La experiencia de la lectura se convierte en algo inefable y evocarla siempre lleva a un error, porque no hay un objeto de evocación definido. Es fácil confundir esto con el olvido. Lo que yo creo no es que olvidemos este tipo de obras, sino que de alguna delicada manera las incorporamos a nosotros y luego borramos el recuerdo de esa asimilación. No quiero ir tan lejos como para decir que la literatura modifique la vida de las personas, pero quizá algunos libros produzcan una sedimentación imperceptible en nosotros, alterando levemente la forma en la que vemos el mundo. Evocar la naturaleza de esa alteración es imposible, pues la memoria que actúa en este caso no es mecánica, sino significativa, imposible de rastrear.
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Ese es el sentido en que los cuentos que forman parte de “La última noche” de James Salter, son memorables. Unos meses luego de su lectura, uno no podrá recordar los nombres de los personajes y las situaciones de las historias se le confundirán. En su lugar, permanecerán las sensaciones, se trata de algo muy parecido al recuerdo de un perfume, con esa misma falta de certeza. Esto no me parece mal; de hecho, creo que se trata de uno de los principales atractivos del libro. Acá hay un par de joyas: “Cometa” y “Bangkok”. En el primero, Adele y Phil son una pareja de cincuentones. Luego de anteriores matrimonios fracasados, han vuelto a casarse. El cuento nos sitúa en una cena en casa de una pareja de amigos. La charla nos revela los entresijos de la relación de Adele y Phil, sus facturas impagas. Antes, el narrador fue y vino del pasado y en cada viaje nos trajo un momento representativo de la vida de ambos. Los diálogos son buenos, pero mejores son las partes en la que Phil se dedica a la introspección, al análisis de la charla de sobremesa. El resultado es inmenso, en su insignificancia. En “Bangkok”, Hollis está atendiendo su negocio cuando recibe la inesperada visita de Carol, una antigua amante, que aparece con una propuesta inusual. El ritmo del diálogo y la dosificación de la información es excelente, y el personaje de Carol, lo mejor del cuento.
El hilo conductor del libro es, como es fácil imaginar, las relaciones de amorosas, eróticas, sexuales, institucionales. Lo que impide a los cuentos caer en el melodrama es el desapego de los narradores, una frialdad distante que suena a sentencia: “así son las cosas”, pero que también tiene tiempo de dejar escapar chispazos de calidez. El conjunto tiene la suficiente ambigüedad para ser encantador y desencantador al mismo tiempo. Una belleza inusual.
-Abandonó a su mujer y a sus hijos-repitió Adele.
-Ya lo sabías- dijo Phil.
-Los dejó plantados. Llevaban casados quince años, desde que él tenía diecinueve.
-No llevábamos quince años casados.
-Tenía tres hijos -precisó Adele-, uno de ellos retrasado.
Algo ocurría: Phil se estaba quedando sin habla, una sensación parecida a la náusea en el pecho. Como si estuviera renunciando a fragmentos de un pasado íntimo.
-No era retrasado -acertó a decir-. Sólo… tenía dificultades para aprender a leer, eso es todo.
En ese instante le vino a la cabeza una dolorosa imagen de sí mismo y de su hijo. Una tarde habían remado hasta el centro del estanque de un amigo y se habían zambullido, los dos solos. Era verano. Su hijo tenía seis o siete años. Había una capa de agua cálida sobre otra, más profunda, de agua fría, del verde descolorido de ranas y algas. Nadaron hasta el otro extremo y luego volvieron. La cabeza rubia y la cara nerviosa de su hijo asomando a la superficie como los perros. Año de alegría.

(de “Cometa”)
Calificación: muy buena.
Título original: Last night (2005)
Traducción: Luis Murillo Fort.
Ediciones Salamandra, Barcelona, 2007.
ISBN: 978-84-9838-070-5

En solitario, James Salter

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Gary Hemming fue un montañista californiano que se hizo famoso en la década de los 60’ por tres hechos particulares: junto a su compañero Royal Robbins, efectuó en 1962 una ascensión por la cara oeste del Dru (un pico vertical de casi cuatro mil metros de altura perteneciente al macizo del Mont Blanc) que a partir de ese momento se conoció como “la vía americana directa”. En 1963, Hemming formó parte del cuarteto que consiguió llegar por primera vez a la cima del Aiguille du Fou, otro pico del mismo macizo, algo más bajo, pero al que por sus características se consideraba imposible de escalar. Más tarde, en 1966, encabezó el ascenso del grupo de salvataje que rescató a dos escaladores alemanes que habían quedado atrapados en la pared del Dru. El rescate convirtió a Hemming en una celebridad en Francia y una figura casi mítica en el mundo del alpinismo. En 1969, Hemming, que había retornado a los EEUU, se suicidó de un disparo.
Esta es la sinopsis biográfica del hombre que inspiró a James Salter la escritura de esta novela publicada por primera vez en 1979. El protagonista de Salter se llama Vernon Rand y su periplo es prácticamente un calco del de Hemming. En este punto hay una pregunta por formular que se vuelve muy válida: ¿por qué Salter no se limitó a escribir una biografía de Hemming? Es decir, ¿por qué presentar como ficción una historia tan claramente identificable con una “persona real”? De hecho, la primera biografía de Hemming apareció 16 años después de la novela de Salter, tituladaGary Hemming: the beatnik of the Alps. La respuesta aparece con la lectura, pues En solitario es una novela que se mueve de acuerdo a unas intenciones que sólo pueden ser contempladas por la ficción, entendiendo por tal cosa la construcción de un mundo que no tiene que rendirle cuentas a nadie. Diré una obviedad: no sólo Vernon Rand no es Gary Hemming, sino que jamás podría haberlo sido. Vernon Rand no es otra cosa que el camino que recorrió James Salter para acercarse a la comprensión de Hemming.
La novela está narrada en tercera persona, con una concisión hemingwayana, y es estupenda en su capacidad de delinear personajes a través de una descripción escueta, dos acciones y una escena de diálogo. Esta economía marca una estructura de capítulos y párrafos breves de una capacidad connotativa que es señal inequívoca del tipo de talento que posee Salter. Y también hay que anotarle en la columna del saldo a favor la forma en la que logra crear el escenario, ya sean los picos rocosos del norte de California o la escarpada pared oscura del Dru alpino. Cuando, al leer uno de los varios pasajes de ascensión que aparecen en la novela, el lector sienta que le pican las manos y que la garganta se le cierra, y que eso no es otra cosa que vértigo, es probable que vuelva a preguntarse dónde está el secreto. Aquí entra en el juego un aspecto polémico: ¿cuánto debe saber el escritor de su tema? ¿Cuál es la importancia real de la verosimilitud? ¿Alcanza con investigar el tema o es imprescindible la experiencia directa? Como siempre, depende de lo que uno persiga: habrá una clase de escritores a la que estos aspectos no le importen o le parezcan demodé, y preferirá la construcción puramente intelectual de sus mundos ficticios, y habrá otra clase que se moverá en el territorio de la experiencia, que se apoyará en él para elevarse más allá de lo documental a fuerza de imaginación. Salter pertenece a la segunda clase.
Vernon Rand es un héroe romántico moderno, un salvaje cuyo lugar está claramente a un costado del curso de la sociedad. Hemming es catalogado como un hippie: “el alpinista hippie”. Salter jamás llama así a Rand. El deseo (o la necesidad) de libertad que vive en Rand es algo más que una moda o un espíritu de época, es una fuerza elemental que no puede ser explicada, sólo puede ser mostrada en acción:
Se puso en marcha temprano. La cara era como un enorme río descendente, cada vez más empinado. Su aliento era frío. Los crampones crujían en el silencio. Avanzaba metódicamente, con un piolet en cada mano. Se dejó llevar por el ritmo. La idea de resbalar –habría salido disparado pendiente abajo como por un cristal- no lo asaltó en ningún momento hasta que hubo alcanzado una gran altura, y fue una sensación extraña. En una fracción de segundo clavó las puntas de los crampones menos de media pulgada: esa media pulgada no fallaría. Al darse cuenta de ello, una especie de bendición descendió sobre él, una sensación de invulnerabilidad distinta a cualquier otra. Era como si la montaña lo hubiera consagrado. Rand no lo rechazó.
Con el alpinismo, el boxeo y otras disciplinas, pasa algo especial al ser trasladadas a la literatura: inmediatamente su potencial simbólico se rebela. Esto puede ser muy malo, pues una novela que convierta toda pelea, toda escalada, todo trance, en una metáfora de la vida, puede volverse insoportable a las diez páginas. Parecería que la forma de eludir el riesgo de la alegoría es seguir muy de cerca los hechos particulares, contener los afanes de trascendencia, no señalar con pintura fluorescente aquellos pasajes que podrían ser interpretados por el lector como “otra cosa”. Esa significación subyacente de lo narrado es inevitable, pues todo significa algo más, siempre se habla de más de una cosa a la vez; a lo que me refiero aquí es a que es deseable que esa doble significación surja sin una guía, que la voz del autor no sea más fuerte que la proyección del lector sobre la historia. Si hay un punto exacto de lo comunicable, como lector prefiero que el escritor se detenga antes de alcanzarlo a que se pase. Si se queda corto, yo puedo solucionarlo. Si se pasa, la cagó.
Para cerrar, mencionaré otro de los aspectos que más me interesó de la novela: el antagonismo entre Rand y Cabot. Son amigos y son estupendos escaladores, pero mientras Rand es casi un paria, un hombre anónimo que duerme en cualquier parte y que puede realizar una hazaña sólo por probarse a sí mismo y que luego repudia la atención que la gente le dirige (una atención halagadora y que puede marear, según se ve en el episodio de París, pero que a la larga se muestra como pura vanidad sin peso: “los afiches con su foto habían desaparecido pero él seguía allí”); Cabot vive para ser el número uno, un premio que sólo la posteridad puede otorgar. Así, mientras Rand vive para alimentar una necesidad, Cabot vive alimentando un ansia. El siguiente diálogo se produce en una escena en que alguien le cuenta a Rand que Cabot pretende escalar el Eiger, uno de los picos más difíciles de Europa. Se trata de una superproducción. La BBC va a hacer un documental con la escalada.
-Supongo que todo el mundo quiere escalarlo –dijo Bray sin convicción.
-No quieren escalarlo, quieren haberlo escalado –dijo Rand.
Se trata de un problema filosófico que bien puede entenderse como una crítica a la concepción de “éxito” de la sociedad occidental, en la que son los medios los encargados de poner las medallas en el cuello de los triunfadores. En un mundo en que sólo aquello que es comunicado y exhibido parece existir (véase la resemantización de términos como “notoriedad”, “visibilidad” o “exposición”), Salter erige la figura magnífica y ruinosa de Rand casi como un alegato de defensa por la verdad íntima, aquella que existe en solitario, más allá de toda comunicación y degradación, pura, no profanada.
Calificación: muy buena.
Título original: Solo faces (1979)
Traducción: Concha Cardeñoso Sáenz de Miera.
El Aleph Editores, Barcelona, 2005.
ISBN: 84-7669-681-7


Salter
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Once cuentos propios de un novelista son los que forman parte de Anochecer, el único libro de relatos de James Salter (Nueva York, 1925), que además publicó un puñado de novelas que alcanzaron para granjearle un nombre en el panorama de la narrativa norteamericana. Salter, admirador confeso de Hemingway y piloto de combate en más de una guerra, maneja en los relatos de Anochecer, con dispar suerte, un registro que a veces puede llegar a ser exasperante para el lector: el de la extrema reticencia. Muchas veces parece como si llevase aquello del iceberg hemingwayano a su última frontera, ya no hay ningún pico de hielo fuera de la superficie, apenas vemos la sombra blanca sumergida, todo ha quedado más allá de nuestra vista y se nos pide –o ni siquiera eso- se nos plantea el dilema de sumergirnos en el agua helada si es que queremos ver al fin la historia, o el fragmento de historia, que se nos promete. El estilo acompaña siempre esta intención. Las frases cortas, los párrafos compactos y los diálogos breves consiguen que la lectura tenga un ritmo como marcado a metrónomo. Y sin embargo, contrariamente a lo que podría pensarse, con esas intenciones y esas herramientas, Salter logra un par de puntos muy altos a lo largo del libro. Sobrevolando los fiascos más o menos evidentes de ciertas historias en exceso pretenciosas (La destrucción del Goethenaum y Akhnilo), o en las que la imitación de Hemingway es demasiado obvia y sin justificación (American Express), los mejores relatos del libro son:AnochecerPolvo y Am Strande Von Tanger. El resto son relatos del montón que ciertamente no le cambian la vida a nadie. Pero en ese trío hay literatura de la buena, hay personajes que toman cuerpo y existencia poderosa, como si se los hubiese forjado con tres certeros golpes de la maza de un buen herrero. Veamos dos descripciones. Esta es la señora Vera Pini (Anochecer):
Era una mujer que había vivido de una manera particular. Sabía cómo organizar una cena para mucha gente, cuidar perros, entrar en los restaurantes. Tenía su propia forma de contestar a las invitaciones, de vestirse, de ser ella misma. Se los podría calificar de hábitos incomparables. Era una mujer que leía libros, jugaba al golf y asistía a bodas, cuyas piernas estaban en forma, que había capeado temporales, una mujer espléndida a la que ahora nadie quería.
Y este es el viejo Harry Mies (Polvo):
La muerte estaba próxima para Harry Mies. Yacería desposeído, coloreadas sus mejillas, sordos los espléndidos oídos. No es posible adivinar la cantidad de cosas que él sabía. Estaba solo en las regiones más lejanas de su vida. La lluvia le había mojado, pero él se había aguantado. Hay animales que al final, cuando les llega la hora, se tumban a esperar. Él no era de esos. Cuando se arrodillaba, volvía a incorporarse poco a poco. Se apoyaba en una rodilla, hacía una pausa, y al final se balanceaba sobre ambos pies, como un caballo.
No hay en estos relatos finales sorpresivos, golpes de efecto ni tramas enrevesadas. Como si fueran bosquejos de historias más largas, ejercicios, proyectos, las historias toman consistencia y se desvanecen con una levedad que a veces tiene olor a trampa, a poca cosa, y que en otras se ocurre como algo justificado perfectamente por la vida interna del relato. Para saber cuál es el verdadero Salter habrá que leer sus novelas.
Calificación: bueno
Título original: Dusk and other histories (1988)
Editorial: Muchnik Editores, Barcelona, 2002.
Traducción: Antoni Puigrós.
ISBN: 84-7669-536-5


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