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miércoles, 16 de octubre de 2013

Alice Munro / La isla de Cortés

Fotografía de Leszek Bujnowski
Alice Munro
LA ISLA DE CORTÉS


La pequeña novia. Yo tenía veinte años, medía metro setenta y pesaba algo más de sesenta kilos, pero algunas personas —la esposa del jefe de Chess, la secretaria de mayor edad de su oficina y la señora Gorrie, la de arriba— me llamaban la pequeña novia. Algunas veces, nuestra pequeña novia. Chess y yo bromeábamos con ello, pero en público él respondía con una mirada de cariño y afecto. Yo, por mi parte, con un mohín sonriente: tímida y conformista. 
Vivíamos en un sótano en Vancouver. La casa no pertenecía a los Gorrie, como yo había pensado en un principio, sino a Ray, el hijo de la señora Gorrie. De vez en cuando venía a arreglar cosas. Entraba por la puerta del sótano, igual que Chess y yo. Era un hombre delgado, estrecho de hombros, quizá de treinta y tantos años, y que siempre llevaba consigo una caja de herramientas y la gorra de trabajo. Andaba encorvado, lo que tal vez estaba relacionado con la necesidad de agacharse cuando se dedicaba a sus chapuzas de fontanería, electricidad y carpintería. Su rostro era amarillento y tosía muchísimo. Cada tosido suponía una afirmación independiente y discreta que definía su presencia en el sótano como una intrusión necesaria. No se disculpaba por estar allí, pero tampoco se movía por aquel lugar como si le perteneciese. Sólo hablaba con él cuando llamaba a la puerta para decirme que iba a cortar el agua o la luz durante un rato. El alquiler se lo pagábamos en efectivo a la señora Gorrie todos los meses. No sé si ella le pasaba todo el dinero o se quedaba un poco para cubrir sus gastos. Porque de no ser así, todo lo que tenían ella y el señor Gorrie —fue ella quien me lo dijo— era la pensión del señor Gorrie. No la de ella. Todavía no soy lo bastante mayor, dijo. 
La señora Gorrie, siempre gritaba por las escaleras para ver cómo estaba Ray y preguntar si le apetecía una taza de té. Él siempre respondía que estaba bien y que no tenía tiempo. Decía que su hijo trabajaba demasiado, como ella. Siempre intentaba colarle algún postre casero, como galletas, pan de jengibre o confituras, al igual que hacía conmigo. Ray respondía que acababa de comer o que en casa tenía de todo. Yo también me resistía, pero al séptimo u octavo intento, cedía. Me avergonzaba mucho seguir diciendo que no después de tanta insistencia y de sus caras largas. Admiraba la forma en que Ray se empeñaba en decir que no. Ni siquiera decía «no, madre». Sencillamente, no. 
Luego la señora Gorrie solía buscar algún tema de conversación. 
—¿Qué me cuentas? ¿Tienes alguna novedad emocionante? 
Nada especial. No lo sé. Ray nunca se mostraba brusco o irritable pero tampoco le permitía ninguna confianza. Su salud era buena. Su resfriado iba mejorando. A la señora Cornish y a Irene también les iba bien siempre. 
La señora Cornish era una mujer en cuya casa vivía él, en algún sitio de la parte este de Vancouver. Ray siempre tenía alguna chapuza que hacer en casa de la señora Cornish, al igual que en la nuestra, por esa razón tenía que marcharse tan pronto como acababa el trabajo. También ayudaba a cuidar a la hija de la señora Cornish, Irene, que estaba en una silla de ruedas. Tenía parálisis cerebral. «La pobrecilla», decía la señora Gorrie después de que Ray le dijese que Irene estaba bien. Ella nunca le reprochaba en su cara el tiempo que pasaba con la niña enferma, sus salidas al parque Stanley o las excursiones vespertinas para ir a comprar helado. (Lo sabía de sobra porque a veces hablaba por teléfono con la señora Cornish.) Pero a mí me decía: «No puedo evitar pensar en la pinta que debe de tener la chica con el helado corriéndole por la cara. No lo puedo evitar. La gente debe quedarse boquiabierta mirándoles». 
Ella comentaba que cuando sacaba al señor Gorrie en su silla de ruedas la gente les observaba (el señor Gorrie había sufrido un ataque de apoplejía), pero era diferente porque fuera de casa no se movía ni emitía sonido alguno y ella procuraba que tuviera un aspecto presentable, mientras que Irene no hacía más que dar bandazos y balbucir gaguelag-gaguelag-gaguelag. La pobre no podía remediarlo. 
La señora Cornish debería tener algún tipo de plan, decía la señora Gorrie. ¿Quién iba a cuidar de esa niña lisiada cuando ella ya no estuviera? 
—Debería existir una ley que impidiese casarse a una persona sana con otra en ese estado, pero por ahora no la hay. 
Cuando la señora Gorrie me invitaba a tomar un café, yo nunca quería subir. Estaba ocupada con mi propia vida en el sótano. A veces, cuando llamaba a mi puerta, hacía como que no estaba. Pero para eso tenía que apagar las luces y cerrar la puerta en cuanto la oía abrir la suya en lo alto de las escaleras y luego permanecer inmóvil mientras ella daba golpecitos a la puerta con sus uñas y gorjeaba mi nombre. También tenía que mantener un silencio absoluto y no tirar de la cadena del retrete en una hora. Si le decía que tenía muchas cosas que hacer, que no tenía tiempo, ella se reía y preguntaba: 
—¿Qué cosas? 
—Escribir cartas. 
—Siempre escribiendo cartas —decía ella—. Pues sí que echas de menos tu casa. 
Sus cejas eran de color rosa, una variante del rojo rosáceo de su pelo. No me parecía que el pelo pudiera ser natural, pero ¿cómo podía teñirse las cejas? Su rostro era delgado, con coloretes, vivaz, y sus dientes, largos y brillantes. Su avidez de simpatía, de tener compañía, no tenía límite. La primera mañana en que Chess me llevó a ese apartamento, tras esperarme en la estación de tren, llamó a nuestra puerta con un plato de galletas y su voraz sonrisa. Yo todavía llevaba puesto mi gorro de viaje y a Chess le interrumpió justo cuando comenzaba a sacarme la combinación. Las galletas estaban secas y duras, glaseadas de rosa brillante en honor de mi matrimonio. Chess le habló con brusquedad. Sólo tenía media hora antes de volver al trabajo y para cuando pudo deshacerse de ella ya no quedaba tiempo para que continuase con lo que había empezado. Así es que se comió las galletas, una tras otra, quejándose de que sabían a serrín. 
—Tu maridito es muy serio —me decía la señora Gorrie—. Me hace gracia cuando me lanza esa mirada tan seria al entrar y al salir. 
Me gustaría decirle que se lo tome con calma, no tiene por qué cargar con el mundo a sus espaldas. 
A veces tenía que seguirla hasta arriba, dejando a un lado mi libro o el párrafo que estaba escribiendo. Nos sentábamos en su mesa de comedor, que tenía un mantel de encaje y un espejo octogonal en el que se reflejaba un cisne de cerámica. Bebíamos el café en tazas de porcelana y comíamos en platitos a juego (más y más de aquellas galletas, de los pegajosos pasteles de pasas o de los bollitos tan pesados) y utilizábamos unas pequeñas servilletas bordadas para quitarnos las migas de los labios. Yo me sentaba frente a un aparador en el que la señora Gorrie exponía una gama entera de vasos de calidad, de juegos para la leche y el azúcar y para la sal y la pimienta, demasiado pequeños o ingeniosos para el uso diario, así como unos diminutos jarrones, una tetera que imitaba una casita con tejado de paja y unos candelabros en forma de lirios. Una vez al mes la señora Gorrie le daba un repaso al aparador y lo lavaba todo. Eso me dijo. Hablaba y hablaba sobre mi futuro, sobre la casa y el futuro que pensaba que yo tendría, y cuanto más hablaba ella, más sentía yo un peso de plomo sobre mis miembros y más ganas me entraban de bostezar allí, a media mañana, y de poder arrastrarme y esconderme y dormir. Pero de puertas afuera mostraba mi admiración por todo aquello. Por lo que contenía el aparador, por la vida rutinaria de la señora Gorrie como ama de casa, por los conjuntos que se ponía cada mañana, siempre a juego. Faldas y jerseys en tonos malva o coral, pañuelos de seda artificial que armonizaban con la ropa. 
—Siempre vístete antes que nada, como si fueses a irte a trabajar, y arréglate el pelo y maquíllate —me decía; más de una vez me había pillado en camisón—, y después siempre puedes ponerte un delantal por encima si tienes que hacer la colada o cocinar. Te sube la moral. 
Y siempre ten algo cocinado por si te viene una visita. (Por lo que yo sé, jamás tuvo más invitados que yo; y a duras penas podría decirse que la visitara por iniciativa propia.) Y nunca sirvas el café en tazas de desayuno. 
Aunque nunca se mostraba demasiado explícita. Era «yo siempre...» o «a mí me gusta...» o «creo que resulta más agradable...». 
—Incluso cuando vivía en tierras salvajes me gustaba... —y entonces mi urgencia de bostezar o gritar disminuyó por un instante. ¿En qué tierras salvajes había vivido? ¿Y cuándo? 
—Lejos, arriba en la costa —dijo—. En mi tiempo yo también fui novia. Viví allá muchos años. En Union Bay. Pero aquel lugar no era demasiado salvaje. La isla de Cortés. 
Pregunté dónde estaba eso y ella respondió: «Ah, por ahí arriba». 
—Eso sí que debió de ser interesante —dije yo. 
—Bueno, interesante —dijo ella—... si se puede decir que los osos son interesantes. O que los pumas son interesantes. La verdad es que yo personalmente prefiero un poquito de civilización. 
El comedor estaba separado del cuarto de estar por unas puertas corredizas de roble. Siempre quedaban a medio abrir, de modo que la señora Gorrie, sentada al extremo de la mesa, pudiera tener a la vista al señor Gorrie, sentado en su sillón frente a la ventana del cuarto de estar. Se refería a él como «mi marido en la silla de ruedas», pero lo cierto es que únicamente estaba en la silla de ruedas cuando ella lo llevaba a dar un paseo. No tenían aparato de televisión, la televisión era aún casi una novedad en aquellos tiempos. El señor Gorrie estaba allí sentado y observaba la calle y el parque de Kitsilano, al otro lado de la calle, y la ensenada de Burrard, aún más allá. Podía ir al baño él solo con un bastón en una mano y agarrándose al respaldo de las sillas o apoyándose en la pared con la otra. Una vez dentro se las arreglaba solo, aunque le llevaba mucho tiempo. Y la señora Gorrie decía que a veces tenía que fregar un poco. 
Lo único que yo podía ver de vez en cuando del señor Gorrie era la pernera de un pantalón estirada sobre el sillón de color verde brillante. Una o dos veces, estando yo allí, tuvo que hacer el camino, medio arrastrándose y a trompicones, hasta llegar al baño. Era un hombre grande: cabeza grande, hombros anchos, huesos robustos. 
Yo no le miraba a la cara. La gente que había quedado paralítica por un derrame cerebral o una enfermedad me parecía de mal agüero, me recordaba algo feo. Lo que yo evitaba no era el panorama que ofrecía la inutilidad de sus miembros u otras señales físicas de su horrible suerte, sino el de sus ojos humanos. 
Creo que él tampoco me miraba aunque la señora Gorrie le gritaba que había venido una visita del piso de abajo. Emitía un gruñido, que quizá fuera lo más que podía hacer a modo de saludo, o de rechazo. 


En nuestro apartamento había dos habitaciones y media. Lo alquilamos amueblado y, como era de suponer en estos casos, eso significaba que estaba medio amueblado con enseres que en otras circunstancias se habrían tirado. Recuerdo el suelo del cuarto de estar, cubierto con cuadrados y rectángulos sobrantes de linóleo: todos los diferentes colores y formas unidos unos con otros y bordados como un absurdo edredón de franjas metálicas. Y había un horno de gas de la cocina que se alimentaba de monedas de veinticinco centavos. Nuestra cama estaba metida en un recodo de la cocina y cabía allí tan justa que había que encaramarse a ella desde el pie. Chess había leído que ésta era la forma en que las chicas de un harén tenían que entrar en la cama del sultán, venerando primero sus pies y luego arrastrándose hacia arriba, rindiendo homenaje a las otras partes de su cuerpo. A veces jugábamos a ese juego. 
Siempre dejábamos una cortina cerrada al pie de la cama para separar el recodo de la cocina. En realidad se trataba de una vieja colcha, una tela escurridiza con flecos que por uno de los lados era de color beige amarillento, con un estampado de rosas rojas y hojas verdes, y por el otro tenía franjas diagonales rojas y verdes estampadas, como en una aparición fantasmal, con flores y follaje sobre el beige. Aquella cortina la recuerdo con mayor intensidad que cualquier otra cosa del apartamento. Y no es de extrañar. En pleno frenesí sexual y durante el posterior respiro tenía aquella tela frente a mis ojos, y así llegó a convertirse en un recordatorio de lo que me gustaba del matrimonio: la recompensa por el imprevisto insulto de ser una pequeña novia y por la peculiar amenaza de un aparador lleno de vajilla de porcelana. 
Ambos, Chess y yo, proveníamos de hogares en los que el sexo prematrimonial se consideraba algo vergonzoso e imperdonable y en los que el sexo matrimonial no se mencionaba nunca y se olvidaba pronto. Estábamos justo al final de la época en que así se veían las cosas, aunque no éramos conscientes de ello. Una vez, la madre de Chess encontró condones en la maleta de su hijo y se fue llorando al padre. (Chess dijo que los repartían en el campamento donde había recibido su instrucción militar universitaria, lo cual era cierto, y que se había olvidado totalmente de ellos, lo cual era mentira.) De modo que tener un lugar propio y una cama propia donde hacer lo que quisiéramos nos parecía maravilloso. Si estábamos juntos era —y nunca se nos ocurrió que la gente mayor, nuestros padres, nuestras tías y tíos, estuvieran juntos por la misma razón— por pura lujuria. Nos parecía que el único afán de los mayores era de casas, de propiedad, de máquinas cortadoras de césped y congeladores y muros de contención; y, por supuesto, en lo referente a las mujeres, de bebés. Todas esas cosas, pensábamos, las elegiríamos o no elegiríamos en el futuro. Nunca creímos que nada de eso nos llegaría inexorablemente, como la edad o el tiempo. 
Y ahora que me paro a pensarlo con sinceridad, no nos llegó. Nada llegó sin nuestra elección. Ni siquiera el embarazo. Corrimos el riesgo, aunque únicamente para ver si de verdad éramos adultos, para ver si realmente podía ocurrir. 
Otra cosa que hacía tras la cortina era leer. Leía libros que cogía de la biblioteca de Kitsilano, que se encontraba a unas manzanas de casa. Y cuando estaba allí tendida boca arriba en aquel estado de asombro que me podía producir un libro, un vértigo generado por las riquezas de lo que digería, lo que veía era aquellas franjas. Y no sólo los personajes y la trama, sino también el clima creado por el libro impregnaba las flores artificiales y fluía a lo largo del arroyo del vino tinto o del verde lóbrego. Leía libros pesados cuyos títulos ya me eran familiares y que tenían un cierto halo místico —incluso llegué a tratar de leer Los novios—, y entre aquellos platos fuertes leía también las novelas de Aldous Huxley y de Henry Green, y Al faro, El fin de Chéri o Ha muerto un corazón. Devoraba uno tras otro sin establecer un criterio de preferencias, rindiéndome ante ellos de la misma forma que lo había hecho con los libros leídos en la infancia. Todavía me encontraba en una etapa de convulso apetito, mi voracidad era casi angustiosa. 
Pero se había añadido una nueva complicación respecto a las lecturas de infancia, y es que yo tenía que ser escritora además de lectora. Compré un cuadernillo escolar e intenté escribir; y sí que escribí: páginas que comenzaban con autoridad y que luego se marchitaban, de modo que acababa arrancándolas y las retorcía en severo castigo y las tiraba al cubo de la basura. Lo hice una y otra vez hasta que sólo me quedó la cubierta del cuadernillo. Luego compré otro y comencé el proceso una vez más. Siempre el mismo ciclo: emoción y desesperanza, emoción y desesperanza. Era como tener un embarazo secreto y un aborto no provocado cada semana. 
Aunque tampoco secreto del todo. Chess sabía que yo leía mucho y que intentaba escribir. Él no se oponía. Pensaba que era razonable, que yo posiblemente podría aprender. Se requería mucha práctica pero podía adquirirse un cierto dominio, como en el bridge o en el tenis. No le agradecí esa generosa confianza. Simplemente se añadió a la farsa de mis desastres. 


Chess trabajaba para una cadena de alimentación al por mayor. Había pensado en ser profesor de historia, pero su padre le había persuadido de que con la enseñanza no habría forma de mantener a una esposa y abrirse camino en la vida. Su padre le había ayudado a conseguir el trabajo, pero también le había dicho que una vez hubiese entrado, no debía esperar ningún trato de favor. No lo hizo. Durante aquel primer invierno de nuestro matrimonio, se marchaba de casa antes de amanecer y no volvía hasta después de anochecer. Trabajaba duro sin preguntarse si el trabajo que realizaba encajaba con sus intereses de antes o si perseguía algún objetivo en el que hubiera creído alguna vez. El único objetivo era conducirnos a los dos a esa vida de máquinas cortadoras de césped y congeladores que pensábamos que no nos interesaba. Si me hubiera parado a pensarlo, su sumisión me habría maravillado. Su desenfadada, se podría decir galante, sumisión. 
Pero al fin y al cabo, pensaba yo, esto es lo propio de los hombres. 



Salía a buscar trabajo. Si no llovía demasiado, caminaba hasta la tienda, compraba un periódico y leía los anuncios mientras bebía una taza de café. Luego me ponía en marcha, aunque lloviznara, para dirigirme a los lugares en los que solicitaban una camarera, una dependienta o una trabajadora para una fábrica; cualquier trabajo que no requiriese específicamente mecanografía o experiencia. Cuando llovía mucho, cogía un autobús. Chess decía que no debía ir a pie para ahorrar dinero, que debía coger siempre el autobús. Mientras yo ahorraba dinero, decía él, otra chica podía conseguir el trabajo. 
En realidad, eso es lo que yo esperaba. Nunca lamentaba oírlo. A veces llegaba al destino y permanecía de pie en la acera, fijándome en las tiendas de ropa femenina, con sus espejos y su enmoquetado de color claro, u observaba a las muchachas que bajaban las escaleras a la hora del almuerzo desde una oficina que necesitaba una oficinista que hiciera labores de archivo. Yo ni siquiera entraba; sabía que mi pelo, mis uñas y mis zapatos planos y viejos jugarían en mi contra. Y me sentía igualmente intimidada por las fábricas: escuchaba el ruido de las máquinas que funcionaban en los edificios donde se embotellaban refrescos o donde se fabricaban los adornos de navidad y veía las bombillas desnudas que colgaban de los altísimos techos. Mis uñas y los tacones bajos allí no tendrían importancia alguna, pero mi torpeza y mi estupidez mecánica provocarían tacos y la gente me gritaría (escuchaba también los gritos dando órdenes por encima del ruido de las máquinas). Me humillarían y me echarían. Ni siquiera me creía capaz de aprender a hacer funcionar una caja registradora. Una vez, el encargado de un restaurante parecía interesado de verdad en contratarme y me preguntó: «¿Cree que podría aprender a usarla?». Respondí que no.Me miró como si nunca antes hubiera oído a nadie reconocer una cosa así. Pero dije la verdad. No pensaba que pudiera aprender las cosas con prisas o en público. Me quedaría paralizada. Las únicas cosas que podría aprender con facilidad eran cosas como lo enrevesado de la Guerra de los Treinta Años. 
La verdad es, claro está, que no tenía por qué hacerlo. Al nivel básico en el que vivíamos, Chess podía mantenerme. Yo no tenía que exponerme al mundo exterior porque él ya lo había hecho. Los hombres tenían que hacerlo. 
Pensaba que tal vez pudiera arreglármelas en la biblioteca, de modo que fui a preguntar aunque no habían puesto un anuncio. Una mujer escribió mi nombre en una lista. Se mostró amable pero no alentadora. Después fui a las librerías, eligiendo bien aquellas que me parecía que no tenían caja registradora. Cuanto más vacía y desordenada, mejor. Los dueños fumaban o dormitaban en sus mesas, las librerías de segunda mano olían a gato. 
—En invierno no tenemos suficiente trabajo —decían. 
Una mujer me dijo que podía intentarlo en primavera. 
—Aunque por esa época tampoco solemos estar muy ocupados. 



El invierno en Vancouver era distinto de cualquier otro invierno que yo hubiera conocido. No había nieve, ni siquiera nada parecido a un viento frío. Al mediodía, en el centro, olía a algo así como a azúcar quemado, creo que tenía que ver con los cables eléctricos de los tranvías. Caminaba por la calle Hastings, en la que nunca había mujeres, únicamente borrachos, vagabundos, mendigos ancianos y chinos que arrastraban los pies. Nadie me decía cosas desagradables. Caminaba ante almacenes, descampados invadidos por la maleza en los que no había ni un alma a la vista. O cruzaba Kitsilano, con sus altas casas de madera donde la gente vivía apretujada y con estrecheces, como nosotros, hasta llegar al ordenado distrito de Dunbar, con sus bungalós de estuco y sus árboles desmochados. Caminaba por Kerrisdale, donde aparecían los árboles de más clase, abedules que se elevaban sobre el césped. Vigas de estilo Tudor, simetría georgiana, fantasías a lo Blancanieves con imitaciones de techos de paja. O quizás auténticos techos de paja, ¿quién podía saberlo? 
En todos esos lugares donde vivía la gente se encendían las luces hacia las cuatro de la tarde y luego se encendían las farolas, se encendían las luces de los trolebuses y a menudo también las nubes se desbarataban al oeste, sobre el mar, y daban paso a los rayos rojos de la puesta de sol, y en el parque, que yo rodeaba para ir a casa, las hojas de los arbustos de invierno brillaban en el aire húmedo del atardecer rosado. La gente que había ido de compras volvía a casa, la gente que trabajaba pensaba en marcharse a casa, la gente que había estado todo el día en casa salía a dar un pequeño paseo para que el hogar pareciera más atractivo a su vuelta. Me topaba con mujeres con carritos para el bebé y con críos llorosos y no se me ocurría que muy pronto me encontraría en su lugar. Tropezaba con ancianos con sus perros y con otros viejos que se movían lentamente o en sillas de ruedas que empujaban sus parejas o sus acompañantes. Un día me encontré a la señora Gorrie que empujaba al señor Gorrie. Llevaba puesta una capa y una boina de suave lana púrpura (a estas alturas ya sabía que ella se hacía la mayor parte de su ropa) y mucho colorete. El señor Gorrie llevaba una gorra de visera y una gruesa bufanda que le envolvía el cuello. La voz con la que ella me saludó era chillona y decidida, la de él, ni siquiera existía. El hombre no parecía disfrutar del paseo. Pero a la gente que va en silla de ruedas raramente se le nota más que resignación. Algunos parecen ofendidos y descaradamente desagradables. 
—Vamos a ver, cuando te vimos en el parque el otro día —me preguntó la señora Gorrie—, ¿no vendrías de buscar trabajo, verdad? 
—No —dije, mintiendo. Mi instinto me decía que le mintiera siempre. 
—Ah, menos mal. Porque quería decirte, ya sabes, que si vas a buscar un trabajo deberías arreglarte un poquito. Bueno, eso ya lo sabes. 
Lo sé, dije. 
—No puedo entender la manera como algunas mujeres salen de casa hoy en día. Yo nunca saldría con mis zapatos sin tacón y sin estar maquillada, aunque sólo fuera a la tienda de ultramarinos. Y más aún si fuese a buscar un trabajo. 
Sabía que yo mentía. Sabía que me quedaba inmóvil al otro lado de la puerta del sótano sin responder a su llamada. No me habría extrañado que husmeara en nuestra basura, que descubriese y leyese las hojas estrujadas y desordenadas donde se encontraban repartidos mis prolijos desastres. ¿Por qué no tiraba la toalla? No podía. Yo era toda una pieza de caza para ella; quizá mis peculiaridades, mi ineptitud, estaban a la altura de la actitud dañina de la señora Gorrie, y lo que no se podía corregir había que tolerarlo. 
Un día en que me encontraba en la parte central del sótano haciendo nuestra colada, ella bajó las escaleras. Todos los martes me permitía usar su lavadora de rodillos y su fregadero para hacer la colada. 
—¿Se ha presentado ya alguna oportunidad de trabajo? —preguntó, y sin pensarlo respondí que en la biblioteca me habían dicho que podría haber algo para mí en el futuro. Pensé que podría simular que iba allí a trabajar; podría ir y sentarme todos los días en una de las mesas largas, leer o incluso intentar escribir, como ya había hecho antes en ciertas ocasiones. Por supuesto se descubriría el pastel si a la señora Gorrie alguna vez se le ocurría entrar en la biblioteca, pero no sería capaz de empujar al señor Gorrie tan lejos, cuesta arriba. O si en alguna ocasión le mencionaba a Chess lo de mi trabajo, pero no creía que fuera a hacerlo. Decía que a veces tenía miedo de saludarle, siempre parecía tan malhumorado. 
—Bueno, tal vez mientras tanto —dijo ella—... se me ha ocurrido que quizá mientras tanto te gustaría tener un trabajito sentándote por las tardes con el señor Gorrie. 
Añadió que le habían ofrecido un trabajo para echar una mano tres o cuatro tardes a la semana en la tienda de regalos del hospital Saint Paul. 



—No es un trabajo pagado, te habría mandado a ti a preguntar por él —dijo—. Es un trabajo voluntario. Pero el médico dice que me vendría bien salir de casa. «Vas a acabar físicamente agotada», me dijo. No es que necesite el dinero, Ray se porta muy bien con nosotros, he pensado que sólo es un poco de trabajo voluntario... 
Miró dentro del fregadero y vio las camisas de Chess en la misma agua clara que mi camisón de flores y nuestras sábanas de un azul pálido. 
—Vaya por Dios —dijo—. ¿No habrás puesto lo blanco y lo de color junto, verdad? 
—Sólo la ropa de color de tonos suaves —dije—. No destiñe. 
—La ropa de color de tonos suaves no deja de ser ropa de color —dijo ella—. Crees que así las camisas salen blancas, pero no quedan tan blancas como debieran. 
Dije que lo recordaría la próxima vez. 
—Es una cuestión de cómo trata una a su hombre —dijo, con su risita escandalizada. 
—A Chess no le importa —dije yo, sin saber que eso sería cada vez menos cierto a medida que pasaran los años, inconsciente de que esos trabajos que entonces parecían incidentales, tan poquita cosa, se desplazarían desde la periferia de mi vida hacia un lugar central y de primera fila. 



Cogí el trabajo de cuidar al señor Gorrie por las tardes. Sobre una mesita junto a su sillón de color verde se extendía una toalla de manos —por si caían unas gotas— sobre la que descansaban sus frascos de pastillas, sus jarabes y un pequeño reloj para que supiera la hora. En la mesa del otro lado se amontonaba material de lectura: el periódico de la mañana, el periódico de la noche anterior, ejemplares de Life, de Look y de Maclean’s, que por entonces eran revistas grandes y blandas. En el estante inferior de aquella mesa había un montón de álbumes de recortes del tipo que usan los niños en el colegio, de un grueso papel oscuro y el filo áspero. Había trozos de papel de prensa y fotografías que sobresalían. Eran álbumes de recortes que el señor Gorrie había ido guardando con el paso de los años, hasta que tuvo el ataque y ya no pudo seguir recortando. En el cuarto había una estantería, pero todo lo que contenía era más revistas y más álbumes de recortes y medio estante con libros de texto de secundaria que probablemente pertenecieran a Ray. 
—Siempre le leo el periódico —me dijo la señora Gorrie—. Aún puede leer, pero no es capaz de sostenerlo con las manos y sus ojos se cansan. 
De modo que le leía al señor Gorrie mientras la señora Gorrie, bajo un paraguas de flores, se marchaba alegremente hacia la parada del autobús. Le leía la página de deportes, las noticias locales, las internacionales y todo sobre asesinatos, robos y el mal tiempo. Le leía las cartas al director, las cartas a un doctor que daba consejos médicos, las cartas a Ann Landers y sus respuestas. Parecía que las noticias deportivas y Ann Landers eran lo que más interés despertaba en él. En ocasiones pronunciaba mal el nombre de un jugador o confundía la terminología a propósito, de tal forma que lo que yo leía carecía de sentido y entonces él me indicaba con insatisfechos gruñidos que lo intentase otra vez. Cuando le leía la página de deportes siempre se mostraba nervioso, concentrado y con el ceño fruncido. Pero cuando le leía a Ann Landers, su cara se relajaba y hacía ruidos que me parecían de agradecimiento, como un murmullo y un profundo resoplido. Hacía estos ruidos especialmente cuando las cartas tocaban un asunto trivial o específicamente femenino (una mujer escribió que su cuñada pretendía hacerle creer que había cocinado una tarta a pesar de que al servirla todavía conservaba la blonda de la pastelería) o cuando mencionaban —con la gran cautela de aquellos tiempos— un asunto sexual. 
Durante la lectura del editorial o la pesadez sobre lo que habían dicho los rusos y los estadounidenses en las Naciones Unidas, se le caían los párpados —o, mejor dicho, se le caía el párpado de su ojo bueno casi del todo, y el que estaba sobre el ojo malo se le caía ligeramente— y los movimientos del pecho se volvían más ostensibles, de manera que yo me detenía durante un instante para ver si se había quedado dormido. Y entonces hacía otro tipo de ruido, brusco y de reprobación. A medida que me fui acostumbrando a él, y él a mí, este ruido comenzó a parecer menos una reprobación y más una confirmación. Y esa confirmación no sólo lo era de que no estaba dormido, sino también de que en ese momento no se estaba muriendo. 
La posibilidad de que pudiera morirse frente a mí era, en un principio, una idea terrible que no se me iba de la cabeza. ¿Por qué no podía morirse, cuando al fin y al cabo ya parecía medio fiambre? Con su ojo malo como una piedra bajo el agua turbia y un lado de la boca medio abierta, mostrando sus horribles dientes (la mayoría de ancianos usaban dentadura postiza entonces), con los empastes de color negro que amenazaban a través del húmedo esmalte. Su mera existencia en el mundo me parecía un error que podía ser borrado del mapa en cualquier momento. Pero, todo hay que decirlo, me acostumbré a él. Era un hombre enorme —de cabeza majestuosa y ancho pecho de trabajador, con una mano derecha en la que no tenía ninguna fuerza y que postraba sobre su muslo cubierto por un pantalón largo— que ocupaba toda mi visión mientras yo leía. Era como una reliquia, un viejo guerrero de los tiempos de los bárbaros. Erik Hacha Sangrienta. El rey Canuto. 
Mi fuerza se consume rápidamente, dijo el rey del mar a sus hombres. 
Nunca volveré a surcar los mares de nuevo como un conquistador. 
Así es como era. Como una mole medio hundida que hacía peligrar los muebles y que golpeaba las paredes al abrirse paso para ir al baño. Su olor no era rancio pero tampoco era el de un jabón infantil o el de unos perfumados polvos de talco; era un olor a ropa gruesa con restos de tabaco (aunque ya no fumaba) y de piel sin respirar que me hacía pensar en algo denso y curtido, con sus excreciones señoriales y su calor animal. Tenía un olor a orina suave pero persistente que, de hecho, me habría repugnado en una mujer pero que en su caso no sólo parecía excusable sino, en cierto modo, la expresión de un antiguo privilegio. Cuando entraba en el baño después de que él hubiera estado allí, era como entrar en la guarida de una bestia infecta pero todavía poderosa. 
Chess me decía que perdía el tiempo haciendo de canguro para el señor Gorrie. Ahora el tiempo se despejaba y los días se hacían más largos. Las tiendas cambiaban sus escaparates, despertaban de su letargo invernal. La gente se encontraba más dispuesta a ofrecer un trabajo. De modo que debía salir a buscar un trabajo en serio. La señora Gorrie sólo me pagaba cuarenta centavos la hora. 
—Pero se lo prometí —dije. 
Un día él me contó que la había visto bajar de un autobús. La vio desde la ventana de su oficina. Y para nada se trataba de un lugar cercano al hospital Saint Paul. 
—A lo mejor estaba en medio de un descanso —dije. 
—Nunca la había visto antes fuera de la casa a plena luz del día. Por Dios —dijo Chess. 
Le sugerí al señor Gorrie sacarle a dar un paseo en su silla de ruedas ahora que mejoraba el tiempo. Pero rechazó la idea emitiendo unos ruidos que me convencieron de que le resultaba desagradable que le empujasen la silla en público, o quizá que lo hiciera una persona como yo, que obviamente había sido contratada para realizar el trabajo. 
Yo había interrumpido la lectura del periódico para sugerírselo y al intentar continuar hizo un gesto y otro ruido, diciéndome que estaba harto de oírme. Dejé el periódico. Hizo señas con su mano sana señalando el montón de álbumes de recortes que estaban en el estante inferior de la mesa junto a él. Hizo más ruidos. Sólo puedo describir estos ruidos como gruñidos, bufidos, carraspeos, ladridos, refunfuños. Pero a estas alturas casi me sonaban a palabras. Y es que sonaban como las palabras. No sólo las escuchaba como afirmaciones y demandas perentorias («no quiero», «ayúdame», «déjame ver qué hora es», «necesito beber algo»), sino también como proclamas más complejas: «Por todos los santos, ¿por qué no cerrará la boca ese perro?» o «mucho ruido y pocas nueces» (esto último, después de haber leído yo algún discurso o un editorial del periódico). 
Lo que oí ahora fue: «A ver si hay algo mejor aquí que lo que viene en el periódico». 
Saqué el montón de álbumes de recortes del estante y lo coloqué en el suelo junto a sus pies. Sobre las cubiertas, en grandes letras de cera negra, había escritas fechas de años recientes. Le di un repaso al año 1952 y vi un recorte de un reportaje del funeral de Jorge VI. Arriba, en letras de cera: «Alberto Federico Jorge. Nacido en 1885. Fallecido en 1952». La foto de las tres reinas con el velo de luto. 
En la página siguiente había una historia sobre la autopista de Alaska. 
—Es un archivo interesante —dije—. ¿Quiere que empecemos otro álbum? Podría usted elegir las cosas que desea recortar y pegar, y yo lo haría. 
El ruido que emitió significaba «demasiadas complicaciones» o «¿para qué vamos a molestarnos ahora?», o incluso «qué idea más absurda». Dejó a un lado al rey Jorge VI, deseaba ver las fechas del resto de los álbumes. No eran los que él quería. Hizo un gesto señalando la librería. Saqué otro montón de álbumes de recortes. Comprendí que él buscaba el libro de un año concreto y sujeté en alto cada libro para que viera la cubierta. De vez en cuando, yo abría las páginas a pesar de su rechazo. Vi un artículo sobre los pumas de la isla de Vancouver, otro sobre la muerte de un trapecista y otro sobre un chaval que había sobrevivido a pesar de quedar atrapado bajo una avalancha. Volvimos a darle un repaso a los años de la guerra, de vuelta a los años treinta, al año en que yo nací y a casi una década todavía anterior, hasta que por fin quedó satisfecho. Y dio la orden. Mira éste. 1923. 
Comencé a repasarlo desde el principio. 
—En enero una nevada entierra aldeas en... 
No es eso. Date prisa. Sigue pasando. 
Comencé a pasar las hojas. 
Ve más lento. Tranquila. Ve más lento. 
Pasé las páginas una por una sin pararme para leer nada hasta que llegamos a la que él quería. 
Ahí. Lee eso. 
No había foto ni titular. Las letras de cera decían: «Vancouver Sun, 17 de abril, 1923». 
—La isla de Cortés —leí—. ¿Es esto? 
Léelo. Vamos. 


La isla de Cortés. En la mañana del domingo o en algún momento de la madrugada del sábado, la casa de Anson James Wild, en el extremo sur de la isla, quedó totalmente destruida por un incendio. La vivienda se encontraba lejos de cualquier otra morada o lugar habitado y, como resultado de ello, nadie que viviese en la isla pudo apreciar las llamas. Existen informaciones de que un barco de pesca que se dirigía al estrecho de Desolation observó el incendio el domingo por la mañana temprano, pero los tripulantes de la embarcación creyeron que se trataba de una persona que quemaba maleza. Al pensar que la quema de maleza no suponía ningún peligro, debido a la humedad que presenta el bosque en esta época del año, continuaron su trayecto. 
El señor Wild era el propietario de Wildfruit Orchards y había vivido en la isla durante cerca de quince años. Era un hombre solitario, cuyo historial se remonta a su época de militar, aunque cordial con los conocidos. El señor Wild contrajo matrimonio hace unos años y tenía un hijo. Se piensa que nació en las provincias del Atlántico. 
La casa quedó reducida a escombros a causa del fuego y del posterior derrumbamiento de las vigas. El cuerpo del señor Wild se encontró entre los restos calcinados del incendio, carbonizado hasta el punto de quedar prácticamente irreconocible. 
Entre las ruinas se encontró una lata ennegrecida que se supone contenía queroseno. 
La esposa del señor Wild se encontraba fuera de casa en esos momentos, dado que el miércoles anterior había aceptado una invitación para viajar en un barco que iba a recoger una carga de manzanas que serían transportadas desde el huerto de su marido hasta Comox. Su intención era volver a casa en el mismo día, pero tuvo que permanecer fuera durante tres días y cuatro noches debido a problemas con el motor del barco. El domingo por la mañana regresó junto al amigo que la había invitado a realizar la travesía y fueron ambos quienes descubrieron la tragedia. 
El hecho de que el joven hijo de los Wild no estuviese en la casa cuando ésta ardió, provocó en principió un enorme temor. Su búsqueda comenzó tan pronto como fue posible y el domingo al atardecer el niño fue localizado en el bosque a menos de una milla de su casa. Estaba empapado y tenía frío, ya que había permanecido en la maleza durante varias horas, pero no había sufrido daños. Al parecer, el niño se llevó un poco de comida al marcharse de casa, dado que tenía consigo varios trozos de pan cuando le encontraron. 
Se llevará a cabo una investigación en Courtenay respecto a la causa del incendio que destruyó la casa de la familia Wild y que provocó el fallecimiento del señor Wild. 


—¿Conocía usted a esta gente? —pregunté. 
Pasa la página. 


4 de agosto de 1923. Las pesquisas efectuadas en Courtenay, en la isla de Vancouver, en torno al incendio que causó la muerte de Anson James Wild en la isla de Cortés en abril de este año, han dado como resultado que la sospecha de incendio provocado, que recaía sobre el hombre fallecido o sobre persona o personas desconocidas, no ha podido ser verificada. La presencia de una lata vacía de queroseno en el lugar del incendio no se ha considerado como prueba suficiente. El señor Wild adquiría y hacía uso del queroseno con frecuencia, según el señor Percy Kemper, tendero de Manson’s Landing, isla de Cortés. 
El hijo de siete años del hombre fallecido no pudo proporcionar dato alguno acerca del incendio. Fue localizado por una expedición de búsqueda no muy lejos de su casa, vagando por el bosque, varias horas más tarde. En respuesta al interrogatorio, afirmó que su padre le había dado un poco de pan y unas manzanas y le había pedido que caminase hacia Manson’s Landing, pero se había perdido. Sin embargo, en las semanas subsiguientes confesó no recordar que esto ocurriera y afirmó que no sabía cómo había podido perderse, dado que había recorrido muchas veces con anterioridad aquel sendero. El doctor Anthony Helwell, de Victoria, quien examinó al niño, opina que pudo haber escapado en el momento de detectar el incendio, con tiempo quizá de coger un poco de comida y llevársela consigo, algo que ahora no recuerda. A su vez, afirma que la primera versión del niño podría ser cierta y que el recuerdo pudo ser suprimido más tarde. Explicó que sería inútil interrogar nuevamente al niño, ya que es probable que éste sea incapaz de distinguir entre la realidad y lo imaginario en este asunto. 
La señora Wild no estaba en casa en el momento de producirse el incendio, ya que se había marchado a la isla de Vancouver en un barco que pertenecía a James Thompson Gorrie, de Union Bay. 
Se considera que la muerte del señor Wild fue un desgraciado accidente, siendo la causa del incendio de origen desconocido. 



Ahora cierra el álbum. 
Guárdalo. Guárdalos todos. 
No. No. Así no. Guárdalos en orden. Año por año. Eso está mejor. 
Justo como estaban. 
¿Ya viene? Mira por la ventana. 
Bien. Pero vendrá pronto. 
Y bien, ¿qué piensas de todo esto? 
No me importa. No me importa lo que pienses. 
¿Habías pensado alguna vez que la vida de la gente podía ser así y terminar de esa forma? Bueno, pues puede ocurrir. 



No le hablé a Chess de esto, aunque solía comentarle cualquier cosa que pensaba que pudiera interesarle o que atrajera su atención respecto a mi actividad diaria. Chess había dado con una forma de evitar cualquier mención a los Gorrie. Había una palabra con la que los definía: «Grotesco». 
Todos los pequeños árboles deslucidos del parque comenzaron a florecer. Sus flores eran de un color rosa brillante, como las palomitas de maíz coloreadas artificialmente. 
Y comencé a trabajar en un empleo de verdad. 
Llamaron de la biblioteca de Kitsilano y me pidieron que fuera durante unas cuantas horas el sábado por la tarde. Me encontré al otro lado del mostrador, sellando la fecha de devolución de los libros. Algunas personas me resultaban familiares, compañeros que pedían prestados los libros. Y ahora les sonreía, en nombre de la biblioteca. «Nos vemos en dos semanas», les decía. Algunos se reían y contestaban: «No, creo que mucho antes». Eran adictos, como yo. 
Era un trabajo que me resultaba fácil. Nada de caja registradora: cuando me pagaban las multas por retrasos, sacaba el cambio de un cajón. Y ya sabía de antes en qué estantería estaban la mayoría de los libros. En lo que se refiere a las fichas que tenía que rellenar, me sabía el alfabeto. 
Me ofrecieron más horas. Pronto se convirtió en un trabajo temporal de jornada completa. Una de las chicas que trabajaba allí como fija había sufrido un aborto accidental. Estuvo de baja durante dos meses y al final de ese periodo quedó embarazada de nuevo y su médico le aconsejó no volver al trabajo. De modo que entré en la plantilla de empleados fijos y conservé el trabajo hasta que me encontré a mitad de mi primer embarazo. Trabajaba con mujeres que conocía de vista desde hacía mucho tiempo: Mavis, Shirley, la señora Carlson y la señora Yost. Todas recordaban cómo solía entrar y dar vueltas —como decían ellas— por la biblioteca durante horas. Ojalá no se hubieran fijado tanto en mí. Ojalá no hubiera ido allí con tanta frecuencia. 
Era una sensación muy agradable hacerme con mi trabajo y estar frente a la gente detrás del mostrador, ser capaz, mostrarme activa y amable con los que se acercaban; que me vieran como una persona que sabía cómo funcionaba todo, una persona con una función definida en el mundo. La renuncia a esconderme, a vagar, a soñar y a ser la chica de la biblioteca. 
Claro que ahora tenía menos tiempo para leer y, en ocasiones, en el trabajo, tras el mostrador, sostenía un libro en la mano —lo sostenía como un objeto, no como una vasija que había de vaciar de inmediato— y sentía un amago de miedo semejante al que se siente cuando, en un sueño, te encuentras en el edificio que no es, o te has olvidado de la hora del examen, y entiendes que ése es el aviso de algún sombrío cataclismo o de algún error que sufrirás de por vida. 
Pero este miedo desaparecía en un minuto. 
Las mujeres con las que trabajaba rememoraban los tiempos en que me veían escribir en la biblioteca. 
Les decía que lo que escribía eran cartas. 
—¿Escribes tus cartas en un cuaderno de apuntes? 
—Claro —decía yo—. Es más barato. 
Perdí interés en el último cuaderno, que descansaba escondido en un cajón entre mis calcetines y mi ropa interior en desorden. Allí abandonado, verlo me llenaba de dudas y de humillación. Quería deshacerme de él pero no lo hacía. 
La señora Gorrie no me felicitó por haber conseguido aquel trabajo. 
—No me contaste que todavía buscabas —dijo. 
Le dije que hacía ya una larga temporada que mi nombre estaba apuntado en una lista en la biblioteca y que así se lo había hecho saber. 
—Eso fue antes de empezar a trabajar para mí —dijo—. Y ahora, ¿qué va a pasar ahora con el señor Gorrie? 
—Lo siento —dije. 
—Sentirlo no le ayudará demasiado, ¿no te parece? 
Levantó las cejas y me habló con ese tono de voz rimbombante que le había oído utilizar por teléfono con el carnicero o con el tendero cuando se equivocaban con su pedido. 
—¿Y ahora qué hago? —dijo—. Me has dado plantón, ¿sabes? Espero que cumplas las promesas con el resto de la gente un poco mejor que conmigo. 
Esto, por supuesto, era ridículo. Yo no le había prometido nada acerca del tiempo que me quedaría. A pesar de ello, sentía una inquietud culpable, si no propiamente culpabilidad. No le había prometido nada, pero qué podía decir de aquellas veces en que no respondía cuando ella llamaba a la puerta, cuando intentaba entrar y salir sigilosamente de la casa sin ser advertida, agachando la cabeza al pasar frente a la ventana de su cocina. ¿Y qué hay de la forma en que había mantenido una tenue, pero a la vez dulce, pretensión de amistad en respuesta a su ofrecimiento, seguramente sincero? 
—Casi es mejor, la verdad —dijo—. No querría que nadie que no fuera de confianza cuidase al señor Gorrie. No estaba del todo satisfecha con tu manera de cuidarlo, la verdad, así te lo digo. 
Pronto encontró otra canguro, una pequeña mujer araña que se recogía el pelo negro con una redecilla. Nunca la oía hablar. Pero sí oía a la señora Gorrie hablar con ella. Dejaba abierta la puerta en lo alto de las escaleras para que yo pudiese oírla. 



—Nunca lavaba la taza de té del señor Gorrie. La mitad de las veces ni siquiera se lo hacía. No sé para que valía. Únicamente para sentarse y leer El periódico. 



A partir de entonces, cuando yo me marchaba de casa, la ventana de la cocina quedaba abierta de par en par y su voz resonaba por encima de mi cabeza, aunque en apariencia hablara con el señor Gorrie. 
—Por ahí va. Sigue su camino. Ni siquiera se molestará en hacernos algún gesto con la mano. Le dimos un trabajo cuando no la quería nadie, pero ni se molestará. No, por supuesto que no. 
No les saludaba. Tenía que pasar por la ventana frente a la que se sentaba el señor Gorrie, pero sabía que si ahora le hacía algún gesto con la mano, incluso si le miraba, se sentiría humillado. O enfurecido. Cualquier cosa que yo hiciese podría parecer una provocación. 
Antes de encontrarme a media manzana de la casa ya me había olvidado de ellos. Las mañanas eran luminosas y yo caminaba aliviada y decidida. En aquellos momentos, mi pasado más inmediato podía parecer vagamente deshonroso. Horas detrás de la cortina del recodo, horas en la mesa de la cocina rellenando página tras página con el sabor del fracaso, horas en un cuarto demasiado caldeado junto a un anciano. La peluda alfombra, la tapicería de felpa, el olor de su ropa, de su cuerpo y de la pasta de engrudo seca de los álbumes de recortes, los montones de periódicos entre los que tenía que abrirme camino. La macabra historia que él había guardado y me había hecho leer. (Nunca llegué a comprender que entraba dentro de la categoría de tragedias humanas que yo admiraba, cuando las leía en los libros.) Evocarlo era como recordar un periodo de enfermedad durante la infancia, cuando me sentía cómodamente atrapada en unas acogedoras sábanas de franela con su olor a aceite de alcanfor, atrapada por mi propia lasitud y por los mensajes febriles e indescifrables de las ramas de los árboles que contemplaba por la ventana de mi dormitorio en el piso de arriba. Aquellos momentos no es que los lamentara, sino que me desembarazaba de ellos con naturalidad. Y parecían pertenecer a una parte de mí misma —¿una parte enfermiza?— de la que ahora me estaba desembarazando. Se podía pensar que era el matrimonio lo que había provocado aquella transformación pero, durante un tiempo, no había sido así. Como mi viejo ser —testaruda, poco femenina e irracionalmente reservada— había hibernado y cavilado; ahora había sentado la cabeza y me sabía afortunada por haberme transformado en una verdadera esposa y empleada. Atractiva y competente cuando me esforzaba en ello. Yo no era extraña. Podía pasar. 



La señora Gorrie me trajo a la puerta una funda de almohada. Mostrando sus dientes tras una sonrisa mustia y hostil, me preguntó si era mía. Sin dudarlo respondí que no. Las dos únicas fundas que tenía cubrían las dos almohadas de nuestra cama. 
—Bueno, pues desde luego mía no es —dijo en tono de martirio. 
—¿Cómo lo sabe? —dije. 
Lenta, venenosamente, su sonrisa fue tomando confianza. 
—No es el tipo de tejido que pondría en la cama del señor Gorrie. 
O en la mía. 
—¿Por qué no? 
—Porque-no-es-lo-suficientemente-bueno. 
De modo que tuve que ir y quitar las fundas de las almohadas y llevárselas a ella y resultó que no hacían pareja aunque a mí me lo había parecido. Una era de tela «buena» —la suya— y la que ella tenía en la mano, era mía. 
—No me hubiera creído que no habías notado la diferencia —dijo— si no fuera porque eres como eres. 



Chess había oído hablar de otro apartamento —uno de verdad, no una «suite»— con un baño completo y dos dormitorios. Un amigo suyo del trabajo lo dejaba porque él y su mujer habían comprado una casa. Estaba en un edificio en la esquina de la Primera Avenida con la calle Macdonald. Yo podría seguir yendo a pie al trabajo y él podría coger el autobús de siempre. Teniendo dos sueldos, nos lo podíamos permitir. El amigo y su esposa dejaban atrás unos cuantos muebles, que venderían a bajo precio. No irían bien en su casa, pero a nosotros nos parecían espléndidos por su aire de respetabilidad. Nos paseamos por las luminosas habitaciones de la tercera planta, admirando las paredes pintadas de color crema, el parqué de roble, los espaciosos armarios de la cocina y el suelo de baldosas del baño. Incluso tenía un pequeño balcón con vistas a las hojas del parque Macdonald. Nos enamoramos el uno del otro de un nuevo modo, nos enamoramos de nuestra nueva posición social, de nuestro emerger en la vida adulta desde el sótano, que sólo había sido una estación de paso temporal. En nuestras conversaciones, en los años venideros, hablaríamos de él como si fuera una broma, un test de resistencia. Cada mudanza que efectuábamos —la casa alquilada, nuestra primera casa en propiedad, la segunda, la primera casa en otra ciudad— generaba en nosotros una sensación eufórica de progreso y anudaba nuestros lazos. Hasta la última casa, con mucho, la más imponente, en la que entré con presentimientos de desastre y vagas premoniciones de fuga. 
Le dimos el aviso a Ray sin decirle nada a la señora Gorrie. Eso aumentó su hostilidad. En realidad, se volvió un poco chiflada. 
—Ah, se piensa que es muy lista. Ni siquiera es capaz de mantener dos habitaciones limpias. Cuando barre el suelo, lo único que hace es barrer la suciedad hacia un rincón. 
Cuando compré mi primera escoba, olvidé comprar un recogedor y, en efecto, lo hice así durante un tiempo. Pero ella únicamente podía saberlo si había entrado en nuestras habitaciones con su propia llave mientras yo estaba fuera. Algo que, por lo que parecía, sí había hecho. 
—Es una farsante, ¿sabes? Desde el primer momento en que la vi supe lo farsante que era. Y una embustera. No está bien de la cabeza. Se sentaba y decía que escribía cartas cuando lo que hace es escribir lo mismo una y otra vez; pero nada de cartas, lo mismo una y otra vez. No está bien de la cabeza. 
Así me enteré de que también había leído las hojas estrujadas de mi papelera. A menudo trataba de comenzar la misma historia con las mismas palabras. Como decía ella, una y otra vez. 
Comenzaba a hacer calor e iba al trabajo sin chaqueta; me ponía un jersey ajustado, por dentro de la falda, y un cinturón apretado hasta la última muesca. Se asomaba a la puerta principal y me gritaba: «¡Ramera! Mira a la ramera, cómo saca pecho y menea el trasero. ¿Te crees que eres Marilyn Monroe?» o «no te necesitamos en nuestra casa. Cuanto antes te marches, mejor». 
Telefoneó a Ray y le dijo que yo intentaba robar su ropa de cama. Se quejó de que yo iba por todas partes contando historias sobre ella. Había abierto la puerta para asegurarse de que pudiera oírla y estuvo gritando por teléfono, algo que no tenía demasiado sentido puesto que compartíamos la línea telefónica y podíamos escuchar cuanto nos viniera en gana. Nunca lo hice —mi instinto me llevaba a hacer oídos sordos—, pero una noche que Chess estaba en casa, cogió el teléfono y habló. 
—No le hagas caso, Ray, no es más que una vieja loca. Sé que es tu madre, pero he de decirte que está loca. 
Le pregunté cuál había sido la reacción de Ray, si estaba enfadado. 
—Sólo dijo: «Claro, no pasa nada». 
La señora Gorrie colgó y se puso a gritar directamente por las escaleras: «Te diré quién está loca. Te diré quién es la loca embustera que se dedica a decir mentiras sobre mí y mi marido». 
—No la estamos escuchando. Deje en paz a mi mujer —le dijo Chess. Más tarde me preguntó—: ¿Qué quiere decir con eso de ella y su marido? 
—No lo sé —respondí. 
—La ha tomado contigo. Porque eres joven y guapa y ella no es más que una vieja bruja. Olvídalo —dijo, y añadió, medio en broma, para animarme—: De todas formas, ¿qué sentido pueden tener las viejas? Nos mudamos al nuevo apartamento en un taxi y únicamente con nuestras maletas. Esperamos fuera, en la acera, dando la espalda a la casa. Creí que oiría un último chillido, pero no hubo un solo ruido. 
—¿Y si tiene una pistola y me dispara por la espalda? —dije. 
—No te pongas a su altura—dijo Chess. 
—Me gustaría decirle adiós con la mano al señor Gorrie, si es que está allí. 
—Mejor no lo hagas. 



No eché un último vistazo a la casa y en mi vida volví a caminar por aquella calle, esa manzana de la calle Arbutus con vistas al parque y al mar. No tengo una idea muy clara del aspecto que tenía, aunque recuerdo algunas cosas muy bien: la cortina de la cama, el aparador, el sillón verde reclinable del señor Gorrie. 
Conocimos a otras parejas jóvenes que, al igual que nosotros, habían empezado viviendo en lugares baratos dentro de las casas de otras personas. Nos hablaron de ratas, cucarachas, retretes que apestaban, caseras chifladas. Y nosotros hablábamos de nuestra casera chiflada. Paranoia. 
Excepto en aquellas ocasiones, nunca pensaba en la señora Gorrie. 
Pero el señor Gorrie aparecía en mis sueños. En mis sueños me parecía que le conocía antes que ella. Era ágil y fuerte, pero no joven, y su aspecto no era mejor que cuando le leía en voz alta en el salón. Tal vez podía hablar, pero su voz tenía el mismo tono de aquellos ruidos que yo había aprendido a interpretar: brusco y autoritario, una nota a pie de página —esencial, aunque tal vez prescindible— de la acción. Y la acción era explosiva, porque aquellos sueños eran eróticos. Durante todo el tiempo en que fui una joven esposa, y más tarde, aunque no mucho más tarde, mientras fui una joven madre —ocupada, fiel, satisfecha con regularidad—, siempre tuve sueños, de cuando en cuando, en los que el asalto, la reacción, las posibilidades, iban más allá que cualquier cosa que ofreciera la vida. Y en los que el romanticismo quedaba borrado del mapa. También la decencia. Nuestra cama —la del señor Gorrie y mía— era la playa de grava o la tosca cubierta de barco o los ásperos rollos de cabos grasientos. Tenían un cierto regusto a algo que podría definir como rastrero. Su olor agrio, su ojo gelatinoso, sus dientes de perro. Me despertaba de estos sueños profanos consumida por el asombro o la vergüenza, y me dormía de nuevo y despertaba con un recuerdo que me acostumbré a rechazar cada mañana. Durante años y años, y con seguridad mucho tiempo después de haber muerto, el señor Gorrie aparecía de esa manera en mi vida nocturna. Hasta que lo agoté, supongo, del modo como siempre agotamos a los muertos. Pero nunca me pareció que fuese así, que yo dominara la situación, que hubiera sido yo quien le había llevado a aquel lugar. Parecía funcionar en ambos sentidos, como si él también me hubiese llevado allí y lo experimentara en la misma medida que lo experimentaba yo. 
Y el barco y el muelle y la grava en la orilla, los árboles que apuntaban hacia el cielo o se agazapaban inclinándose sobre el agua, el enrevesado perfil de las islas circundantes y las montañas, sombrías e inconfundibles, todo ello parecía existir dentro de una confusión natural, más extravagante y, aun así, más ordinaria que cualquier otra cosa que pudiera soñar o inventar. Como un lugar que seguirá existiendo, estés o no allí, y que, de hecho, aún está allí. 
Pero nunca llegué a ver las vigas calcinadas de la casa que se derrumbaron sobre el cuerpo del marido. Aquello había ocurrido mucho antes, y el bosque había crecido a su alrededor. 

Alice Munro
El amor de una mujer generosa
RBA, Barcelona, 2009





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