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domingo, 14 de noviembre de 2021

Cristina Peri Rossi / El rugido de Tarzán

Johnny Weissmuller y Maureen O'Sullivan



Cristina Peri Rossi
EL RUGIDO DE TARZÁN

Johnny Weissmuller gritó y el bosque entero (con sus insinuantes lianas y espesos follajes) pareció temblar: el vaso de whisky resbaló de la pequeña mesa de vidrio y cayó sobre la alfombra de piel de león; un lago redondo y oscuro crecido con la lluvia. Johnny gritó, un grito largo y sostenido, con sus cortezas y litorales, sus montañas de sonido, sus cuevas vegetales, sus profundidades ocultas donde vuelan los murciélagos y sus nubes ágiles que se deslizan como humo. Un grito prolongado y profundo, largo, hondo, que por el aire resbalaba de rama en rama, convocando a los pájaros azules y a los blancos elefantes; un grito que atravesaba el claroscuro de las hojas, las cicatrices de los troncos, y saltaba entre las rocas como ventisquero; ascendía las cumbres de las quietas, solemnes montañas, corría entre las piedras primarias, oscurecidas por el follaje y precipitaba los ríos estivales, de agua lenta, cristalina. No sólo el vaso cayó; también un cenicero se deslizó, un cenicero de porcelana en forma de hoja de plátano, regalo de una de sus antiguas admiradoras. Y las numerosas colillas estrujadas se desparramaron como menudos troncos quemados.

Al grito, acudían las aves de largo vuelo equinoccial, los peces pequeños que lamen el costado de las rocas, los ciervos de reales cornamentas, los cuervos de mirada alerta, los cocodrilos asomaban sus largas cabezas y los árboles parecían moverse. Era un grito triunfal, una clave sonora respetada por los grande paquidermos, los altivos flamencos y los escurridizos moluscos. Entonces Jane levantaba la cabes, resplandeciente y morena, tocada por el grito como por una incitación largamente esperada. Y Jane corría, Jane corría por los senderos del bosque, se abría paso entre las ramas de grandes y carnosas hojas, Jane atravesaba los húmedos corredores de la selva guiada, conducida por el grito, protegida por el grito, alentada por el grito. Los pájaros volaban detrás de ella, los leones se ocultaban, las serpiente escondían las cabezas, grandes hipopótamos cedían paso.

No sólo el cenicero se estrelló contra el suelo: un cuadro de la habitación se estremeció, pareció golpear la pared y luego de cimbrar un momento el aire (denso de humo y de alcohol) quedó torcido, anhelante, con un ángulo en falsa escuadra. Era la copia a todo color de un viejo fotograma de la selva, de la prefabricada jungla de Toluca Lake, con sus montañas de cartón, sus baobabs de papel pintado y sus piscinas convertidas en lagos llenos de pirañas. Fuera del apartamento, los automóviles que cruzaban la avenida se detuvieron un instante, alarmados por el grito, y luego, veloces, siguieron el camino. Los elefantes sacudían sus grandes orejas como lentos abanicos, los monos cruzaban la selva por el aire, saltando de rama en rama y los pájaros, como látigos, golpeaban las hojas de los altas bananeros. En el fotograma, además, había una muchacha vestida con piel de tigre que yacía en el suelo, encadenada, los túrgidos senos asomando entre las manchas opalinas del tigre, los muslos muy blancos (muslos de alguien que toma poco sol) descubiertos por las cuidadosas rasgaduras de la falda, los labios anchos y rojizos entreabiertos en lo que podía ser un gesto de provocativo dolor o una sensual imploración, Johnny estaba unos pasos más atrás, el ancho y musculoso torso desnudo, la nariz recta, los huesos bien formados con pequeña y sugestivas sombras alrededor de las tetillas y de la cintura; un poco más arriba del ombligo se iniciaba una línea, un cauce torneado que el taparrabos triangular (largo entre las piernas, pero angosto en los costados, como para que asomaran las formidables líneas de los muslos) ocultaba, pero cuya trayectoria -como un río afluente- era posible adivinar.

El cuadro lo había pintado una admiradora suya, hacía muchos años, a partir de una escena de Tarzán y las amazonas, protagonizada por él y por Brenda Joyce; por lo que Johnny recordaba de la película, en ella había una cantidad extraordinaria de muchachas, portadoras de flechas, todas ataviadas con piel de tigre (él se había enfadado mucho cuando supo que las manchas de la tela eran fruto de una buena operación de la tintorería del estudio: los tigres escaseaban, por lo menos en Hollywood, y además, había empezado a surgir una cantidad increíble de sociedades protectoras de algo, de perros, de tigres y hasta de ballenas, lo cual volvía el arte cinematográfico muy difícil) y con sandalias de liana. En la película, él volvía a lanzar su largo, agudo y penetrante grito, un grito de selva y de montaña, de agua, madera y viento; un grito que ululaba como las sirenas de los paquebotes del Mississippi, que batía alas como los pájaros azules de Nork-Fold, que atraía a las salamandras de los pantanos de West-Palm (al oeste de Colorado River hay un sitio que amo) y alentaba el vuelo de las ánades de Wisconsin. Johnny gritó; gritó en la ladera del sofá forrado de piel de bisonte, y la cabeza del ciervo, en la pared, no se estremeció; volvió a gritar pensando en Maureen O'Sullivan y el grito retumbó en la habitación como una pesada piedra cayendo sobre los atolones de Leyte: la isla madrepórica reprodujo el grito en los vasos de whisky con huellas de labios y de cigarros, en las conchas del Caribe conservadas como trofeo y en cuyas cavidades todavía las notas bronca del mar fosforescente se juntaron con los agudos de su grito; Johnny gritó sobre los largos pelos de las mantas africanas que cubrían de animales aterciopelados el lecho conyugal vacío en el apartamento de California, gritó sobre las reliquias de marfil y las hojas de tabaco, un grito largo y desesperado, desencajado, el grito de un humilde recepcionista del Caesar's Palace de las Vegas, su último empleo, y por un momento pensó que Jane acudiría, que Jane cruzaría las abigarradas calles centrales, que se abriría paso entre los resplandecientes semáforos y las carrocerías brillantes de los autos, que Jane, vestida con un abrigo de leopardo, atravesaría la avenida centellante de neón, saltaría por encima del río de cacahuetes y bolsitas de maíz, que correría entre los anuncios de porno-films y de cigarrillos Buen Salvaje Americano hasta el humilde apartamento donde Edgar Burroughs acababa de beber un whisky, antes de llamar por teléfono al Hogar de Retiro de Actores, en Woodland Hills, porque un anciano llamado Johnny Weissmuller no dejaba dormir a los vecinos con sus gritos.

CRISTINA PERI ROSSI
El País Cultural Nº 130
29 de abril de 1992






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