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domingo, 14 de julio de 2013

Paul Bowles / La hiena


Paul Bowles
LA HIENA

Una cigüeña iba cruzando el desierto en dirección al norte. Estaba sedienta y empezó a buscar agua. Cuando llegó a las montañas de Khang el Ghar, vio una charca al pie de una cañada. Descendió volando por entre las rocas y se posó a la orilla del agua. Luego avanzó y bebió. En aquel momento llegó cojeando una hiena y, viendo a la cigüeña de pie en el agua, dijo:
- ¿Vienes de muy lejos?
La cigüeña nunca había visto a una hiena. "De modo que éste es el aspecto de una hiena", pensó. Y se quedó mirándola, porque alguien le había dicho que si la hiena dejaba caer un poco de su orina sobre alguien, este alguien tendrá que seguirla hasta donde a la hiena se le antoje.
- Pronto llegará el verano -dijo la cigüeña-. Voy rumbo al norte.
Al mismo tiempo, se internó un poco más en la charca, para no estar tan cerca de la hiena. El agua era allí más profunda, y estuvo cerca de perder el equilibrio, teniendo que batir las alas para mantenerse derecha. La hiena caminó hasta el otro lado de la charca y la miró desde allí.
- Sé lo que estás pensando -dijo la hiena-. Crees eso que cuentan de mí. ¿Crees que tengo ese poder? Tal vez las hienas fuesen así hace mucho tiempo. Pero ahora somos como los demás animales. Te podría orinar des¬de aquí si quisiera. ¿Pero para qué? Si no quieres ser mi amiga, vete al centro de la charca y quédate allí.
La cigüeña miró en torno a la charca y vio que no había ningún sitio donde pudiera estar fuera del alcance de la hiena.
- Ya he terminado de beber -dijo la cigüeña.
Extendió las alas y las batió para salir de la charca. En la orilla correteó rápidamente hacia adelante y se elevó en el aire. Describió un círculo por encima de la charca, mirando a la hiena.
- De manera que a ti te llaman ogro -dijo-. El mundo está lleno de cosas extrañas.
La hiena alzó la mirada. Tenía los ojos estrechos y torcidos.
- Alá nos ha traído a todos -dijo-. Tú lo sabes. Tú eres la que sabe de Alá.
La cigüeña voló un poco más bajo.
- Eso es cierto -dijo-. Pero me sorprende oírtelo decir. Tienes muy mala reputación, como tú misma acabas de reconocer. La magia es contraria a la voluntad de Alá.
La hiena ladeó la cabeza.
- ¡Así que vas a creer esas mentiras! -exclamó.
- No he visto el interior de tu vejiga -dijo la cigüeña-. Pero, ¿cómo es que todos dicen que puedes ejercer la magia con ella?
- ¿Para qué te habrá dado Alá una cabeza, me pregunto? No has aprendido a usarla.
Pero la hiena habló en voz tan baja que la cigüeña no pudo oír lo que decía.
- Tus palabras se han perdido -dijo la cigüeña, y se dejó caer un poco más.
La hiena volvió a mirar hacia arriba.
- He dicho que no te me acerques mucho. ¡Podría alzar la pata y cubrirte de magia!
Se rió, y la cigüeña estuvo lo bastante cerca como para ver que sus dientes eran marrones.
- Sin embargo, debe existir alguna razón -empezó a decir la cigüeña.
Entonces buscó una roca elevada por encima de la hiena y se posó en ella. La hiena se sentó y se puso a mirarla con la cabeza alzada.
- ¿Por qué todos te odian? -continuó la cigüeña-. ¿Por qué te dicen ogro? ¿Qué has hecho?
La hiena entrecerró los ojos.
- Eres afortunada -le dijo a la cigüeña-. Los hombres nunca intentan matarte porque creen que eres sagrada. Te llaman santa y sabia. Y sin embargo no pareces ni santa ni sabia.
- ¿Qué quieres decir? -preguntó de pronto la cigüeña.
- Si comprendieras de veras las cosas, sabrías que la magia es como un grano de polvo en el viento, que Alá tiene poder sobre todas las cosas y nada temerías.
La cigüeña se quedó de pie un largo rato, pensando. Alzó una pata y la mantuvo doblada ante la hiena. La cañada se tornó de color rojizo según iba descendiendo el sol. Y la hiena seguía sentada tranquilamente mirando a la cigüeña en lo alto, esperando que hablase. Finalmente, la cigüeña bajó la pata, abrió el pico y dijo:
- Quieres decir que si la magia no existe, el que peca es aquel que cree que existe.
La hiena se rió.
- No he dicho nada acerca del pecado. Pero tú sí, y tú eres la sabia. No estoy en el mundo para decirle a la gente lo que está bien o lo que está mal. Vivir noche tras noche es suficiente. Todo el mundo espera verme muerta.
La cigüeña volvió a levantar la pata y se quedó pensativa. La última luz del día ascendió hasta el cielo y desapareció. Los acantilados de la cañada se perdieron en la oscuridad. Al cabo de un rato la cigüeña dijo:
- Me has dado algo en qué pensar. Eso es bueno. Pero ahora ha llegado la noche. Debo proseguir mi camino.
Abrió las alas y empezó a volar desde la roca donde se había posado. La hiena escuchaba. Oyó cómo las alas de la cigüeña batían lentamente el aire y, de pronto, el ruido del cuerpo de la cigüeña cuando chocaba contra el acantilado al otro lado de la cañada. Escaló sobre las rocas y encontró a la cigüeña.
- Te has roto un ala -dijo-. Mejor hubiera sido si te hubieras marchado mientras era de día.
- Sí -dijo la cigüeña. Se sentía desgraciada y tenía miedo.
- Ven a mi casa -dijo la hiena-. ¿Puedes caminar?
- Sí -dijo la cigüeña.
 Juntas bajaron al valle y pronto llegaron a una cueva en una de las laderas de la montaña. La hiena entró primero y advirtió:
- Inclina la cabeza.
Cuando estuvieron dentro, dijo:
- Ahora puedes levantar la cabeza. La cueva es alta aquí.
En el interior de la cueva sólo reinaba la oscuridad. La cigüeña se quedó quieta.
- ¿Dónde estás? -preguntó.
- Estoy aquí -contestó la hiena, y se rió.
- ¿Por qué te ríes? -preguntó la cigüeña.
-Estaba pensando que el mundo es extraño -le dijo la hiena-. La santa ha entrado en mi cueva porque cree en la magia.
- No te comprendo -dijo la cigüeña.
- Estás confusa. Pero, por lo menos, ahora puedes creer que no poseo magia alguna. Soy como cualquier otro ser en el mundo.
La cigüeña no contestó enseguida. Husmeó el hedor de la hiena cerca de ella. Entonces dijo con un suspiro:
- Tienes razón, claro. No hay más poder que el poder de Alá.
- Estoy contenta -dijo la hiena, respirando en su cara-. Por fin comprendes.
Rápidamente se apoderó del pescuezo de la cigüeña y lo desgarró. La cigüeña aleteó y cayó de costado.
- Alá me dio algo mejor que la magia -dijo la hiena para sí-. Me dio un cerebro.
La cigüeña yacía inmóvil. Intentó decir una vez más: "No hay más poder que el poder de Alá". Pero sólo consiguió abrir desmesuradamente su pico en la oscuridad. La hiena se volvió.
- Estarás muerta dentro de un minuto -dijo sobre su hombro-. Dentro de diez días volveré. Para entonces ya estarás a punto.
Diez días más tarde la hiena fue a la cueva y encontró a la cigüeña donde la había dejado. Las hormigas no habían estado allí.
- Bien -dijo.
Devoró cuanto quiso y salió fuera, hasta una gran roca plana encima de la entrada de la cueva. Allí, a la luz de la luna, se quedó un rato, vomitando. Comió parte del vómito y se revolcó largo tiempo en el resto, frotándoselo bien en el cuerpo. Después dio gracias a Alá por los ojos que podían ver el valle a la luz de la luna y por la nariz que podía olfatear la carroña en el viento. Se revolcó un poco más y lamió la roca. Durante unos instantes se quedó allí echada, jadeante. Después se levantó y siguió su camino, cojeando.





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