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viernes, 15 de febrero de 2013

Ted Hughes / Cuatro poemas

Ted Hughes



Ted Hughes
CUATRO POEMAS

UN SUEÑO

Tu peor sueño
Se hizo realidad. Esa llamada al timbre de la puerta:
No una mera probabilidad en un billón
Sino un meteorito que caía por nuestra chimenea
Con nuestro nombre grabado.

No sueños, había dicho yo, sino estrellas fijas
Rigen la vida. Un ansia del ser entero,
Inexorable, como quien duerme jala
Aire a sus pulmones. Tenías que levantar
Una pulgada la tapa del ataúd.
¿En tu sueño o en el mío? Un extraño buzón.
Sacaste el sobre. Era
Una carta de tu padre. “He regresado.
¿Puedo quedarme contigo?” No dije nada.
Para mí una petición era una orden.

Luego vino la Catedral.
Chartres. De algún modo debíamos ir a Chartres.
No era la primera vez para ti.
Tan sólo recuerdo
Una jarra bretona. La llenaste
Con todo lo que teníamos. Hasta el último franco.
Dijiste que era para tu madre.
Vaciaste nuestro oxígeno
En esa jarra. Chartres
(Recuperé esto)
Pendía sobre tu rostro como una mantilla
Ennegrecida, una tracería de carbón:
Como después de una tormenta de fuego. Igual que una monja
Cuidaste lo que quedaba de tu padre.

Vertiste nuestras vidas de esa jarra
En su café matinal. Luego la rompiste
En pedazos, en toscas estrellas,
Y se las diste a tu madre.
“Y para ti —me dijiste—, permiso
Para recordar este sueño. Y pensar en él.”


EL MINOTAURO

La tabla de la mesa de caoba que rompiste
Había sido el ancho tablón superior
Del armario legado por mi madre:
Surcado por las cicatrices de mi vida entera.

Se venció bajo el martillo.
Aquel día blandiste un alto banco
Enloquecida por mi retraso
De veinte minutos para cuidar a los niños.

“¡Espléndido! —grité—. Adelante,
Rómpela en mil pedazos.
¡Eso es lo que estás omitiendo en tus poemas!”
Y después, obsequioso y más tranquilo:

“Dale ese ímpetu a tus versos
Y lo habremos logrado.” En la honda caverna de tu oído
El duende tronó los dedos.
¿Qué le había dado yo?

El sangriento extremo de la madeja
Que deshilachó tu matrimonio
Dejó a tus hijos resonando
Como túneles en un laberinto,

Llevó a tu madre a un callejón sin salida
Y te condujo a la tumba
Cornuda y rugiente de tu padre resucitado
Con tu propio cadáver dentro.


LADRÓN DE MÍ MISMO

Atravesé la nieve: la nieve densa,
La nieve endurecida y lustrosa,
Deslizándome por la A-30, doscientas millas,
La carretera extraña aunque familiar,
Un camino de regreso a mí
Al cabo del desastre cósmico:
La peor nevada en quince años,
Veinte millas por hora sobre un cielo caído.

Llegué a la casa
En el crepúsculo azulado de diciembre.
Había luz suficiente sólo
Para sacar mis papas, para separarlas
De su lecho pulcro. Las despojé de su nívea colcha.
Parecían casi tibias en medio de la paja.
Exhalaban la bondad
De los anhelos que había enterrado en ellas. Era un nido
Secreto, vivo, los huevos de mi año próximo,
Mi propia y rolliza basura, mi familia ignota,
Pequeños embriones terrosos, pequeños puños
Y frentes arrugadas y el nuevo, ancestral olor a sueño de la tierra.

Recolecté mis manzanas,
Mis Victorias, mis Pig’s Noses,
Mis obesas Bramleys, en el sombrío anexo de la casa.
Mis plegarias de primavera sólidas aún,
Mi verano intacto a pesar de todo.
Llené para ti
Un saco de papas y un saco de manzanas.

En el granero polvoriento
Examiné mis bulbos de gladiolo,
Hibernando en sus resecos harapos
(Ignoraba que se morían de frío).

Luego, furtivamente, recorrí la casa. Nunca supiste
Que escuché nuestra ausencia
Como un intruso fantasmal, ni que un perverso regocijo
Me asaltó en el corredor de mosaicos, en el ocaso níveo y azulado
Tan exacto y frágil como un zafiro oscuro.
La sala de estar, nuestro refugio carmesí,
Con nuestras repisas blancas, nuestros libros pacientes,
El desvencijado escritorio de nogal que me costó seis libras,
La silla victoriana de tela de crin que obtuve por cinco chelines,
Nos aguardaba sólo a nosotros. ¡Era tan extraño!
La cascada enrojecida de nuestra escalera Wilton
Llevaba a un silencio cavernoso del siglo doce
Que apenas habíamos perturbado con nuestra juventud.
Estar ahí, al pie de la escalera, escuchando
Bajo el peso níveo de la casa,
Era como oír la soñolienta vida cerebral
De un bebé nonato.

La casa había adquirido un nuevo valor para mí
Gracias a tus últimas semanas solitarias dentro de ella, gracias a tu llanto.
Pero era dulce de tan limpia,
Hermética como un cofre afelpado
En una caja fuerte
En el crepúsculo decembrino. Y, cubiertas por ramas invernales,
Las coloridas ventanas de iglesia brillaban
Como si el sol se hubiera hundido ahí, dentro del templo.

Escuché mientras me exiliaba de la casa
(Me esperaba un regreso helado y tortuoso de doce horas).

Por un rato, como a través de la cerradura, escudriñé
El interior de mi cofre sombrío, silencioso, indemne,
Del que (lo ignoraba)
Ya había perdido el tesoro.


LIBERTAD DE EXPRESIÓN

En tu sexagésimo cumpleaños, a la luz del pastel,
Ariel se sienta en tu nudillo.
Le das de comer uvas, primero una negra, luego una verde,
De entre tus labios fruncidos en un beso.
¿Por qué eres tan solemne? Todo mundo ríe

Como agradecido, la reunión entera:
Amigos viejos y nuevos,
Algunos autores famosos, tu corte de mentes brillantes,
Y editores y doctores y maestros,
Sus ojos entrecerrados por una risa satisfecha:

Hasta las amapolas muertas ríen, una pierde un pétalo.
Los cabos de las velas tiemblan
Intentando contener su júbilo. Y tu madre
Ríe en su asilo de ancianos. Tus hijos
Ríen desde lados opuestos del globo. Tu padre

Ríe en su ataúd profundo. Y las estrellas,
Sin duda también las estrellas se estremecen de risa.
Y Ariel,
¿Qué pasa con Ariel?
Ariel está feliz de hallarse aquí.

Sólo tú y yo no sonreímos.



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