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domingo, 9 de diciembre de 2012

La enfermedad de la nostalgia / Plagio de Bryce Echenique


Por favor, lea
Texto original
Luis M. Iruela
La enfermedad de la nostalgia
http://www.jano.es/ficheros/sumarios/1/0/1580/86/1v0n1580a13081016pdf001.pdf
Humanidades Médicas, octubre 2005





PLAGIO DE ALFREDO BRYCE ECHENIQUE

Nexos
Número actual
OCTUBRE, 2012
Octubre 2012








01/08/2006
Columna incólume
La enfermedad de la nostalgia
Alfredo Bryce Echenique


Al menos por su etimología, la nostalgia es el dolor de no encontrar el camino de regreso. Ahora bien, ¿hacia dónde se dirige ese regreso? Casi siempre a un lugar y a un tiempo idealizados, a un mundo que en sí lleva el brillo de la plenitud, a salvo de toda usura y deterioro, es decir, al deseado paraíso. Esta es, desde luego, la gran nostalgia, la que difícilmente puede llegar a satisfacerse. Todos conocemos, en cambio, sus manifestaciones menores: la añoranza de una tierra, de una persona, de la infancia..., que a veces y por un instante nos dejan el aliento en suspenso, pero no detienen el curso de nuestras vidas. Sin embargo, la otra nostalgia existe, insaciable y exigente como una pasión de lo huido y lo lejano que atrapa al individuo en una especie de hechizo sin porvenir. La expresión inglesa “besado por las hadas” describe a la perfección ese aire de incurable enfermedad de la distancia que otorga a quien la sufre una aura de romántica grandeza. Quizá por eso mismo le ha prestado la literatura mayor atención a este padecimiento que la propia medicina y nos ha dejado páginas minuciosas acerca del avance imperceptible de un morbo que acaba con la muerte emocional del paciente. No en vano debemos recordar aquí que la palabra “morbo” significa “lo que hace morir”.

Entre las grandes novelas de nuestro tiempo, El gran Gatsby (1925), de Francis Scott Fitzgerald, y El gran Meaulnes (1913), de Alain Fournier, son verdaderas y magistrales exploraciones de los límites de la nostalgia. Hay entre las dos novelas, desde su título mismo, un paralelismo llamativo, pero lo interesante ahora serán más bien las diferencias.

En El gran Meaulnes se cuentan los sucesos cotidianos como si fueran excepcionales, lo que proporciona a la narración un tono mágico constante. Alain Fournier (1886-1914) publicó su novela a los 27 años de edad, uno antes de morir combatiendo en la Primera Guerra Mundial. Es cierto que el autor mantuvo un breve encuentro en 1905 con una bellísima joven, a orillas del Sena, pero inmediatamente después perdió su rastro. Y la buscó durante ocho años, pero cuando al fin la encontró, en 1913, estaba ya casada.

Sin embargo, durante los años que duró su búsqueda, fue depositando sus recuerdos y esperanzas en la construcción del personaje femenino de su novela, que sólo unos meses después aparecería publicada.

Augustin Meaulnes es un adolescente misterioso que llega como alumno a la escuela de Sainte-Agathe “un domingo de noviembre de 189...”. En ese internado entabla amistad con François Seurel, hijo del director y narrador de la historia, en quien despierta una fiel admiración. Los días escolares van transcurriendo normalmente, aunque llenos de ansias de aventuras, hasta que una escapada de Meaulnes por un sendero desconocido y su súbita entrada en un caserón en el que se celebra una ceremonia nupcial lo envuelve en un ámbito de ensalmo que lo deja titubeante y deslumbrado, sobre todo por el encuentro fugaz que tiene con una muchacha: “¿Mi nombre?”. “Soy la señorita Ivonne de Galais”. Y echó a correr.

Meaulnes quedará impresionado por la breve visión de la belleza y sentirá en lo más hondo el filo de la ausencia. Como el propio autor, antes, en París, el personaje emprenderá una búsqueda infatigable por toda la comarca hasta dar con ella. Pero al recuperarla, Meaulnes no siente el éxtasis del efímero y misterioso primer encuentro. Su amigo Seurel, testigo asombrado de la escena, lo describe así: “¿De dónde venía, pues, ese vacío, ese alejamiento, esa incapacidad de ser feliz que había en él en ese momento?”.

De la enfermedad de la nostalgia es, sin duda, la respuesta. Como en el caso de Daisy para el gran Gatsby, Ivonne es un estímulo para Meaulnes que lo lanza inagotable a un anhelo mayor, probablemente inagotable. También Gatsby se queda a las puertas de recuperar a Daisy, mientras que Meaulnes no sólo alcanza el amor de Ivonne, sino que llega a casarse con la muchacha. Sin embargo nada de ello -y esto es lo fundamental- logra cerrar su enorme herida de nostalgia. Gatsby es un hombre joven pero ya en el pináculo de su carrera, mientras que Meaulnes es todavía un adolescente. ¿Puede caber una añoranza tan exaltada en una vida tan corta? Añoranza ¿de qué? Este sería el misterio que ha registrado Milan Kundera en su novela sobre el exilio, La ignorancia. Escribe en ella: “Hay que comprender la paradoja matemática de la nostalgia; ésta se manifiesta con más fuerza en la primera juventud, cuando el volumen de la vida es todavía insignificante”.

El adolescente, qué duda cabe, percibe una llamada en su intimidad sin saber de dónde procede. A esta llamada, dirigida hacia un horizonte de añoranza inconcreta, suele llamársele en términos médicos “nostalgia sin objeto”. El niño es incapaz de sentirla, pero en cambio es indispensable en la adolescencia para poder configurar un mundo interno a partir de la pubertad. Esta nostalgia constituye, sin duda, una indagación del sentido de las cosas y valores, y por eso cumple una función determinada en el desarrollo de la personalidad. Y como todos los sentimientos y emociones ligados a una etapa evolutiva dada, tiene un carácter transitorio que desaparece cuando la persona accede a una visión propia de la vida y de sí misma.

Sin embargo, por una desconocida causa, existen seres humanos que no llegan a encontrar nunca un mundo con sentido y no establecen, por tanto, ningún vínculo con el lugar y el momento presentes, quedando su desarrollo detenido en una nostálgica nebulosa. Dan la impresión de que tratan de volver a un tiempo idealizado con todas sus infinitas posibilidades sin desgastar. Hemos visto ya el caso de El gran Meaulnes y mencionado también ese otro gran “clásico de la nostalgia” que es El gran Gatsby, donde se analizan los límites de esta enfermedad en un personaje entregado de lleno a la terrible esperanza de recobrar el pasado en todo su esplendor.

Nick Carraway, el narrador de la novela, presenta a Gatsby como a una persona dotada de “una exquisita sensibilidad para captar las promesas de la vida”. Promesas elusivas para casi todos nosotros, los que no podemos perder de vista la realidad. Pero Jay Gatsby sí puede hacerlo, empujado “por la colosal vitalidad de su ilusión”. Una noche de otoño, durante un paseo con Daisy, experimenta un abrumador sentimiento de amor y gloria. A partir de entonces, el paso de su vida queda prendido de ese instante único, sobre todo porque poco después la separación sobreviene debido a que la clase social de ella se interpone entre ambos. Cinco años más tarde, un Gatsby considerablemente rico regresa para recuperar su amor, pero las cosas han cambiado irremediablemente.

Daisy está casada con Tom Buchanan, alguien que pertenece a su propio mundo y representa la brutalidad del sistema clasista americano. Como señala el narrador: “Tom y Daisy eran descuidados e indiferentes: aplastaban cosas y seres humanos, y luego se refugiaban en su dinero (...) dejando a los demás que arreglaran los destrozos que ellos habían hecho”. Gatsby, nuevo rico, nunca podrá penetrar el mundo de suficiencia de la clase social elevada y permanecerá allí, en el umbral, con la esperanza intacta, “vigilando la nada”.

El acierto más desesperado y perspicaz de la novela es que la nostalgia de Gatsby no se satisface con el reencuentro con Daisy, incluso llega ésta a decepcionarlo un poco: “No comprende... Antes solía comprender. Pasábamos sentados horas enteras...”. Y es que el personaje se encuentra ya asombrado por la gran nostalgia: “Daisy no llegó a ser el vértice de sus sueños (...) Había ido más allá de ella, más allá de todo. Se había entregado con creadora pasión, acrecentándolo todo”. La amada aparece, en realidad, como un estímulo para acceder al algo mucho más profundo y absoluto. Quizás por eso Platón pensaba que el Eros era una de las tendencias dirigidas al reino de las Ideas.

Jay Gatsby cree en la posibilidad de regresar a un punto culminante de partida. Nick, conmovido por el fracaso de su amigo, dice de él: “Había recorrido un largo camino para llegar (...) y su sueño debió parecerle tan próximo que no le sería imposible lograrlo... No sabía que estaba ya detrás de él... en alguna parte de aquella vasta oscuridad”. Gatsby, incontenible iluso activo, padecía sin duda la terrible enfermedad de la nostalgia. No era capaz de percibir que el pasado nos esquiva en las promesas del futuro, aunque como James Gatz (Gatsby) poseamos “un don extraordinario para saber esperar”. n




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