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lunes, 9 de enero de 2012

José Manuel Arango / Aurelio Arturo y la poesía esencial


José Manuel Arango
AURELIO ARTURO Y LA POESÍA ESENCIAL
BIOGRAFÍA
Palabras preliminares

LA POESÍA ha sido pensada, por un pensamiento muy lúcido y que se funda en metáfora honda, como la construcción de una casa, de una habitación para el hombre. La palabra sería, en esencia, Morada. Aurelio Arturo construyó en sus poemas tal habitación humana. “Morada al sur” es el título de su único libro.
El lugar de su poética es un lugar mágico. Un soplo de encantamiento lo ha fijado y anima cada uno de sus momentos y todos sus enseres: árboles, bellos animales paradisíacos. Se trata, en suma, solamente de eso, de aquel soplo animista:

“He escrito un viento, un soplo vivo
del viento entre fragancias, entre hierbas
mágicas; he narrado
el viento; sólo un poco de viento”.

Un lugar que es el ámbito de la niñez:

“Un largo, un oscuro salón, tal vez la infancia”.

La "casa grande" de las vivencias del niño, la casa grande de los sueños y las fábulas. Una nodriza negra —una figura legendaria, como enmascarada, los ojos húmedos le brillan en la sombra como estrellas de plata—trae en "su saliva melodiosa" los cuentos y los mitos.
Y en torno de la casa el bosque, "un bosque extasiado que existe / sólo para el oído", porque está hecho de murmullos, de palabras, de música. Arturo insiste en su calidad de espacio audible: en el viento, la brisa, las hojas. Millares de hojas que el viento mueve, cada una como una lengua y una voz. Y también como un párpado o la sombra de un párpado que se cierra para el sueño.
Tal vez el verdadero poeta—es necesario volver sobre este tema baudelairiano—sea el adolescente. La niñez es, ciertamente, la época del descubrimiento asombrado del mundo. El niño vive en un presente eterno, vertido en el afuera, fuera de sí. La novedad y la riqueza de las cosas lo atrapan, los ojos se le prenden de ellas. Él es el que ve, el evidente natural. El que puede advertir "el duendecillo de luz en toda línea" y hacer verdadero un verso como éste:

}“Hace siglos la luz es siempre nueva”.

La luz, la iluminación. La búsqueda del instante no es quizá otra cosa que el afán de recuperar la riqueza y la nitidez de la visión infantil.
Pero al niño le falta la consciencia de sí. Que está hecha, qué duda cabe, del conocimiento de la muerte. De la muerte propia, en primer término. El niño no cree en la muerte, inventa fábulas para explicarla y desconocerla, los muertos serían impostores que juegan la farsa de su muerte para dedicarse a vivir una vida clandestina, por ejemplo, o para irse a otras tierras.
El adolescente, en cambio, sabe de su muerte y, con este saber, sabe también de sí. Cierto que es imposible imaginar o pensar la propia muerte, porque el yo que trata de pensarla sigue ahí presente. Pero ello no implica que no podamos experimentar nuestra muerte de un modo más decisivo que el del mero pensamiento. El púber asiste a su propia muerte. O, más que asistir a ella, la vive. Es la muerte del niño que fue devorado poco a poco por ese otro que se alimenta de él y se va afirmando dentro. En el cuerpo mismo del púber, cuerpo todavía sin equidad y que se siente ajeno, parece producirse el desdoblamiento que permite la reflexión. Muerte del niño que fue: la adolescencia es, en uno de sus fondos, un largo duelo.
Después el adulto olvida, se olvida. A la forma de desconocimiento de sí que es propia del Alma Bella, podría quizá anteponerse otro modo más radical de desconocimiento, el propio del Alma Dormida. El Alma Dormida sería la que olvida su muerte y de este modo se olvida de sí misma. Un adulto "normal" es un Alma Dormida. A la que hay que llamar y despertar. Hacer que recuerde, que avive el seso. Quizá una de las tareas de la poesía sea la de avivarle el seso al dormido. Y el poeta alguien que quiere mantener viva su adolescencia, estar despierto, recordar. Sería una especie de retrasado, alguien que no alcanza a llegar del todo a la madurez, que se mantiene en una como adolescencia tardía.
La obra de Arturo es, en lo esencial, la celebración de una infancia. Si la adolescencia es la expulsión del paraíso, el poeta quiere, no obstante, hablar sólo del paraíso perdido; tal su constante ocupación:

“Desde el lecho por la mañana soñando despierto,
a través de las horas del día, oro o niebla,
errante por la ciudad o ante la mesa de trabajo,
¿a dónde mis pensamientos en reverente
curva?”

Es como si el adolescente tardío se obstinara en el duelo por el niño, como si siguiera velando su cadáver. El poema Morada al sur es el sueño de un niño. (Está muerto, ¿su sueño es el de la muerte?)

“Duerme quince años fulgentes, la noche ya ha cosido
suavemente tus párpados, como dos hojas más, a su
follaje negro”.

Y en una canción de su segunda época, “Canción del niño que soñaba”, llega a nombrar "el pequeño cadáver". Y el umbral, en fin, que da acceso al secreto mundo de la niñez, está marcado por la muerte:

“Y aquí principia, en este torso de árbol,
en este umbral pulido por tantos pasos muertos,
La casa grande entre sus frescos ramos”.

Hay dos ciclos en la poesía de Arturo. El primero, el de “Morada al sur, está concluso”. Son sus poemas tempranos. Los del segundo ciclo, diferentes por sus ritmos, dan la impresión de una tentativa. Ahora el poeta maduro quisiera cantar la noche de la ciudad, reflexiona sobre la palabra. No obstante, el tema de la casa, del país infantil se impone, vuelve obsesivamente. “Yerba”, “Tambores”, “Lluvias” son poemas que regresan, aun desde la circunstancia de la ciudad, al mundo elemental de la aldea y a las voces de la niñez.
Y quizá todas aquellas voces sean una sola voz, el solo soplo esencial:

“Te hablo...
entre millares de hojas inquietas, de una sola
hoja
..................................................................
te hablo de una voz que me es brisa constante”

¿No hay en la raíz del animismo de Arturo una suerte de panteísmo gozoso, más sentimiento y visión que concepto, como conviene a un poeta? Si de día en cada hoja está el brillo del sol, de noche las hojas iluminadas son como estrellas murmurantes. El paraíso es también un mundo donde todo se cambia en todo, donde todo se disuelve en sus elementos. Es la naturaleza elemental, en cuyo seno se producen las oscuras transformaciones. Un ''profundo río de mantos suntuosos", que es también el padre, "sube por los arbustos, por las lianas". Las mujeres crecen en la penumbra, se oyen engrosar sus brazos "cuando la sombra es el crecer desmesurado de los árboles". Y en los árboles, sepultados en ellos, creciendo con ellos hay reyes y reinas fabulosas:

“Reyes habían ardido, reinas blancas, blandas,
sepultadas dentro de árboles gemían aún en la espesura”.

Hay un poema, de los últimos que escribió, que es como una delicada amenaza. La “Yerba” (así, con ye, el título), más silenciosa sin embargo que la jocunda hierba whitmanía, avanza y lo cubre todo

“como diez mil diminutas serpientes”.

Así, con esa finura, repta una amenaza delicada pero mortal. Porque la yerba invade

“y ocupa las ciudades
traspasa la montaña
y silva su aguja de crótalo”.

Hay que oírla, ya que no perdona "el desdén/ el abandono", y si no es oída

“levanta
sus mil cabezas diminutas”

y persigue la planta humana que la deja.

Pero el poeta, ¿como un encantador de serpientes?, puede con ella. Y así la yerba, "que ama ser hechizada/ como una serpiente", se trueca en una "dócil serpiente melódica”

“bajo la mano
bajo la caricia
que la aplaca”

Por eso, porque el mundo que canta Arturo es el de una fertilidad a la vez creadora y destructora, hay esa dureza, ese recio júbilo en su poesía. Y, aunque haya nostalgia por la niñez perdida, no hay nunca queja o elegía, o si las hay están transfiguradas por el gozo. Garcilaso enunció el tono de su poesía al acuñar la feliz expresión que habla de un "dolorido sentir". Arturo no enuncia menos felizmente el tono de la suya cuando nos dice de su "gemido gozoso". No es, pues, la queja, sino el gozoso gemido del amante.
El mundo mágico y encantado de Arturo no es sin embargo irreal. Es el que conoció de niño en el sur, tan de aquí, tan nuestro. Tropical y medio salvaje, con nodrizas negras y tambores que suenan "a lo lejos", "en la noche de lentos párpados morados", y cuyo sonido llega "atravesando valles y valles de silencio",

“y nadie sabe quién los toca
ni dónde
pero todos los oyen
y comprenden su mensaje
y se llenan de júbilo o se espantan
dónde suenan
quién los toca
manos que se han deshecho
o que están cayendo en polvo”.

El mundo, en suma, de los antepasados. No sólo ya el de la infancia individual sino el de la infancia mítica de todos los hombres. Un paraíso al sur, situado con todo en una geografía precisa, cerca al Pacífico, donde "esas lluvias inmemoriales", "lluvias que vienen del fondo de los milenios", "pueblan la tierra de hojas grandes/ lujosas". Arturo nombra una y otra vez esas hojas grandes, tan semejantes a las de los cuadros del aduanero y a la vez tan reales:

“Después, de entre grandes hojas, salía lento el mundo”.

Porque está arraigado en su tierra, en el país y los países de Colombia, puede decir:

“Por mi canción conocerás mi valle”.

“Palabra” es un poema fundamental de la madurez. Una escueta—pero no por eso menos rica meditación sobre la poesía:

“en ella nos miramos
para saber quiénes somos”.

La palabra, "fina o tosca" debe ser en todo caso forjada "con el fuego de la sangre y la suavidad de la piel de nuestras amadas". Y está

“con nosotros desde el alba
o aun antes
en el agua oscura del sueño
o en la edad de la que apenas salvamos
retazos de recuerdos
de espantos
de terribles ternuras”

Y es "moneda de sol". Y refleja "nuestro yo/ nuestra tribu". (¿El yo es pues un yo de la tribu según ese “profundo espejo”?) Y es "monólogo mudo" pero también diálogo. Y es

“la que acuñamos
para el amor la queja”.

La música es el meollo de la poesía de Arturo. Hubo una secta, el simbolismo, cuyos adeptos sostenían que la poesía es esencialmente música y buscaban "la música ante toda cosa". Arturo viene de ellos, quizá pertenece a la secta secretamente. Su bosque de rumores y aromas y alas es "sólo para el oído". Y la mujer, que es la belleza, la fecundidad, la madre, es para él acaso la misma música:

“Mas, quién era esa alta, trémula mujer en el salón
profundo?,
¿quién la bella criatura en nuestros sueños profusos?
¿Quizá la esbelta beldad por quien cantaba nuestra
sangre?
¿O así, tan joven, de luz y silencio, nuestra madre?
O acaso, acaso esa mujer era la misma música,
la desnuda música avanzando desde el piano,
avanzando por el largo, por el oscuro salón como en
un sueño”.

Arturo trabaja la palabra musicalmente—su textura, su ritmo— para modular el hálito, el hechizado "soplo vivo del viento". Pocos poetas entre nosotros habrán cuidado como él, en esto tan cercano de Silva, la línea melódica y el paso del verso. No es gratuito que parte en sus poemas, en la mayoría de ellos, del alejandrino simbolista, que se constituye en pie de apoyo desde el que—saltando, bailando—teje su verso. Un verso lleno de descoyuntamientos y fracturas, de elisiones o alargamientos detrás de los cuales es difícil a veces reconocer el metro original, al que no obstante vuelve de tanto en tanto. Un verso que generalmente prescinde de la rima o deja sólo una asordinada y variable rima asonante, pero que halla otras sonoridades más diluidas, suaves insistencias y aliteraciones (“reinas blancas, blandas", "la habla pulposa, casi palpable").
El resultado es una línea dócil y tersa, que parece ir del predominio de la melodía al de cierto ritmo de percusión. El piano que había en su casa ("el grande, oscuro piano") está allí, como están las "violas, arpas, laúdes" que oye en el bosque. Pero están también los tambores, que destacan más en los poemas de su segundo ciclo, hechos de versos cortados y saltarines, los tambores que suenan

“transmitiendo en la tierra hasta muy lejos
la palabra humana
la palabra del hombre y que es el hombre”.

El verso de Arturo se quiebra en balbuceos, abunda en iteraciones y reiteraciones que le dan un talante que parece obsesivo, acorde con su obsesivo ocuparse de un solo tema. ¿O tiene en él la reiteración más bien un carácter incantatorio?
Porque no se trata de mera prosodia, de un avaro contarse los dedos. Si uno lee y relee estos versos, si se los dice a uno mismo y los oye y los saborea, es porque encuentra en ellos, y cada vez son más los hallazgos, una compleja y delicada estructura musical.
La poesía puede hoy derivar hacia otros ritmos más ásperos y estar inserta en otros rituales. Esto es decir que tal vez el baile sea otro. Al fin y al cabo nuestra vida de hoy acaece en estas ciudades violentas. Y acaso muchos jóvenes sean propensos a buscar, en vez del gozoso animismo de nuestro poeta, una suerte de pandemonismo. Hay otros credos y otras sectas. Pero los poemas de Arturo, creo, son de los que vinieron para quedarse, de los que siguen diciendo. Son poesía esencial porque lograron la música.
Y porque son luminosos, solares. No sólo está ahí para mostrarlo su canto al sol (que baja a la aldea a repartir la alegría entre todos, que hace de oro las aves puede beberse en el jugo de las frutas rojas y puede reirse), sino que tenemos este verso, feliz en más de un sentido, que resume su obra cuando celebra

“La ancha tierra siempre cubierta con pieles de soles”.

Del libro "A propósito de Aurelio Arturo y su obra"
Grupo Editorial Norma, Colección Cara y Cruz
Santa Fe de Bogotá, Colombia, 1992


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