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martes, 24 de enero de 2012

Jaime Echeverri / Claudia Piernaslindas

Flaubert y piernas
Fotografía de Triunfo Arciniegas

Jaime Echeverri
BIOGRAFÍA
CLAUDIA PIERNASLINDAS

Resta, testa, contesta, floresta, fiesta, todos hacen la siesta en clase, menos Claudia y yo. Ella espera que pase alguna cosa y yo armo palabras que después no voy a pronunciar. Miro a la ventana y veo pasar un bote tripulado por una nube leve. Sostenido con imanes, pienso yo. Tal vez amarrado con hilos de sueño. Es bella Claudia. Está sostenida por unas bellas piernas largas y casi no tiene bultos en el pecho. Así deberían ser todas las mujeres. Claudia Arango está escrito muchas veces en mi cuaderno, pero nadie lo sabe. Este cuaderno no se los muestro a nadie.
Todos dicen que Claudia Arango es rara y medio puta. A mí eso no me importa, nunca hago caso de los chismes y creo que cada quien tiene derecho de hacer de su vida lo que quiera, aunque los otros nunca entiendan. Pero esto quiere decir que todos se fijan en ella porque es linda y llamativa. En la clase hay otras. Como diez. Sí, como diez porque nunca me tomo el trabajo de contarlas. me gusta Claudia Arango porque es callada. Habla sólo con Checho, Cris y Jorge. De vez en cuando conmigo.
La ventana se llena con una mancha negra. Nubes de lluvia o un avión que pasa demasiado bajo, tan bajo como para ensombrecer el hueco de la ventana. Espero que se caiga, que se estrelle contra la torre mayor de la catedral. Nada. Claudia no se da cuenta de la pequeña noche en la ventana. Checho dice que ella no se da cuenta de nada. Claudia no se ha dado cuenta que la quiero. Nadie lo sabe y ella menos que nadie. Yo solamente escribo su nombre cada vez con más fuerza en mi cuaderno. Y la miro en las clases. He notado que los profesores le tiene preferencia por ser hija de un senador, por tener mucha plata o por ser calladamente inteligente. Las demás le tienen envidia y por eso dicen que es medio puta. A mí nadie me envidia, casi ni me miran y cuando lo hacen me miran con desprecio. Pero yo me hago el loco.
Claudia se sienta dos puestos adelante del mío. Le conozco bien la nuca y el pelo que se le resbala hasta los hombros. He repasado su espalda tantas veces, que me la he aprendido de memoria, pero sólo hasta la mitad. De allí en adelante está protegida de mis ojos por la tabla del espaldar. Me he especializado en dejar caer alguno de mis útiles al suelo para agacharme a recogerlos y poderle ver parte de sus piernas largas y lindas. A veces creo que ella me tiene desconfianza, como todos. Pero se atreve a hablarme. De vez en cuando voy con ella y con Checho, Jorge y Cris hasta la Casa de Vidrio. Nos sentamos siempre en una mesa de atrás desde donde se ve Manizales desparramada sobre la cordillera como si las casa hubieran llovido desde el cielo.
He seguido muchas veces a Claudia. La he perseguido cuando salimos del colegio. Sale despreocupada, como elevada, sin mirar para atrás. Se sube en un bus y yo, que he tenido que vender alguna de mis cosas para poder pagar el pasaje, subo también. De Fundadores a Palermo el viaje no es muy largo, pero a mí siempre me parece demasiado corto, muy pero muy corto. Cada vez me subo al bus pensando decirle alguna frase, mostrarle el cuaderno donde está escrito su nombre tantas veces, que más parece un cuaderno suyo que uno mío. Pero la decisión se me evapora entre una parada y otra. Desde mi asiento la veo levantarse para bajarse en la próxima esquina. Pasa junto a mí como si no me viera y, apenas pasa, me alisto yo también. Yo le agradezco a Claudia que no se dé cuenta que la sigo porque me moriría de vergüenza si me mirara de pronto. No sabría qué hacer. Las palabras se me revolverían en la punta de la lengua y, al final, no encontraría ninguna para decirle.
Contra su indiferencia y mi silencio he averiguado muchas cosas de Claudia. Cosas que van más allá de saber dónde vive o cómo se viste los domingos. Los rumores de rara y medio puta deben venir de su indiferencia con todo y ante todos y de salir con algunos tipos que vienen a buscarla por las noches. Van a una finca en las afueras. La noche que llegué hasta allá no pude saber lo que hacían dentro. La excesiva iluminación de los jardines no me dejó acercar. Tuve miedo de trepar la verja, pero oí música y todas las ventanas me dejaron ver sombras que nadaban entre la luz. Bailaban o simplemente se movían de un cuarto a otro en un flujo constante. No pude saber más y tuve que caminar una larga y pendiente carretera para poder regresar. Hacía ya un buen rato que se había ido el taxi que me llevó cobrándome un dineral. Lo despaché apenas llegamos para evitar que el chofer fuera testigo de uno de mis fracasos.
Aunque se muchas cosas de Claudia, ella es para mí una gran posibilidad de fracaso. Es inalcanzable, imposible de conocer más allá de los datos aislados que me dan el espionaje y la averiguación. Eso, más el hecho, imposible de disimular, de ser invisible para ella. lo único real, a lo único que tengo acceso es a su nombre y lo agoto escribiéndolo una y otra vez y cada vez con más fuerza en mi cuaderno.
 Claudia decide mirar al techo en esta última clase. Yo sigo organizando palabras que no voy a decir, hilo, filo, pistilo, vilo, mientras el sol acaricia delirante el asfalto y las nubes pasan lenta y suavemente por el cielo azul, como algodones que limpian un cristal. Voy a extrañar la voz hipnótica, arrugada y cansada del profe, la siesta colectiva de los compañeros y las miradas al vacío de Claudia. Ella y yo los únicos despiertos, los únicos que nos dejamos ir, arrastrados por el río de palabras, ella y yo los mejores, según dice el imperturbable maestro.
Entre las palabras que tejo y destejo, en mitad de una frase sobre un libro del siglo veinte, “esa literatura que destruye las formas y descubre otros caminos...”, como dice el profe con su voz gastada, armo y desarmo lo que he podido saber sobre Claudia Piernaslindas que llena con su nombre mis noches, mis días y las hojas del cuaderno.
Mamá linda tenía Claudia. Alta, ojigrande, cejas pinceladas sobre una piel de porcelana. Sus piernas debieron ser largas, la cintura estrecha y la cadera amplia. Sus senos debieron ser pequeños y dicen que caminaba con porte de reina. Las lenguas se enmelazan hablando de ella y de su alegría. Hasta mamá, que casi nunca le da a ninguna mujer la oportunidad de ser hermosa, dice que era tan bella que le quitaba la respiración y el habla, como si al mirarla se perdiera el aliento. Pero esas son cosas de mamá. Hay lenguas que lo dicen de otro modo. Que cuando miraba hacía temblar a la gente. Que sus ojos cavaban en los otros tan profundamente que el fulano o la fulana que la miraba no resistía la fuerza de su mirada y tenía que cerrar los ojos o desviarlos o agachar la cabeza para que esos ojos ardientes y penetrantes no descubrieran secretos guardados por tanto tiempo, que parecían podridos y olían mal. Pero eso no es más que imaginación de la gente. Yo no he conocido a nadie así.
Se llamaba Clara y no sé quién de su familia había tenido que ver con la fundación de la ciudad, el abuelo o uno de sus hermanos o alguno de los múltiples primos del abuelo que igual que él había quedado por fuera de la herencia. Todo eso es lo que flota alrededor de Claudia, pero nadie lo nota. Ya pasaron los tiempos en que la conversación se reducía a recordar el momento en que Manizales había sido acaballada en el lomo de la cordillera. Al irse agrupando las casas en el rancherío inicial y luego en el pueblo extendido con pretensiones de ciudad, el tema se fue disipando hasta quedar convertido en el vago orgullo de los descendientes de las primeras familias que se asentaron en la masa de falso heroísmo  con el que se agigantan a la fuerza actos elementales. De ese chismorreo se pasó a otro, al espionaje del vecino, a los comentarios de viejas rezanderas a la salida de la iglesia, a las tristes desgracias de un zutano y las desventuras aplaudidas de otro. Por eso aquí no hay secretos. Sólo queda esa aureola del sigilo  con que se hacen ciertas cosas, esa ingenua seguridad de que nadie más que el autor sabe lo que realmente sucede. Pero hay ojos y oídos en el aire.
La cascada adormecedora del maestro corta el aire espeso de la tarde. Aire condensado por los ronquidos de los compañeros, mientras el profe habla del cambio de sentido de la épica que ha introducido la literatura de este siglo. Mientras, yo reconstruyo la imagen de la mamá de Claudia y ella deja volar sus ojos a un punto ciego del salón. La tarde está en ese momento en que todo el mundo parece haberse ido a otra parte, como si el silencio se tragara a todos, como si la inercia silenciosa fuera la única ley del movimiento. Hasta el pensamiento fluye como si nada lo impulsara ni lo detuviera, rueda por la cabeza con tanta serenidad, que es más el sueño de un sonámbulo que la cavilación de un ser despierto. Y Clara Piernaslargas, madre de Claudia Piernaslindas envuelve su afamada alegría entre los tules y encajes de un vestido de novia que se le adhiere al cuerpo. Hubo dos Claras entonces. La alegre soltera de risa fácil, de sonrisa dibujada en la cara. Y la opaca Clara cariseria con ojos próximos al llanto. Así como era famosa su alegría antes del matrimonio, así se popularizo su tristeza, metida en su cuerpo después de la boda y que se le salía por los ojos y le pesaba en las comisuras de los labios. Las lenguas interpretan: algo debió ocurrir en la noche nupcial, el senador, a pesar de su apariencia de galán gardeliano, superando el atractivo de sus sienes de plata y de sus  rasgos finos, debía tener algo muy íntimo sin funcionar; el senador Arango se casó para disimular una mariconería que podía perjudicar su carrera política. Pero nunca se supo con claridad lo que opacó la sonrisa de Clara. Que al senador le funcionaban bien sus partes íntimas lo testifican Claudia, Tatiana y Oscar. Y nadie pudo probar que el senador persiguiera a los muchachos. Algo que traspasaba los cuerpos, intenciones sombrías, revelaciones imprevistas, secretos descubiertos bruscamente o terrores sexuales, fue lo que pudo apagar el chispeante brillo alegre en los ojos de Clara.
Claudia parece hechizada y mira con atención al profe que dice que los héroes ya no son grandiosos, ya no son héroes ni seres sobrehumanos llenos de cualidades, valores y poderes, sino seres corrientes, como nosotros, humanos que luchan por entender la vida como si el genio creador de la humanidad se hubiera dado cuenta de la necesidad de rescatar del anonimato la actuación cotidiana de la mayoría esa masa de habitantes del planeta “pero esto no es otra cosa que un paso más en la historia - no en la historia de la literatura o el arte, sino en la historia en general -, porque la literatura como todo el arte sigue el ritmo del tiempo...” El sopor de la clase empieza a endurecerse, a hacerse pesado en las inútiles cuatro de la tarde.
No era la tarde cuando Clara se casó. Fue una mañana como cualquier otra. El doctor Arango, ilustre senador, pantalón a rayas y saco leva que lo hace parecer un ave exótica, las rayas alargándole las piernas y el saco pesado bajándole los hombros, marchaba con paso presidencial hacia el altar. ¿Sabía lo que le esperaba a la salida de la iglesia?  ¿Sabía lo que sucedería con la sonrisa de su novia? Parecía como si la sonrisa de la que al salir ya era su mujer le estorbara, como si le dañara un cálculo, como si le restara poder a su mirada, a su figura, a los movimientos y gestos que enfatizaban los ecos ondulantes de sus discursos. Parecía que su matrimonio tuviera como única finalidad borrar la sonrisa de los labios de Clara, deslustrar el brillo de sus ojos, abolirles la fuerza y la gracia.
Lenguas intérpretes se reúnen en el café, pasan el dato al club, lo comentan y transmiten sobre la almohada para reventar convertido en otra cosa en el atrio de la catedral el domingo después de la misa del mediodía. Ni un movimiento se escapa, ningún gesto se descuida, ninguna frase oída al pasar se desatiende. Así se va registrando la vida de todos. Por eso resulta extraño que no se hubieran dado cuenta de lo que pausada y silenciosamente hacía Clara para recobrar el brillo de sus ojos y la alegría de sus labios. Se comentó su creciente barriga que contuvo el tiempo suficiente la llegada de Oscar. Se festejó su nacimiento. Se tergiversó su futuro. Se trató así de olvidar la abultada tristeza de Clara, reemplazándola por la potencia reproductora del senador Arango, confirmada después de un tiempo prudencial por la llegada de Tatiana. La pausa fue más larga con Claudia. En esa pausa el senador afianza su poder. Sus calientes discursos en el congreso levantaban tantas ronchas, que le impedían ver lo que hacía Clara en Bogotá, mientras él componía frases lapidarias, impostando y ahuecando la voz, dejándose llevar por la retórica usurpada a griegos y latinos, cautivándose y embelesándose con sus frases hasta despertar con un bofetón de un contrincante liberal, cansado de oírle la idea de reimplantar la pena de muerte para detener la ofensiva de la violencia. Allí, el senador Arango fue realmente senador. Haciendo honor al apodo ganado desde la adolescencia por sus poses magníficas, por su paso rápido y marcial, por los pulgares estirando las sisas del chaleco al dar una opinión sobre cualquier trivialidad, cada día salía su foto en los periódicos. Después del receso, forzado por la dictadura militar, el hombre regresó al senado y de allí a un ministerio y de allí a un lugar de eminencia en el directorio nacional.
         “... también trata del amor de otra manera...” Las palabras del maestro traen caricias cansadas. Su voz se endulza sin variar el tono, como respetando el adormilamiento de los compañeros. “Ahora el amor no es grandioso ni usa palabras grandilocuentes. Ya no es únicamente frases e insinuaciones. Se realiza en párrafos duros, crudos, amargos de una franqueza terrible y dolorosa.” A Claudia parece haberle dejado de importar lo que el profesor dice y está ahora ensimismada intentando atrapar algún recuerdo, digo yo. La luz del atardecer se le mete en el pelo haciendo resplandecer su cabeza. “... el amor es violento, carnal, sin ternura...” Queda flotando esa palabra por un momento sobre las cabezas dormitantes, hasta desvanecerse en un carraspeo. Me pregunto qué soñarán los durmientes.
Claudia Arango también era otra antes de la muerte de su madre. Era una niña dulce, atemorizada por el mundo y tenía ocho años. Todo cambió ese día en que cumplía ocho años. El cumpleaños de un niño no es un motivo suficiente para organizar una gran fiesta. Ariel Arango debía tener otros motivos. Todas las lenguas principales de la ciudad estuvieron allí, bífidas y extremadamente peligrosas, generadoras de los grandes enredos: lenguas ingenuas, transmisoras, lenguas de nudo ciego que oyen una cosa, entienden otra y dicen una distinta: Todas las lenguas aseguran haber visto a Clara abandonar bruscamente la mesa, su rápida salida del comedor, el suspenso de unos diez minutos antes de la salida de Claudia. Y haber oído luego el sonido hueco del disparo apagado por las paredes, y en seguida el grito agudo, cortante de la niña y su carrera hacia abajo, casi volando por las escaleras, huyéndole a la parálisis inicial. El senador y algunas lenguas subieron hasta el cuarto matrimonial para encontrar el teléfono pendiendo de su hilo y el cuerpo de Clara con el hilo vital roto, desmadejado en el borde de la cama. Cada lengua hizo su versión dramática de la escena. Cada lengua dice haber visto lo que quiso ver. Cada lengua le puso la sangre que necesitaba, el estado de la cama y el timbre de la otra voz cortada en el teléfono. Cada lengua silabeó sus interpretaciones y salivó sus desconciertos. las lenguas sorprendidas se sintieron burladas, se tuvieron que reconocer desconocedoras de los desplazamientos de Clara, de todas sus andanzas mientras el senador templaba su voz en el congreso de la república.
Nadie supo con quien habló o intentó hablar antes de coger el revólver de su esposo para revolverle la existencia. Nadie sabe si fue parte de una escenografía que Clara imaginó muchas veces para vengarse así del hombre que le había entristado su alegría. lo único que se sabe es que ese acto quedó palpitando en la memoria de Claudia como un enigmático regalo de cumpleaños. La escena la maduró endureciéndole la cara, obligándola a abandonar precipitadamente el falso rosado de la infancia. Empezó por destrozar una por una sus muñecas, desmembrándolas con una mezcla de curiosidad, cuidado y rabia. Con los juguetes se rompió también su locuacidad apabullante, creando una franja de silencio que la envolvió desde ese mismo momento.
Aunque los hermanos sintieron la ausencia de la madre, no demostraron su tristeza. El duelo iba por dentro, como dicen. El luto ensimismado del senador, su retiro momentáneo de la política con el fin de reorganizar su vida le dieron un halo de leyenda que ocasionaba una compasiva admiración. Con firmeza de líder en envió a Londres a sus hijos, un poco para salvarlos de la pena y, otro, para aligerar su propia carga emocional.
Claudia Arango empezó a escribirse en mi cuaderno al comenzar el año. El tiempo se dilata y contrae, podría habernos dicho el profesor de física. Es mucho y poco un año. Y este ha sido especialmente corto y largo. Desde que entré al salón y oí su nombre y me fijé en ella supe que el año sería muy corto. Cuando empezó a hacer sus preguntas raras, diciéndole al profesor que si las pirámides egipcias no eran un canto de vida y no monumentos a la muerte como las mayas, que si el libro de los muertos no era una confirmación de uno mismo, que si las momias no eran una tentativa inútil pero válida de apresar la vida en una forma, que si la vida no era sino un círculo vicioso para engañar a la muerte y otras cosas así, me tuve que contener para no saltarle encima con una frase que le hiciera ver que en esa clase yo era el amo y que, en cierto sentido, tenía que tener en cuenta mis opiniones. Pero preferí escribir su nombre en el cuaderno y esperar en silencio que pasaran los días. Me hice sombra de sus movimientos, preguntador de su historia y conocedor de las versiones lenguadas de la gente.
Al comienzo todos nos acercamos. Cada quien tenía sus motivos. Unos por una gran curiosidad ante la nueva, otros porque habían oído la historieta, otros, porque les inquietaba una mujer como ella. Algunos más porque habían oído decir que acababa de llegar del extranjero. Pero la seriedad y la distancia que uno casi podía tocar, hicieron que todos nos alejáramos como quien huye de una maldición. A mí me dio miedo aproximarme al fuego.
Pienso en el miedo en el momento en que el profesor dice que “la literatura de este siglo es atrevida, no le tiene miedo a las palabras, llega inclusive a ultrajar el lenguaje, sin que esto quiera decir que destruya a la literatura misma. Todo lo contrario - dice - amplía sus límites, rebasa sus capacidades, busca una expresión acorde con el sentir y el pensar de la actualidad.” Pienso en el miedo que me impide llegar a tener algo con Claudia, pero el miedo mismo no me  deja llegar a una respuesta. Quisiera poder decirle a Claudia todo lo que la quiero, pero tengo la impresión de que el sentimiento no importa para ella. No puedo precisar qué es lo que pasa por su cabeza, ni qué clase de líquido corre por sus venas, ni en qué horizonte oscuro construye sus ilusiones.
Claudia Arango no tiene ilusiones. No se hace castillos en el aire, no mantiene ganas de ver el nuevo día. Por eso también le dicen rara. Por eso y por las preguntas que a todos les parecen ridículas. Y dicen que es rara por las cosas que hace.
Ya casi se acaba la última clase. Se puede saber por el gesto infaltable del profe al acariciar el lomo del libro y darle dos o tres palmadas en las tapas como si quisiera avisarles a los durmientes que el sueño de los dos despiertos, Claudia y yo, está a punto de acabar.
Termina la clase. Salimos del colegio. En la puerta se arma un grupito. Jorge y Cris conversan mientras esperan a Checho. Cuando llega hay una pausa de silencio. Detrás va Claudia. yo la sigo despacio, preparado esta vez para ir hasta el paradero y subirme al mismo bus y adentro decirle las frases que he pensado decir. El grupo la atrapa y yo no alcanzo a detenerme. ¿Vienes con nosotros?, me dice Checho. Voy, le contesto. Vamos por la veintitrés hasta el parque Olaya. Subimos hasta la Casa de Vidrio. Desde Chipre se ve la ciudad tendida sobre la cordillera . El sol estremece el atardecer. Nadie dice nada. Tomamos cocacolas y esperamos unas empanadas. Checho quiere dibujar. Saca lápices de colores y una navaja. Empieza a sacarles punta. Cris le alcanza una hoja, Jorge le pasa un bloc para apoyar. No se muevan que la mesa cojea, dice Checho. Claudia le arrebata la navaja, extiende su mano izquierda sobre la mesa y de un solo golpe la atraviesa con la hoja afilada. La sangre brota. Claudia, pálida, mira la mano traspasada y dice que ella es capaz de todo. Vean, dice. y nosotros vemos la mano cubriéndose de sangre. Jorge y yo queremos desclavar la navaja. ¡Quietos!, nos dice Checho, dejemos la navaja en la mano, tratemos de sacar la punta de la mesa y la llevamos así hasta el hospital. No pasa nada estúpidos, trata de convencernos Claudia. Y Checho le da un par de bofetadas. Los dedos de Checho quedan marcados sobre sus mejillas. A mí me habría gustado darle esas dos palmadas.
Toda la clase supo lo de Claudia. Apenas empezábamos este quinto que hoy acaba. Si antes le decían rara, ahora vino la confirmación. Los hombres quedaron con la boca abierta, pero dijeron que ellos también eran capaces de cosas semejantes. Ninguno se atrevió a probarlo.
El maestro da las consabidas palmadas y cierra de un manotazo el libro. La clase despierta. El aire recupera sus ruidos. Leo el nombre de Claudia sobre una página. Ella también parece despertar. La veo levantarse para salir y me preparo para seguir detrás, llegar al paradero y subirme al mismo bus o para encontrarme con ella, Checho, Jorge y Cris y subir hasta Chipre a la Casa de Vidrio.




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