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domingo, 6 de febrero de 2011

Eduardo García Aguilar / Ultimo tango en París


Eduardo García Aguilar


La escena de la sodomización por Marlon Brando, que la inmortalizó en la película El Ultimo tango en París, podría ser trivial en estos tiempos, 40 años después, pero en su momento tuvo el efecto de una bomba cinematográfica que revolucionaba los años de su precursora Brigitte Bardot. Maria Schneider se había convertido en la encarnación de la desbordada irreverencia de los años 60 y 70, los mismos de la revuelta de mayo del 68, el rock pesado y las latas Campbell de Andy Warhol.


La escena famosa del filme de Bertolucci se desarrollaba en un amplio apartamento cerca al metro Bir Hakeim, no lejos de la Torre Eiffel. Maria Schneider, o su personaje Jeanne, yacía sobre el tapiz, bella en sus 19 años, morena, el pelo ensortijado y un encanto erótico nuevo, lejos de las divas de la pantalla cinematográfica de los tiempos de Ava Gardner, Sophia Loren o Marylin Monroe.

Marlos Brando, a sus 48 años de edad, estaba en el apogeo de su gloria. Todas las mujeres del mundo morían por él, por ese cuerpo musculado de rudo malo volando como bólido en su motocicleta y por sus introspecciones de gran actor shakespeareano. Brando representa en la película el papel de un viudo triste y cínico que comienza a encanecer y teme la vejez ineluctable. Tiene la potencia erótica de un animal declinante y desesperado, de un macho alfa a punto de ser desplazado por la jauría de los nuevos sementales.



Ella, la víctima, está ahí. El personaje Jeanne representa todo lo que una muchacha del post-rock y el post-mayo del 68 puede representar de irreverencia y salto al vacío. Como ella, la nueva camada de nacidos en los 50 se lanza en auto-stop por el mundo y toma todos los alucinógenos y los alcoholes en largas sesiones de conciertos y sexo al aire libre. Como ella, el personaje sabe que el cuerpo se ha liberado como nunca y es intercambiable en el placer de una inmensa orgía mundial y perpetua, en los tiempos de antes del Sida.


El viudo musculado la aprisiona con sus fuertes brazos de bíceps metálicos. Le baja los jeans. Deja ver su bello trasero. La víctima se mueve y se debate ante el ímpetu. El hombre bloquea sus codos con sus manos implacables. Sobre el tapiz aparece la más famosa barra de mantequilla de la historia del cine. Toma un pedazo y lo unta en los pliegues de las nalgas de la bella asustada y procede a penetrarla en una larga escena pornoerótica que enmudeció al mundo entero y movilizó en su contra a papas, obispos, autoridades culturales, civiles y militares. La bella y la bestia. El macho y la virgen moderna, asustada, inerme, sorprendida hasta el hastío.
Ella, nacida ilegítima en 1952, de un padre actor, Daniel Gelin, que nunca la reconoció y de una modelo, se inició en la cinematografía, como todos los nacidos en los Sin Cuenta, al ver a los 15 años la gran película de Antonioni Blow Up, basada en un cuento de Julio Cortázar. Ahí también, bellas jovencitas inglesas retozan frente al fotógrafo en el estudio, insinuando sus cuerpos modernos de Twiggy frente a la cámara devoradora. Fueron las primeras niñas en no llegar a tiempo a casa a rendir cuentas a su padres y por el contrario, están ahí disponibles y eróticas ante el obturador mecánico y humano. Disponibles en su humanidad moderna, libre de prejuicios y anatemas.
Ella, toda alegría natural y belleza en ese rostro abierto al mundo, se había escapado de casa a los 15 años y recalado en París en los perversos medios de la publicidad y el cine. Allí la descubrió su precursora Brigitte Bardot, quien le dio posada y la ayudó en sus primeros pasos a la salida de la filmación de Mujeres (1969). La nena estaba perdida, pero por donde cruzaba, un halo de sensualidad, erotismo, sexo, o lujuria se desprendía e iluminaba el espacio, estremeciendo mujeres y hombres, como estremecía a ese viudo Marlon Brando, encerrado con ella en un apartamento para vivir un coito eterno, infinito, la cópula de toda una generación.


El Ultimo tango en París (1972), contemporánea de las incómodas Portero de noche, donde también surgió Charlotte Rampling, y de la excesiva y grotesca Gran Comilona, de Ferrari, se volvió un filme de culto y con él la muchacha de cabellos ensortijados pasó la gloria inmediata. Después Antonioni, el mismo de Blow Up, la pondría al lado de Jack Nicholson en Profession Reporter, otro de sus grandes papeles de su vida. Luego vendrían Baby Sitter de René Clement, Merry-Go-Round de Rivette, Weisse Reise (1978) de Schroder, Just a gigolo con David Bowie y La Derobade (1979) de Daniel Duval, antes de ser llamada por el malogrado Ciryill Collard, que muere de sida antes de los 40.
Con el peso de la leyenda y la fama implacables, la ilegítima Maria Schneider siguió rebelándose contra el mundo. Inteligente, incisiva, se entregó al alcohol, la cocaína y la heroína y sufrió una larga caída hasta que el cáncer se la llevó a los 58 años. Será enterrada en el Père Lachaise, donde están Jim Morrison, otro de los ídolos de su generación. Y en pleno siglo XXI seguimos viendo a Brandon y a Schneider atados por el sexo para siempre.

Eduardo García Aguilar
Blog literario desde París
4 de febrero de 2011

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