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viernes, 31 de diciembre de 2010

Patricia Highsmith / Placeres crueles


Patricia Highsmith
PLACERES CRUELES
Por Raquel Guinovart

Dicen que Graham Greene habría dicho sobre ella: “escribe sobre los seres humanos como una araña lo haría sobre las moscas”. La frase es más impactante que precisa, y por ello probablemente apócrifa. De todos modos la analogía dirá algo a quien haya leído los libros de la escritora norteamericana Patricia Highsmith (1921-1995). Hay un desapego en su forma de describir los crímenes humanos. Pero la frialdad con que persigue las raíces de esos actos no sugiere el anhelo sigiloso de la araña, sino más bien la curiosidad aséptica del científico. Patricia registra las miserias de los hombres como un entomólogo lo haría con la conducta de las amebas, o como el señor Knoppert, protagonista del cuento “El observador de caracoles” lo hace con sus mascotas: “con la misma curiosidad sin emoción”.
El resultado es inquietante. Instalada en el corazón mismo de la moralidad la escritora cruza la línea que separa el bien del mal de un modo que revela la fragilidad de esa frontera. Y lleva al lector en ese viaje. Gradualmente lo conduce a empatizar con lo ilógico, lo irracional y lo caótico, y a descubrir que no le resulta tan ajeno, que entiende al criminal, al loco, al retorcido y que incluso, podría serlo él mismo. En sus novelas nunca se está seguro. “El trasgresor puede triunfar o ser atrapado por la justicia, pero se tiene la sensación de que el orden es impuesto por la intervención de la suerte o de las circunstancias y no porque los personajes vivan en un mundo racional, gobernado por Dios”.
No es de extrañar que durante su vida no fuera popular en los Estados Unidos. Desobedecía los códigos de las novelas policiales, en los que la corrección moral está rigurosamente respetada. En realidad, su literatura tiene más de Poe que de Conan Doyle y más de Dostoievski que de Chandler, aun cuando se trate de novelas de suspenso. Para los críticos siempre fue un problema ubicarla en una tradición y muchos directamente la ignoraron. Pese a ello, a diez años de su muerte sus novelas siguen adaptándose al cine y empieza a formar parte de los programas de literatura de algunas universidades. Los tiempos parecen hoy más apropiados para valorar a la vieja dama que invita a “experimentar placeres crueles”.


Bajo una estrella enfermiza

Sobre la historia de esta escritora se sabía muy poco hasta la aparición en 2003 de la biografía de Andrew Wilson, quien tuvo acceso a sus diarios íntimos, conocidos después de su muerte. Mientras vivió, Patricia Highsmith mantuvo una distancia hosca con el mundo, al que sólo emergía para promocionar sus novelas de tanto en tanto. Las fotos la mostraban vieja, seca, descuidada. Se sabía que era lesbiana, que había nacido en Texas y que desde los años sesenta vivía en Europa.
El retrato que completa el libro de Wilson es, como prevé el tópico, el de una vida desgraciada. Ella dice haber nacido “bajo una estrella enfermiza”. Fue el 19 de enero de 1921, nueve días después del divorcio de sus padres. Patricia no conocería a su progenitor hasta los 12 años. Su madre, que había intentado interrumpir el embarazo tomando trementina, le diría más adelante “es curioso que adores ese olor, Pat”.
Más maternal fue su abuela con la que vivió durante periodos extensos de su infancia. Ella le enseñó a leer a los tres años. Desde entonces “tuvo un amor casi físico por la palabra escrita y mientras leía a menudo ponía el diario cerca de su nariz para respirar el aroma de la tinta”. Por esa época aparece en escena Stanley Highsmith, su padrastro, por quien ella sintió una antipatía inmediata. Recuerda haber tenido repetidas fantasías sobre asesinarlo cuando tenía ocho años o menos. En su diario diría: “aprendí a vivir con un odio homicida y opresivo muy temprano. Y aprendí a sofocar también mis emociones más positivas. Todo eso probablemente causó mi propensión a escribir sanguinarias historias de muerte y violencia”.
En la escuela era una niña tímida con un acento tejano que la delataba como extranjera en Nueva York. Se describe como lúgubre y madura para su edad. A los 9 años leyó La mente humana del Dr. Karl Menninger, una obra de divulgación psiquiátrica que se ocupaba de las llamadas conductas desviadas. Le atrajo el rechazo de Menninger por el concepto de normalidad. En el prefacio leyó: “pienso que es la ignorancia la que hace a la gente pensar en lo anormal solamente con horror y les permite permanecer tranquilos en la proximidad de lo normal como promedio y mediocre. De seguro cualquiera que aspire a algo es, a priori, anormal.” Ella, que ya se sabía diferente, disfrutó de la perspectiva. El libro le mostró que tras apacibles fachadas se esconden contradicciones y deseos perversos. Más tarde diría “no puedo pensar en nada más apto para poner la imaginación en movimiento que la idea –el hecho- de que cualquiera que pasa a tu lado en la calle puede ser un sádico, un ladrón compulsivo, o incluso un asesino”.

El sabor de la libertad

La entrada en la universidad significó para Patricia una forma de desprenderse del clima opresivo de su casa. Su madre insistía en que fuese “normal”. A los 14 le había soltado ¿sos una “lesbi”? porque estás empezando a comportarte como una”. Más tarde recordaría como ese “comentario vulgar y estremecedor” la hizo sentir más rara e introvertida. “Me parecía como los que se hacen en la calle, del tipo ‘¡mira ese jorobado! ¿no es gracioso?’ Pero yo no era un lisiado en la calle, sino un miembro de su familia”.
Se veía con una esencia masculina escondida bajo una cáscara femenina. Un adivino le había dicho a su madre: “Usted tiene un hijo. No, una hija. Debió ser un niño, pero es una hija.” Así se sentía. Encontraba emocionantes las relaciones con las mujeres y “el roce accidental con la mano de una chica era todo un paraíso”. No era fácil en esa época reconciliarse con una inclinación considerada una enfermedad. En el libro de Menninger el lesbianismo estaba clasificado como una de las “perversiones del afecto y el interés”, junto con el fetichismo, la paidofilia y el satanismo. Patricia lo vivía con culpa, pero al independizarse decidió indagar.
En sus diarios describe cada detalle de su despertar sexual, relatando con brutal franqueza sus relaciones con un gran número de mujeres. Aunque reconocía que esa vorágine le hacía mal, se sentía incapaz de resistirla. Se juzgaba como una especie de pervertida. Era, sin embargo, tímida. Muchas veces en sus citas se quedaba callada y confusa. “Creo que algunos psiquiatras llaman a la timidez arrogancia y presunción invertidas. Esta explicación no ayuda a aliviar el dolor que produce”, escribió por esos días.
Pero la cara que mostraba al mundo no tenía rastros de sus tormentas interiores. Sabía lo que quería hacer con su vida y lo que quería ser: una escritora. Para Patricia escribir era ordenar la experiencia y le atraía porque su propia vida era caótica.

Espíritus libres

La primera vez que Patricia prestó atención a los caracoles fue en 1946. Paseaba por un mercado de pescados cuando vio dos, unidos en un extraño abrazo. Se los llevó a su casa, los puso en una pecera y los observó desarrollar una actividad que parecía ser sexo. Decidió describirla minuto a minuto, con un detalle casi científico. En base a esta experiencia escribe el cuento “El observador de caracoles”, que su agente literario juzgó “demasiado repelente para mostrar a los editores”. Desde esa época fueron sus mascotas. “Me dan una especie de tranquilidad”, diría.
Ya en esos primeros cuentos se notaba su predilección por lo extraño. No estaba interesada en escribir sobre la salud, la felicidad, la gente equilibrada. Tal como ella lo veía, la satisfacción equivale a estupidez. Pensaba que la locura, en lugar de ser cambiada y normalizada, debería ser celebrada. “Me gusta la gente en la que las luchas internas son visibles”.
Es por eso que simpatizaba con los delincuentes y los encontraba interesantes a menos que fueran “monótona y estúpidamente brutales”. Más adelante en Suspense, un ensayo sobre cómo escribir novelas de intriga, explicaría que desde el punto de vista dramático los delincuentes son atractivos “porque al menos durante un tiempo, son activos, libres de espíritu, y no se doblegan ante nadie”. En un mundo en el que la mayoría de las personas tratan de ser exactamente iguales a las demás, sus héroes psicópatas o neuróticos se atrevían a ser ellos mismos.
Los primeros de su larga galería son los protagonistas de Extraños en un tren, publicada en 1950. En esta primera novela Highsmith construye una trama ingeniosa que se aproxima a la concepción del crimen perfecto. Dos completos desconocidos que desean deshacerse de alguien cercano, pactan intercambiar los asesinatos: que cada cual mate a la víctima del otro. Logran así un asesinato puro, sin motivos personales. La inversión de los homicidios debiera eliminar toda sospecha de móvil y, por tanto, de culpabilidad. El argumento llamó la atención de la crítica, aunque Patricia Highsmith estaba mucho más interesada en la exploración de la conciencia de sus personajes. Uno de ellos asegura que “cualquier persona es capaz de asesinar. Es puramente cuestión de circunstancias”, una opinión que Highsmith suscribiría.
La suerte de este primer libro decide su futuro. Alfred Hitchcock compra los derechos para filmarlo y al año siguiente estrena Pacto siniestro, cuyo éxito convierte a Patricia Highsmith, a los 29 años, en una escritora conocida.

El precio de la sal

Por esos años va a intentar seriamente convertirse en una persona normal. Se compromete con Marc Blandel, un joven escritor inglés y realiza una terapia para encauzar sus preferencias amorosas. Durante meses oscila entre un deseo desesperado de casarse y el convencimiento de que si lo hace, no sólo lo destruirá a él, sino también a si misma. Cuanto más pensaba en la perspectiva del matrimonio, menos le gustaba. Lo doméstico -afirma en su diario- le repelía y la idea de una vida de bebés, cocina, sonrisas falsas, vacaciones, cine y sexo, particularmente lo último, le desagradaba.
La terapia, que no logró volverla heterosexual, tuvo un resultado no previsto. Para poder afrontar los gastos que suponía, Patricia se empleó en el departamento de juguetes de la tiendas Bloomingdale’s y allí se inspiró para escribir una novela sobre un amor lésbico. Una tarde entró a la tienda una mujer elegante envuelta en un tapado de piel. El encuentro no duró más que unos pocos minutos, pero tuvo un efecto dramático en Patricia. Luego de atenderla se sintió “rara y un poco mareada, casi al borde del desmayo, y al mismo tiempo exaltada, como si hubiese tenido una visión”. Al finalizar su turno, volvió a casa y escribió el argumento de El precio de la sal, publicado en 1952 con el seudónimo Claire Morgan y reeditada con su verdadera firma en 1990 como Carol.
El libro adquirió la forma de una confesión autobiográfica. Carol es una amalgama de todas las cualidades que Highsmith admiraba en una mujer. Cabello rubio, ojos grises, graciosa, elegante, femenina y con una cierta inaccesibilidad de diosa. El otro personaje, Therese, es una versión ligeramente más joven y más ingenua de ella misma. La novela es menor, pero tuvo una característica que la hizo muy original y muy estimada por su público: la historia homosexual terminaba bien. En esa época ese final era toda una novedad. Se habían escrito novelas de amores homosexuales, pero siempre la ira de Dios castigaba finalmente a los trasgresores. Como ella ha dicho, “antes de este libro, los homosexuales, hombres y mujeres, en las novelas americanas tenían que pagar por su desviación cortándose las muñecas, ahogándose a propósito en una piscina o acabando miserables y despreciados”.
El final optimista es más sorprendente considerando el clima de miedo que existía en los Estados Unidos de esa época. El senador republicano Joseph McCarthy había provocado una caza de brujas que inicialmente se dirigió a los comunistas, pero que pronto incluyó a los homosexuales.
También era irónico que Highsmith hubiese escrito una historia donde el amor triunfaba, cuando en su vida sólo había conocido la frustración. Para ella la naturaleza del amor era ilusoria. En una entrevista le preguntaron cuál era su esencia. “Imaginación –respondió- porque está todo en los ojos del espectador. Nada que ver con la realidad. Cuando estás enamorado estás en un estado de locura”. Esa convicción no le impedía perseguirlo como si creyera en él. Para su biógrafo “como muchos románticos, ella era, por momentos promiscua, pero su saltar de cama en cama era un indicador, más que una refutación, de su búsqueda sin fin del ideal”.

Pat H, alias Ripley

En 1955 aparece el primer libro de la saga de Tom Ripley, que la Highsmith describiría más tarde como el triunfo incuestionable del mal sobre el bien, “y la alegría por ello”. Ripley es el perfecto amoral, capaz de mentir, robar o matar sin el menor conflicto de conciencia. Sin embargo, no se trata de un personaje plano. Hay en él un deseo desesperado de ser otro y modela su vida como lo haría un escultor renacentista con el mármol. Al igual que Oscar Wilde, Patricia pensaba que el hombre es una obra de arte en sí mismo y Ripley debe ser leído en esa clave.
El personaje ha ejercido una constante fascinación en el cine. Esta primera historia tuvo dos adaptaciones. En A pleno sol (1960), el director René Clément, cambia el final para que el criminal sea atrapado. La más reciente, El talentoso Mr. Ripley (1996) es más fiel al espíritu de la novela pero también incluye una moraleja edificante. Su director Anthony Minghella señala que esquivar la responsabilidad no es lo mismo que eludir la justicia. Su Ripley, que siempre está buscando aceptación, estropea su oportunidad de amar y ser amado. En cambio para Patricia, el triunfo de Ripley es completo. “Tom Ripley es mi venganza contra los privilegiados y los hermosos”, declaró.
En 1977 Win Wenders filma El amigo americano, basándose en la otra novela importante de las cinco que Highsmith le dedicara al personaje, El juego de Ripley (1974). El material era interesante. El desprecio que le demuestra un hombre honrado, desde la altura de su superioridad moral, desencadena el deseo de Ripley de darle una lección. Fragua una estrategia matemática para demostrarle que, en las circunstancias precisas, el también será capaz de cruzar la línea. La película de Wenders resulta una buena obra de cine, pero una mala versión de Ripley. Dennis Hopper no convenció a la Highsmith, ni a los lectores de la saga. En cambio, la elección que hizo Liliana Cavani en el 2002 fue perfecta: John Malkovich da un Ripley refinado, levemente afectado y capaz de arrebatos de violencia salvaje. La directora, sin embargo, trivializa el planteo de la Highsmith. En su película (El amigo americano) Ripley conduce a Trevanny al homicidio sólo porque lo había tratado de esnob.

Fin de la misericordia

La saga de Ripley cimentó la fama de Patricia como una escritora perversa. Cuando le preguntaron las razones de su fascinación por la amoralidad dijo “supongo que encuentro un interesante contraste con la moralidad estereotipada que frecuentemente es hipócrita y falsa”. Esa moralidad le fastidiaba, pero el tema en sí mismo le preocupa. Se describió como una novelista que encuentra el crimen muy bueno para ilustrar los problemas éticos. Pero sus libros, lejos de ser una afirmación moral clara, son una discusión consigo misma.
Su literatura es potente porque al mismo tiempo que muestra las fuerzas terribles que habitan a los hombres, documenta la banalidad del mal. Después de la segunda guerra mundial una literatura así puede resultar chocante, pero no incomprensible. Highsmith cree, por otra parte, que hay mucho de hipocresía en las exigencias de una literatura edificante. “La pasión del público por la justicia me resulta aburrida y artificial, porque ni a la vida ni a la naturaleza les importa que se haga o no justicia. El público, al menos el público en general, quiere presenciar el triunfo de la ley, aunque al mismo tiempo le gusta la brutalidad. Sin embargo, la brutalidad debe estar en el bando bueno. Los héroes-detectives pueden ser brutales, sin escrúpulos sexuales, pueden pegar patadas a las mujeres, y seguir siendo héroes populares, porque se supone que andan persiguiendo algo peor que ellos mismos”. Patricia no será complaciente con esa “pasión por la justicia”. Por el contrario, ella buscará poner al lector en posiciones incómodas y lo enfrentará a su propia ambivalencia.
Una de las novelas en la que mejor logra ese propósito es Mar de fondo, publicada en 1957. Su protagonista Víctor Van Allen, cuya perspectiva invade la narración bajo un estilo a primera vista objetivo, es un hombre culto, tranquilo, un padre sensible. Se lo conoce a través de setenta y siete páginas y cuando finalmente estalla y mata a uno de los amantes de su mujer hasta el más pudibundo de los lectores tenderá a admitir en su fuero interno que la víctima ha sido justamente asesinada. Como lo explica Andrew Wilson, “en el mundo de Highsmith, el crimen puede ser horrible, pero es también algo nacido de una necesidad psicológica y está descrito de una manera tan lógica e imparcial que el lector es inducido a creer que es simplemente parte del continuum de la conducta normal.”
Patricia explicaba a quienes se escandalizaban por su trabajo que debían entender que ella estaba reflejando la realidad. “He leído en alguna parte que sólo el 11% de los asesinatos se resuelven (...) así que pienso ¿por qué no podría escribir sobre unos pocos personajes que están libres?” Lo que más molesta a sus detractores es que en sus libros estos personajes, a pesar de su locura y de sus actos, resultan dignos de compasión.

Ese dulce mal

“Sin las mujeres no habría tranquilidad, reposo ni belleza en la vida”, apuntó en su diario en 1948, “pero la idea de que una relación puede mejorar la existencia es una falsedad”. Ese aserto temprano fue una premonición. Sus vínculos amorosos fueron tormentosos o no correspondidos. La única vez que entabló una relación apacible no pudo soportar la situación por mucho tiempo, “era demasiado fácil, demasiado confortable, demasiado segura para mí.” Es durante esta convivencia que escribe el trabajo más débil de su obra, Un juego para los vivos (1958), el único de sus libros de suspenso en que no se sabe hasta el final quien es el asesino.
Aunque dijo en su diario que su obra era un monumento no dedicado a la mujer, lo cierto es en sus novelas las mujeres no son muy dignas de ser amadas. No suelen ser las protagonistas, no son las asesinas y pocas veces las asesinadas, pero son los detonantes de los crímenes. La opinión que tenía de las señoras de su época no era muy buena. Encontraba que la mayoría eran un puñado de trepadoras, dependientes, quejosas y manipuladoras.
La aparición en 1975 de los Pequeños cuentos misóginos, pareció zanjar la discusión acerca de su misoginia. En estas historias, de un agudo humor negro, empezando por el nombre irritante, hay un muestrario de mujeres que han hecho del engaño una forma de supervivencia. Sin embargo, quienes la conocieron en profundidad opinan que ese vitriolo no tenía como destinatario un solo género. Con los años se había desarrollado en ella una creciente misantropía que sólo hacía más tolerable el sentido del humor con que acompañaba sus comentarios. En ese mismo año publicó otro volumen de cuentos, Crímenes bestiales, en los que distintas fieras y mascotas toman revancha contra el mundo humano, un mundo que Highsmith consideraba a menudo más salvaje que el reino animal. Las historias parecen inspiradas menos en la piedad por los animales que en el disgusto por los hombres.
En su vida privada tendía a embellecer el pasado, fantaseando con el retorno de sus amantes perdidas. Ella sabía que estaba enamorada de la idea de la mujer, no de mujeres reales. “Es bastante obvio que mis enamoramientos no son amor, sino la necesidad de unirme a alguien”. Pero esas uniones la dejaban más desamparada. Alguna vez había escrito:“El amor puede ser reducido a una simple y desequilibrada ecuación: por un lado los días de exquisita felicidad del comienzo contra el inevitable infierno del final.”
Consciente de que se ligaba con mujeres que le hacían daño y que no le era posible convivir con nadie, decidió refugiarse en la fantasía. En su diario de 1970 pasó revista a sus fracasos amorosos en los últimos cinco años y concluyó: “la moraleja es: quédate sola.” Cualquier idea sobre una relación amorosa podía ser imaginada, como había escrito en alguna de sus historias. “Así no saldré herida, yo ni ninguna otra persona”.

Sin aliento

La belleza física de Patricia hacía tiempo que se había desvanecido. Fumaba alrededor de 33 Gaulois sin filtro por día y empezaba beber antes del desayuno. Se volvía cada vez más tímida. El contacto con la gente, no importaba cuan cercana fuera, la dejaba agotada. El trabajo se convirtió, según un apunte de abril de 1972, en la única cosa importante o disfrutable en su vida. Poco antes de empezar a escribir El diario de Edith (1977), la última de sus grandes novelas, anotó en su cuaderno de notas: “Hoy tuve el alarmante sentimiento de que sólo la fantasía me sostiene...”
Esta obra es una excepción en su trabajo, no es una novela de género y la protagonista es una mujer. Edith es una ama de casa burguesa, atrapada en una rutina y en un mundo desquiciados, tan incapaz de aceptar una vida que se va derrumbando como de hacer algo por modificarla. Empieza a escribir unos diarios íntimos, en los que embellece su realidad. Paulatinamente los límites con ese universo paralelo se vuelven más difusos. El recorrido hacia la locura es el viaje que le propone al lector, y nuevamente, Patricia lo va a asustar y a fascinar. Hubo quienes vieron la novela como “un documento feminista centrado en el efecto aniquilador y reductor del tradicional rol doméstico femenino”. Pero también tiene otra lectura política. La visión de Edith sobre su época es parte de su desajuste con la realidad, en un contexto donde la disidencia era considerada extremismo. Al respecto, Highsmith afirmó que las ideas de Edith eran parcialmente las suyas.
Una joven periodista inglesa que había sido amante de la Highsmith, fascinada por su imagen de genio del mal, llevó más lejos el paralelismo. “Si miras los personajes sobre los que escribía, verás que ellos son ella.” Cuando la conoció de cerca escapó horrorizada. “Era una persona extremadamente desequilibrada, hostil y misántropa y totalmente incapaz de cualquier tipo de relación, no solo de las más íntimas.” Siguió, sin embargo, admirándola como escritora. “De hecho, su escritura la salvó”, arriesga. “Ella lo sabía. Ella sabía que eso estaba entre ella y la locura. Si ella no hubiera tenido su trabajo podría haber terminado en un manicomio o en un asilo para alcohólicos”.
El 5 de abril de 1985 le diagnosticaron cáncer de pulmón. El terror la hizo dejar de fumar. La operaron y el cáncer no volvió. Aun en los momentos más dolorosos de su vida Patricia desechó el suicidio, lo consideraba una cobardía imperdonable. En 1993 se declaró la enfermedad que la llevaría a la muerte, la leucemia. Lo tomó con calma, y en sus últimos momentos pareció encontrar una especie de tranquilidad. Cuando en 1995 se publica su novela final, los críticos parecieron entenderlo. Uno de ellos dijo “Con Small g uno tiene la sensación de que, aunque no es una buena novela, Highsmith ha llegado al punto donde experimentó algo así como la felicidad”. Otro crítico fue un poco más egoísta al advertirlo. “Patricia Highsmith ha hecho la paz con sus demonios –dijo. La bondad triunfa sobre la maldad. Una lástima para sus lectores.”

Fuentes
Beautiful Shadow, a life of Patricia Highsmith. Andrew Wilson, Bloomsbury, Londres, 2003.
Suspense, cómo escribir una novela de intriga, Patricia Highsmith, Anagrama, Barcelona, 2003.
El extranjero, reportaje a Anthony Minghella, por Rodrigo Fresán y Todos somos Ripley, articulo de Anthony Minghella, aparecido en el suplemento Radar, de Página 12, www.pagina 12. com.ar/2000/suple/radar/00-03/00-03-05/nota3.htm. La novelas de Patrica Highsmith



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