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jueves, 15 de abril de 2010

Milcíades Arévalo / El caballo del viento y la muchacha desnuda



Milcíades Arévalo
EL CABALLO DEL VIENTO
Y LA MUCHACHA DESNUDA

Un sueño es una escritura, y hay muchas escrituras que sólo son sueños.
Umberto Eco.
El día que leí mi primer poema comenzó mi desgracia.
     Si bien es cierto que ya había leído a Blake y a los poetas judíos de Toledo, todavía no era capaz de confundir a la congregación con poemas de este tenor: Ecia vlume veldé, eninoc qu, que en idioma vulgar no era otra cosa que una letanía de amor. Tal vez por eso y solo por eso, y también para castigarme contra las tentaciones del mundo, el prior del monasterio me mandó a refrescar el magín al río.
     No había terminado de saborear el agua, que a esa hora de la tarde era de vidrio, cuando vi a unas muchachas bailando en la orilla opuesta al son de un laúd, tanto que no parecían lo que eran sino plantas ornamentales, parte del paisaje –digo, es un decir-. ¡Oh, hermosas muchachas!
    Para comprobar lo que veían mis ojos, presto me zambullí en lo más terrible de la corriente, luchando a brazo partido contra la muerte, desorientado como un pez de extrañas aguas. A punto de saborear mi primer triunfo contra las tentaciones del demonio, las muchachas comenzaron a gritar en coro: “¡Cuidado con las serpientes! ¡Cuidado con la fauna acuática! ¡Cuidado con lo que no ve!”, porque a decir verdad yo parecía un tronco a la deriva en el mes del más intenso verano. Tan pronto hube llegado a la orilla opuesta sentí como un suspiro de agonías y caí de rodillas ante la más bella.
     Ella se quedó mirándome como si acabara de encontrar la dicha, para que las demás muchachas se murieran de envidia o se tiraran los pelos de pura rabia o se fueran a sus casas a morderse los labios delante del espejo y nos dejaran solos para besarnos de la manera más deliciosa.
     Después de muchas cabriolas y equilibrios, ella desenfundó mi sexito, duro y templadito como un puñal de acero y comenzó a cabalgar sobre mi cuerpo corriendo desbocada, descocada, vaiviniéndose, haciendo olas con su pelo, ¿qué podía hacer yo bajo su cuerpo de luna refulgente? -¡Válgame Dios!--. Ella no quería oírme, sólo huir hacia ninguna parte, montada sobre mi puñal de tormento, con el pelo al viento, sin zamarros ni espuelas de plata.
     Cuando empezaron a sonar las campanas  para la víspera, ya no había nada más que hacer, ni caballo ni muchacha desnuda huyendo sobre el lomo del viento, sólo la mañana de un nuevo día temblando entre los árboles, vino el prior a buscarme. Al verme en tal estado, desnudo y hambriento como un miserable Lázaro, enredado entre las zarzas de mi propia desgracia, me preguntó qué había pasado conmigo.
     Todo se lo conté. Sin embargo fue como si no me oyera. El volandas me trajo de regreso al monasterio y me puso a comer arañas en un rincón de la biblioteca de la venerable congregación, para que no olvidara jamás mis propósitos iniciáticos y pudiera dedicar mis horas de holganza a otros virtuosismos más doctos que el amor.
     Desde entonces, heme aquí, tratando de olvidar todo lo acontecido a la orilla del río, en el sendero del bosque donde aún pastan el caballo del viento y una muchacha desnuda.




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