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viernes, 14 de agosto de 2009

Evelio Rosero / Cuatro relatos

Composición
Fotografia de Triunfo Arciniegas
Evelio Rosero
CUATRO RELATOS

Un hombre

Un hombre puso el siguiente aviso frente a la puerta de su casa: Se venden pobres. Otro hombre que pasaba se acercó a preguntar el precio. "Depende", dijo el primer hombre, "tendría usted que elegir qué pobre quiere". Entraron los dos hombres en la casa y no tardó en salir el comprador con un pobre bajo el brazo -sin explicarse aún para qué realmente necesitaba un pobre-. Al poco tiempo los demás hombres se enteraron de la noticia y no tardó en llenarse la casa de compradores. Cada quien salía con su respectivo pobre bajo el brazo. Algunos llevaban hasta tres y cinco pobres sobre las espaldas. Eran paquetes de pobres. Se anunciaban pobres en los periódicos. Se exportaban. Todo siguió así hasta que el primer hombre quedó sin más pobres para vender. El último pobre que se llevaron fue su mujer, aunque meses más tarde también él tendría que venderse como pobre. Entonces la competencia no se hizo esperar. Aparecieron empresas vendedoras de pobres, industrias productoras de pobres. Y eran pobres de todos los tamaños y colores. Hubo muchos concilios y guerras, exposiciones y discusiones que intentaron determinar el origen de tanto pobre. Se publicaron cientos de libros. Nadie habló de pobreza. Únicamente de pobres. Demasiado tarde. Se remataban pobres en África, en Pakistán, en los Estados Unidos, en la Argentina. No tardó el mundo entero en llenarse de pobres.

Sia-Tsi

-¿Cómo te llamas? -preguntaron a Sia-Tsi los guerreros del déspota Wu-nung.
Sia-Tsi, que vivía en el reino de Lu y era partícipe de la escuela de Mo, guardó (como era de esperarse) un respetuoso silencio.
-Cómo te llamas -repitieron impacientes los guerreros, pues buscaban al anciano maestro desde hacía nueve años para matarlo. Pero no lo conocían y entonces, cada vez que iniciaban otra redada, bebían cada uno once tazones de vino amarillo para darse ánimos, pues se aseguraba que Sia-Tsi era poseedor de todos los lenguajes y lograba fácilmente llamar en su ayuda a los animales o las aves, o podía muy bien mimetizarse entre los árboles y flores o convertir a sus enemigos en cuervos ingrávidos, con sólo invocar dos o tres palabras antiguas.
-Cómo te llamas -siguieron insistiendo los guerreros, ebrios, sacudiendo sus sables relucientes, de un metal casi vivo, sediento de humedecerse y oscurecerse. Lo cierto es que estaban muy alarmados y tensos, pues por fin todas las descripciones coincidían con aquel anciano que (como era obvio) tenía una barba gris que le cubría los pies, y unos ojos muy hondos y negros que sin duda no miraban hacia el cuerpo sino más allá, hacia más adentro.
Evidentemente él y sólo él debía ser Sia-Tsi. Aún así, volvieron a repetir a gritos la pregunta: "Cómo te llamas".
-Nunca he podido responder a esa pregunta -respondió el anciano maestro-. Hoy podría tener un nombre, y mañana otro, ayer pude llamarme Sia-Tsi, que es el que ustedes buscan, pero mañana podría llamarme Yi-Po, y hoy me parece que debo llamarme Chou, que es un nombre acorde con este viento que nos rodea.
La respuesta del anciano los desconcertó. Y los hirió, además, su mirada, entre irónica y piadosa, que no se congelaba ante la fría cercanía de los sables apuntándolo. Por fin los guerreros, temerosos de permitirle el tiempo necesario para pronunciar palabras antiguas, le dijeron:
-Te estás burlando de nosotros, inútil anciano, y de todas formas vamos a matarte, para que no continúes reflexionando insensateces.
El anciano no pudo, ante semejante afirmación, evitar reír.
Un tiempo después, sobre la hierba tibia y anaranjada, Sia-Tsi continuaba convencido de no saber quién era realmente el que moría.

Bajo la lluvia

Le preguntamos qué hacía ahí, flotando en la calle, bajo la lluvia, y él respondió que nada, que lo único que hizo fue saltar un poco, para evitar un charco, con la extraña suerte de que no volvió a caer. "Y aquí estoy, como pueden ver", dijo. Tenía los ojos aguados, como alguien sorprendido por la emoción más inaudita, como alguien a punto de llorar silenciosamente. Su corbata colgaba ondulante, parecía lo único de él que pretendía continuar atándolo realmente a la tierra. Y, sin embargo, también él parecía aceptar su situación, porque reconoció, estupefacto: "Debo ser uno de los tantos casos raros que hoy existen en el mundo". Nos contó que al principio fue agradable. "Esto es como los pájaros", contó que había pensado, pero más tarde todo eso empezó a preocuparlo porque se elevó un metro y después dos más y de pronto comenzó a decirnos que sentía que otra vez iba a seguir elevándose, que lo ayudáramos. "¡Pronto, pronto!" gritaba.
"Su situación es peligrosa", reconoció alguien, "si sigue elevándose a ese ritmo un avión podría quitarle la vida". "Sería lo mejor", sonrieron dos mujeres, "a quién se le ocurre saltar un charco para no volver a caer". "Esto hay que publicarlo", pensaron otros, "de lo contrario nadie va a creerlo".
"Qué podemos hacer", le dijimos, "podríamos amarrarlo".
"¡No, no!", respondió él, esforzando la voz -porque ya se había elevado cuatro o cinco metros más, de un solo tirón-, "no quisiera hacer el ridículo, perdería mi puesto en el banco". Se estuvo pensativo unos segundos.
"¿Entonces?", le gritamos.
"Díganle a mi novia que hoy no pasaré por ella", respondió él, más resignado que impaciente. Decir aquello fue como arrojar el último lastre de su vida. De un sacudón empezó a elevarse con la lentitud de un zepelín.
"Pero, dónde vive ella", le preguntamos. Él nos gritaba una y otra vez, repitiendo la dirección. Distinguimos cómo gesticulaba, desesperado. Ninguno de nosotros alcanzó a escuchar dónde vivía su novia. Además, al verlo desaparecer, nos pareció que su destino tenía tal viso de sospechosa fantasía que ya a nadie realmente le importaba justificar su ausencia ante el mundo.

El invitado inventado

Despojado, descornado, igual que el corazón de la res, en el sillón más lejano, el invitado que nadie invitó.
-¿Es usted un invitado?
-No. Soy inventado.
Su discreción abochorna. Su sencillez. Es posible que sea húngaro. Alguien habla de unas rosas marchitas en un jarrón, y él responde que la naturaleza es bella porque es imperfecta: una mujer es hermosa y sin embargo no nos ama, dice. Y nos dice que un manojo de arena nos lleva de nuevo al mar. Nos habla del pequeño drama de la Mujer Barbuda, en el circo, a quien él conoció y amó (y obliga a sonrojarse a las ancianas, pues asegura que la Mujer Barbuda era más dulce que un mamut). Los hombres ríen complacidos. Las mujeres suspiran. Los niños juegan con él.
De pronto se incorpora. Bebe rígidamente la última copa y se despide. Nos dice:
-Quiero charlar con mis amigos peces.
Y sale por la puerta grande, en busca de la cordura que para siempre extravió.
Todos nos hemos quedado fríos, en el salón, contemplándonos afligidos, como cuando uno quiere seguir bailando y se ha acabado la música.


Evelio Rosero
Cuento para matar un perro (y otros cuentos) 
Bogotá, Carlos Valencia Editores, Colección Nueva Narrativa, 1988.




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