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martes, 14 de julio de 2009

Jorge Ibargüengoitia / El episodio cinematográfico


Jorge Ibargüengoitia
El episodio cinematográfico
      El episodio cinematográfico sucedió hace cuatro años. Yo estaba embargado y mi aventura con Angela Darley había entrado en una etapa negra. Una noche me salí de su casa olvidando, o mejor dicho, fingiendo olvidar, la cabeza etrusca que ella me había regalado después de tantos ruegos de mi parte. Yo estaba furioso porque ella había insistido en leer las líneas de la mano del joven Arroyo y le había dicho lo mismo que me había dicho a mí tres años antes:

      —Resulta usted muy atractivo para cierta clase de personas.
      Esa noche la soñé, con bigotes y oliendo a azufre. Le perdí el respeto.
      Al día siguiente, hice una fiesta e invité al joven Arroyo, que me relató sus aventuras con Angela Darley. Afortunadamente no habían llegado a ma­yores. Al verme irremplazado, me puse tan contento que bebí más de la cuenta y acabé a las seis de la mañana, bailando en el Club Nereidas. Esta fue la obertura del episodio cinematográfico.


       Desperté a las seis de la tarde, en estado desplora­ble, con la noticia de que Feliza Gross y Melisa Trirreme querían hablar conmigo y estaban esperán­dome en la sala. Bajé a saludar envuelto en un im­permeable, porque desde los trece años no he tenido nada que pueda llamarse bata. En la sala, tomé asien­to y me cubrí la boca con la mano, discretamente, para que la fetidez de mi aliento no molestara a las visitantes.
      Melisa, que era poetisa y argumentista, quería ha­cerme una proposición, que me pareció sensacional. Para empezar, me explicó las condiciones en que es­taba la Industria Cinematográfica. Esto era allá por 1958; los últimos descubrimientos de los cazadores de talento consistían, entonces, en la amante del Gerente del Banco de Auxilio Agropecuario, una hacienda abandonada en el Estado de Morelos, un oso amaestrado y su compañero inseparable, un niño oligofré­nico y chimuelo, que era el único que lo sabía do­minar. Con estos elementos se había pensado hacer una Superproducción Megatónica en Technicolor Anastigmático. Hacía falta un buen argumento y para confeccionarlo se había pensado en formar un equipo de primera, con ella, Melisa Trirreme, yo y Juan Car­tesio, el filósofo y ensayista. El dinero se nos entre­garía en dos partes: una al terminar el argumento y otra al terminar la adaptación. Urgía ponerse en ac­ción, porque el director, en un arrebato de celo com­pletamente injustificado, ya se había ido al Estado de Morelos a buscar locaciones, a pesar de que no sabía de qué iba a tratar la película. A mí me con­venía tanta prisa, porque había decidido comprar un blazer azul marino que había visto en el aparador de la Casa Rionda.
      Al día siguiente nos juntamos Melisa, Juan Car­tesio y yo. Cualquier observador inteligente hubiera comprendido que aquello no iba a dar buenos resul­tados. Sin embargo, nosotros no fuimos capaces de ver la trampa en que estábamos metiéndonos.
      Primero había que encontrar un tema. Yo propuse la Vida de Sor Juana Inés de la Cruz, que bien podía ser representada por la amante del Gerente del Banco de Auxilio Agropecuario y que podía desarrollarse en una hacienda abandonada del Estado de Morelos, pero tanto Cartesio como la Trirreme me objetaron, ahora comprendo que con mucha razón, que si el per­sonaje central iba a ser Sor Juana Inés de la Cruz, íbamos a tener muchas dificultades para asimilar en el argumento al oso amaestrado y al niño oligofrénico. Sin embargo, aquella noche insistí tanto en defender mi idea que ellos se impacientaron y acabaron por ignorar mis argumentos. Al ser que no me hacían caso, me ofendí tanto, que me levanté de la mesa (estábamos en casa de la Trirreme), entré en la co­cina y me hice un huevo frito.
      La siguiente reunión fue todavía más desagradable. Decidí no hablar, y provisto de unas hojas de papel y un lápiz, me dediqué a hacer una serie cíe dibujos pornográficos. Mientras dibujaba, los oía discutir si el tema había de ser de gitanos, de peregrinos, de cir­queros, de charros, de psicoanalistas o de asesinos. Por fin, se pusieron de acuerdo y fabricaron un argu­mento, mientras yo seguía dibujando. Cuando me preguntaron mi opinión, tenía la cabeza tan despe­jada que destruí en un cuarto de hora lo que ellos habían confeccionado en tres. Esta vez, ellos fueron los que se molestaron y se fueron a la cocina a hacer huevos fritos.
      Durante la siguiente sesión nocturna, me dormí. Y no sólo me dormí, sino que babeé sobre la mesa de Melisa Trirreme. Cuando abrí los ojos, ella me miraba fijamente, llena de odio. Supongo que en ese momen­to decidió jugarme la mala pasada que me jugó dos días después. Me dijo que Arturo de Córdova estaba interesado en actuar en una comedia; los elementos eran, Arturo de Córdova, un paisaje alpino, un hotel de lujo y una mujer joven, que todavía no se sabía si iba a ser Amadís de Gaula o Pituka de Foronda; ahora bien, ellos dos estaban muy ocupados haciendo el argumento de Entre el cielo y el río, así que, ¿porqué no me iba yo a mi casa a hacer un argumento para Arturo de Córdova?
      Me fui a mi casa y estuve dos meses y medio ha­ciendo argumentos para Arturo de Córdova. Ahora estoy convencido de que esos argumentos están en la basura, pero, ¿quién los puso allí? ¿Arturo de Córdova? ¿Pituka de Foronda? o ¿Melisa Trirreme?


       Cuando terminó la etapa de Arturo de Córdova vol­ví a las reuniones nocturnas. Las cosas habían cam­biado. Melisa tenía un conflicto sentimental que le exigía hacer llamadas telefónicas de dos horas y media. Mientras ella telefoneaba, Juan Cartesio y yo íbamos a la cocina a beber cubas libres y a platicar de nuestras frustraciones.
      —Hace dos años que no escribo nada que sea mío —decía Juan.
      La obra se había modificado varias veces, porque, afortunadamente, el oso amaestrado había muerto y había sido sustituido por un joven que cantaba; por consiguiente, la película había pasado de cirqueros, a ser de charros. Por otra parte, el productor había decidido que la heroína sufriera una poliomielitis aguda, para que la última imagen de la película fuera la del cantante empujándola en una silla de ruedas. Guando todo parecía resuelto, a alguien se le ocurrió la maldita idea de que todo pasara en tiempos de la Revolución, así que tuve que irme a mi casa otra vez a leer Ocho mil kilómetros en campaña.Cuando terminé la lectura escribí una escena inspirada en la Batalla de Santa Rosa, con federales, revolucionarios y vías de ferrocarril, que me quedó muy bien. Pero entonces, la amante del Gerente del Banco de Auxi­lio Agropecuario descubrió que los sombreros de cam­pana y los chemises le sentaban estupendamente. Adiós Revolución, adiós federales, adiós revoluciona­rios, adiós balazos. La película iba a tratar ahora de la vida de un cantante gire, después de muchas priva­ciones llegaba a triunfar en el Teatro Degollado. La hacienda abandonada del Estado (le Morelos había caído en desgracia.
      Hubo necesidad de hacer todo otra vez, hasta aque­lla escena, en la que después de una larga secuencia a base de intershots mostrando botas que hienden bu­rós, puños que hienden ventanas, rifles que hienden puertas, un carrancista hendía a Beatriz, la hermana menor de la heroína. Esta reparación, tuvimos que hacerla Juan Cartesio y yo, solos, porque Melisa, al ver que la cosa se prolongaba ad nauseam, había decidido no dar golpe. Había comprado uno de esos libros enormes, llamados Diarios, había apuntado en él una infinidad de números y pasaba las noches haciendo sumas.
      El cansancio, el descontento y la miseria, empeza­ron a hacernos mella. Cartesio y yo pasábamos las noches entre la máquina y el couch, uno dictaba y el otro escribía. De vez en cuando, suspendíamos el trabajo e íbamos a la cocina, pasando, al hacerlo, junto a Melisa, que seguía en la mesa del comedor haciendo sumas. En la cocina, preparábamos cubas libres, platicábamos un rato y veíamos, con horror, cómo nos iba creciendo la barba.
      Una noche, Cartesio cometió el error de confesarme que pensaba escapar. ¿De qué? De la Trirre­me, de Entre el cielo y el río, de mí.
      Decidí adelantármele.
      Mi oportunidad vino dos noches después. Melisa me dio un billete de quinientos pesos y me pidió, como un, gran favor, que fuera a comprar un garra­fón de Bacardí. Tomé el billete, salí de la casa y no he vuelto a poner un pie en ella. Al día siguiente fui a la Casa Rionda y compré el blazer.
      Durante dos meses creí que Melisa Trirreme iba a presentarse en mi casa a cobrarme los quinientos pesos, pero supongo que prefirió castigarme con su silencio y no he vuelto a verla.
      Entre el cielo y el río nunca llegó a filmarse. Los fondos con que iba a ser financiada fueron retira­dos cuando el Gerente del Banco de Auxilio Agro­pecuario descubrió que su amante le era infiel. Me­lisa es ahora Eminencia Gris en la Secretaría de Catastro y Prevención, el joven cantante fue atro­pellado por un tranvía en la Avenida Cuauhtémoc, Juan Cartesio vive muy lejos, en un destierro volun­tario y honorable. Sólo quedo yo, que de vez en cuando hago argumentos para el cine.



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