Páginas

sábado, 27 de agosto de 2005

Fred Vargas / "La novela policiaca deriva de la literatura épica"


FRED VARGAS


FRED VARGAS
BIOGRAFÍA

"La novela policiaca deriva de la literatura épica"


FIETTA JARQUE
25 DE AGOSTO DE 2005
Es una de las escritoras francesas cuyo prestigio no cesa de aumentar. Sus novelas policiacas parten de situaciones comunes y de gente corriente pero atrapan al lector con recursos inusuales en el género.

Fred es el diminutivo de Frédérique y Vargas viene del seudónimo que su hermana gemela, la pintora Jo Vargas, tomó prestado del personaje de Ava Gardner en la película La condesa descalza. Arqueóloga e historiadora, Fred Vargas empezó a publicar novelas policiacas hace cerca de dos décadas, aunque el éxito le empezó a llegar hace sólo una hasta convertirse en una de las más vendidas. Su personaje, el inspector Jean-Baptiste Adamsberg se ha convertido en un gancho inevitable para el público fiel que sigue sus novelas. En España se han publicado Los que van a morir te saludan; Huye rápido, vete lejos y El hombre de los círculos azules. Que se levanten los muertos (Siruela), que fue escrita antes que las otras, en 1995, y en ella se encuentran tres historiadores y un policía retirado ante un complicado caso que resolver.
PREGUNTA. Usted es arqueóloga e historiadora, ¿por qué empezó a escribir novelas policiacas? ¿Qué le atrae en este tipo de intrigas?
RESPUESTA. No sé por qué empecé a leer de pequeña novelas policiacas, cuando nadie las leía en casa. No he dejado de leerlas desde entonces. En cuanto a decidir escribirlas, es bastante sencillo: era arqueóloga, tenía 28 años y conocía mi oficio. Pero, a pesar del mito, es una ocupación bastante científica, bastante austera. De vez en cuando sentía la necesidad de ir a "jugar" a otra parte. Entonces, una noche, después de trabajar en una excavación, decidí escribir una novela policiaca. Para divertirme. Al día siguiente compré un cuaderno y un bolígrafo, y así empezó.
P. En cierto modo, usted es una autodidacta de la literatura. ¿Cuáles han sido sus primeros modelos, escritores o personajes?
R. ¿Autodidacta en el sentido de que no he estudiado letras? Es cierto. Pero siempre he estado en contacto con la literatura, ya que mi padre escribía y pertenecía al grupo surrealista. De niña, creía que todos los padres escribían por la noche después del trabajo. Me resulta difícil citar a todos los escritores y personajes que me han gustado. El abanico es grande, desde Hemingway hasta Conan Doyle. Los dos autores que coloco por encima de los demás son Jean- Jacques Rousseau (primer amor loco, a los 15 años) y Marcel Proust (segundo amor loco, a los 16 años).
P. En el género existe una larga tradición de seguir los casos de algún personaje favorito, como en su caso ocurre con el comisario Adamsberg. ¿Cree usted que la "adicción" a este tipo de novelas se debe en parte a esta continuidad?
R. Está claro que el "personaje recurrente" en las novelas policiacas es un tópico innegable. Es un elemento de la "adicción", pero surge de un conjunto complejo, mucho más amplio. Para decirlo rápido, creo que la novela policiaca se inscribe dentro de la continuidad de las grandes fábulas, que es un género que se deriva directamente de la rama de la literatura heroica antigua y más tarde medieval. En el fondo, 10 novelas policiacas con el mismo protagonista sólo forman uno de esos cuentos épicos casi infinitos, donde la búsqueda a cargo del héroe duraba prácticamente toda su vida. Siguiendo esta idea, creo que hay una lógica antigua en la recurrencia del héroe en la novela policiaca.
P. Ahora se publica en España Que se levanten los muertos(1986), tras otros libros más recientes. ¿Qué significa para usted esta novela dentro de su obra?
R. Me resulta muy difícil responder a esta pregunta, porque no atribuyo un "significado" especial a esta o aquella novela. De todos modos, recuerdo que con Que se levanten los muertos (quinta novela) quería volver a empezar la tercera, con la que había fracasado (Los que van a morir te saludan). Volver a empezar una "estructura con tres personajes" y también una vida colectiva, como conocí durante años en las excavaciones. Pero, al igual que con todos los demás libros, recuerdo sobre todo haber disfrutado mucho.
P. Sus novelas no caen en los recursos sensacionalistas del género. ¿Cree que las novelas policiacas nos enseñan algo en relación con el ser humano arrastrado a unas situaciones límite?
R. No, no creo que lo que se busque en las novelas policiacas sea el "límite", ni que sea su contenido real, aunque es cierto que las situaciones están inscritas en unas tensiones extremas. Creo que se trata (siguiendo con mi idea de la literatura "épica") de escenificar, sin descanso, los grandes peligros que amenazan el impulso vital. De contarlos para liberarse de ellos. Estos peligros están simbolizados (mitad hombre/mitad animal): la lucha contra la esfinge, las harpías y el minotauro en la antigüedad griega, contra los dragones, monstruos diversos y caballeros negros en la Edad Media y contra el asesino en la época contemporánea. Al aniquilar al "asesino" (sin matarlo jamás), la novela policiaca elimina provisionalmente la angustia vital. Y creo que este alivio temporal es lo que crea la célebre adicción. En definitiva, la célebre catarsis griega, la válvula de escape de la ansiedad.
Traducción de Newsclips.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 27 de agosto de 2005

Fred Vargas / Que se levanten los muertos / Reseña



Fred Vargas
BIOGRAFÍA
QUE SE LEVANTEN LOS MUERTOS

Desenterrar la realidad


JOSÉ MARÍA GUELBENZU
27 AGO 2005
Fred Vargas es distinta. Esta novela lo muestra a las claras. No cae en la tentación de la denuncia socio-político-económica a costa de una conspiración de poderes, ni cae en el clásico detective descreído harto del Estado, la Justicia, la corrupción y de sí mismo, ni se dedica a matar a diestro y siniestro a todo bicho viviente, ni deja cabos sueltos por todas partes, que es lo más corriente. No. Esta novela pertenece a una literatura francesa de corte policiaco que procede de Simenon, que tiene mucho de vida local con un aire inconfundible de barrio francés y cuyo retrato de personajes, entre misterioso y psicológico, es indisociable de la misma trama. Sin embargo, también en ello es distinta. Lo es en el modo en que busca la distancia del lector con respecto a su relato, en el desparpajo con que lo consigue y en el peculiar desenvolvimiento de una trama admirablemente medida.




QUE SE LEVANTEN LOS MUERTOS

Fred Vargas
Traducción de Helena del Amo
Siruela. Madrid, 2005
264 páginas. 19,90 euros

Para Fred Vargas, las sorpresas en una narración deben ser las justas, pero todas eficientes y bien ligadas entre sí. La novela comienza con un árbol que aparece de la noche a la mañana plantado en el jardín de una casa particular; la dueña de la casa lo toma como una advertencia indescifrable, su esposo se inhibe, un joven observa el caserón desvencijado vecino de la primera casa; el joven, Marc, se presenta por sí mismo, lo mismo que los otros dos, Mathias y Lucien, a los que recluta para compartir el caserón: tres muertos de hambre dedicados respectivamente a la Edad Media, la prehistoria y la guerra del 14-18. La mujer se acerca a los tres una tarde para ofrecerles una respetable suma de dinero por desenterrar el árbol y a través de los ojos de ella recibimos al cuarto habitante del caserón, un ex policía expulsado del Cuerpo, padrino de Marc.
A partir de aquí, la novela se va abriendo lentamente; nada de un gancho trepidante que atrapa al lector y no lo deja respirar. La acción se circunscribe a una calle y, paso a paso, van apareciendo otros personajes, todos recluidos en el mismo espacio. La autora va dejando caer discretamente pequeños golpes de efecto que urden la intriga de manera discreta, casi subrepticia: cada vez que el hilo de la intriga parece olvidado, lo retoma; nada más. Entretanto, lo que vamos descubriendo es el singular pacto que establece con el lector. Está hecho sobre una situación que parece falsa de puro trabajada, semeja un juego en el que la autora parece recordar siempre, por el modo de marcar la intriga, que es ella quien manda y hay que obedecerla. Esto, que puede tomarse como una intromisión, es sin embargo un guiño al lector: le hace reconocer que, a pesar de lo ficticio, lo forzado de la situación y de los personajes, no puede abandonar; la situación parece una cómoda invención en la que prima el gusto y autosatisfacción de la autora sobre la dosis de realidad exigible, pero la sensación de que ella tiene un as en la manga es muy intensa; por ahí corre también una dosis de "humor policiaco", de malicia de autor, que obliga a seguirla. El lector acepta y lo que parecía forzado se admite con naturalidad. Una vez que las reglas del juego quedan claras, ya se puede jugar porque los personajes, y sus actos, no pretenden representar la realidad sino sólo interpretarla. El relato ya no necesita más regla que cumplir que la de su propio interés.
Y de pronto, la novela, en vez de ahogarse en esa pequeña calle, empieza a abrirse. Todo lo que era reducido empieza a expandirse, personaje por personaje y suceso por suceso, y el lector se encuentra, fascinado, con que de un sombrero sale un mundo; la intriga empieza a mostrar su complejidad y, sobre todo, su formidable armazón de atrás adelante. Es como si saliéramos de un cuarto modesto y casero a un salón de baile con espejos donde figuras y hechos se multiplican hasta llegar a un giro maestro que desencadena un final un tanto efectista, pero muy efectivo.
Éste es el cuento de un árbol que fue desenterrado tres veces, de tres jóvenes historiadores sin un duro, de un ex policía que va siempre por delante de la policía (un efecto magnífico para construir la intriga), de una cantante de ópera retirada y asesinada y de una historia que poco a poco horada el pasado para regresar al pie del árbol y consumar una narración criminal tan singular como atractiva. Fred Vargas es muy moderna en su clasicismo, posee un sentido irónico que afecta más a la estructura que a los detalles -lo que habla de su inteligencia narrativa- y un tono desenfadado, pero riguroso, que se convierte poco a poco en dramático a la hora de resolver una historia despiadada. De entre toda la novela criminal que nos viene llegando en estos años de indiscriminación, la de Fred Vargas tiene toda la pinta de convertirse en un auténtico caballo ganador.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 27 de agosto de 2005


sábado, 20 de agosto de 2005

Juan Marsé / Las formas inmortales de la hoguera

Carmen Amaya retratada en 1963 por Colita.
Carmen Amaya, 1963
Fotografía de Colita


Juan Marsé

BIOGRAFÍA

Las formas inmortales de la hoguera

20 de agosto de 2005



Primero fue el granizo sobre el cristal, según el poeta; después fueron las legendarias sardinas asadas en una lujosa suite del hotel Waldorf Astoria, de Nueva York. Todavía hoy huele a gloria ese remoto ámbito de leyenda. "Es el granizo sobre los cristales, un grito de golondrina, el cigarro que fuma una mujer soñadora", declaró Jean Cocteau después de verla bailar en París. "Desde el ballet ruso de Serge Diaghliev", añadió el poeta, "no habíamos vuelto a encontrarnos con esa clase de citas de amor en un teatro".

Carmen Amaya, en una imagen del programa documental de televisión <i>En la azotea del viento.</i>
Carmen Amaya
Se refería a la más grande bailaora de flamenco de todos los tiempos, una artista genial e irrepetible, nacida en noviembre de 1913 en el Somorrostro barcelonés, un conglomerado de chabolas en la playa que más tarde daría paso al paseo Marítimo, y, más tarde aún, a la muy celebrada, piropeada y rentable Villa Olímpica. Sobre aquella oscura arena enterrada en los sótanos de la memoria de hace 80 años, en el fantasmal laberinto de barracas ya entonces condenadas a la miseria y el olvido, la niña gitana es un garabato de fuego que todavía baila. El cuerpo pequeño y fibroso palpita junto a la inmensidad del mar, la sangre hace suyo el ritmo del oleaje y también algún relámpago azul que sólo ella percibe en el horizonte... Negros ojos rasgados, nariz ancha, mirada ceñuda, siempre interrogándose. Tengo tan "poco pecho y tan poco culo, que nunca se sabe si voy o vengo", solía decir. Metro y medio de estatura, 40 kilos de peso, caderas escurridas, cabeza rotunda, cara ancha de pantera, expresión grave. Su estampa flamenca, incluso cuando se prodigó en su versión más tópica y tradicional, fue siempre notablemente distinta, inconfundible. Con camisa de lunares y pantalones de muchacho, tensa como un arco, o con vestido blanco de cola y flores clavadas en el moño, en alto el vigoroso reclamo de los brazos, la familia numerosa al fondo el padre, hermanos, palmeros, guitarristas, bailaores y en su rostro felino la convicción, la precisión, la exactitud. Hija de bailaora y tocaor, La Micaela y El Chino, sobrina de La Faraona, otra bailaora de cierto renombre, Carmen no fue a la escuela, ni tampoco a academia de baile alguna. Se podría decir que desde un principio su único alimento espiritual fue el flamenco que florecía en su entorno, y cuando hizo de su talento un arte, siendo todavía una niña, alimentó con ese arte a muchas personas. Nadie le enseñó a bailar. Decía que aprendió en un pequeño ámbito mágico y muy particular, situado entre las olas del mar y las vías del tren, en el mismo Somorrostro que la vio nacer, y sobre todo, a partir de los cinco o seis años, y con su padre a la guitarra, a fuerza de bailar todo el día en los colmaos gitanos más populares de la zona portuaria, como el célebre El Manquet, en el barrio de Atarazanas. Tascas y tabernas, restaurantes como el Siete Puertas, merenderos y chiringuitos fueron los primeros escenarios, y enseguida su estilo brioso y crispado, de una sensualidad dramática innovadora, creó expectativas y adquirió cierta fama, siquiera a nivel callejero y popular. No pasaba desapercibida 1a diminuta, raquítica gitanilla, una especie de monicaco negruzco que bailaba rodeada de su parentela por las calles de Barcelona durante los años veinte, antes de la Exposición Universal. "Lo de la niña es algo serio", le decían a El Chino Amaya los gitanos y demás entendidos. El 1929, Carmen y su familia representaron un típico cuadro flamenco para la Exposición Universal. Sólo tenían que interpretarse a sí mismos en el escenario del Pueblo Español de Montjuïc, entonces un flamante decorado fantasmagórico que representaba, entre otros delirios de cartón piedra, un pueblo típico y depuradamente andaluz. En las fotografías de souvenir que por fortuna se han conservado, en medio de los Amaya dispuestos casi a modo de atrezzo con sus guitarras y sus palmas junto a un carro y un burro, destaca la preadolescente Carmen, oscura y pequeña bailaora a la que ya llaman, por sus dotes de mando y la contundencia de su estilo, La Capitana. Las entusiastas reseñas del crítico musical Sebastián Gasch en el semanario catalán Mirador hicieron el resto. El mito Carmen Amaya estaba naciendo.

Durante su primera época de gloria nacional hizo algunas películas que aún se conservan, y que nos permiten contemplar el magnetismo de su rostro en los primeros planos, como La hija de Juan Simón (1934), dirigida por J. L. Sáenz de Heredia y producida por Luis Buñuel, o María de la O (1936), de Francisco Elías, en su primer papel protagonista y teniendo como oponente nada menos que al envarado y empaquetado galán español de las primeras películas de Greta Garbo en Hollywood, un Antonio Moreno más que maduro y casi esfumándose ya de la pantalla, aunque 20 años después aún nos sorprendería como el anciano mexicano que conduce a Ethan Edwards (John Wayne) hasta la tienda del temible indio Cicatriz en busca de Natalie Wood en Centauros del desierto, la obra maestra de John Ford. ¡Qué cruce de destinos propiciado por la Meca del cine, adonde también iría a parar Carmen Amaya! Cuando en España estalla la Guerra Civil, los Amaya viajan a Portugal y cruzan el Atlántico en el buque Monte Pascoal. Una breve reseña del nacimiento del mito debería empezar en el puerto de Buenos Aires, cuando los periodistas argentinos gritaron "¡Amaya!", y se giraron 25 personas, la compañía al completo. Actuaron en el teatro Maravillas, iban por unos meses y se quedaron nada menos que 11 años de extenuante gira por toda la América Latina y por Estados Unidos. En los USA, a Carmen la representó el agente de los artistas del siglo, figuras como Nureyev, Karajan y María Callas. El presidente Roosevelt la invitó a bailar en la Casa Blanca y le envió su avión privado. La gitana del Somorrostro arrasó en el Carnegie Hall de Nueva York y fue aplaudida y admirada por Chaplin, Garbo, Churchill, Toscanini, Fred Astaire, Orson Welles, Marlon Brando o la reina de Inglaterra. Grabó discos, actuó en películas, triunfó en Broadway, y en el Hollywood Bowl Auditorium se vivió una apoteosis multitudinaria cuando bailó El amor brujo, de Falla, acompañada por la Orquesta Filarmónica. El belicoso general McArthur la nombró "Capitana Honorífica de la Marina Americana", o algo así, y nombramiento similar recibió de la policía de Nueva York, en fin, por citar sólo algunos de los honores más insólitos (y dudosos, dicho sea sin menoscabo de una artista maravillosa y un ser humano excepcional) de los muchos que recibió en vida. Sin cultura y sin institución oficial ni subvención que la amparase, la gitana de la Barceloneta y sus veinticinco, que ya se habían convertido en treinta, cumplieron con creces el sueño de triunfar en América.


De esa época se cuentan las más fantásticas historias acerca de la aventura americana de los Amaya, personas que, fuera de los escenarios, gustaban de vivir a su aire, siempre muy unidos y siempre ajenos a normas y convenciones que no fueran las suyas, una pintoresca piña familiar que incluía a viejos y niños, gitanos próximos a ella por vínculos de sangre más o menos cercanos, casi todos analfabetos, nómadas, enjoyados y cargados de pucheros y cacerolas. La más sonada y legendaria de estas historias tuvo lugar en Nueva York, cuando la trouppe fue "invitada" a abandonar el hotel Waldorf Astoria debido a su costumbre de asar sardinas en las dependencias de la suite. Existen diversas versiones del sabroso y oloroso festín, pero todas coinciden en que la misma Carmen compraba las sardinas y encendía sus hornillos sobre el parquet. En otras ocasiones fue vista sentada en un banco frente al lujoso hotel, sola, envuelta en su abrigo de visón y comiendo un bocata de arenques.

Aunque al parecer su familia procedía del Sacromonte granadino, Carmen Amaya se consideraba una gitana catalana de pura cepa y una entusiasta del pa amb tomaca, que pedía allá donde el baile la llevara. Bailó prácticamente durante toda su vida, desde que aprendió a andar hasta que murió, obtuvo éxito y admiración en todo el mundo, y, sin embargo, no está de más recordarlo, ni la magnitud de su talento ni su capacidad de trabajo, ni el apego y la fidelidad a sus raíces han sido suficientes para que su nombre figure en los anaqueles de la cultura catalana, en los proyectos de aniversarios y conmemoraciones con que los artistas catalanes, vivos o muertos, son homenajeados puntualmente. Se casó casi de "incórnito", le gustaba decirlo así, con un guitarrista payo, Juan Antonio Agüero. No tuvo hijos. El agotamiento y el dolor hicieron mella en su pequeño cuerpo, que se fue agarrotando. Bailar empezaba a ser un calvario cuando Francisco Rovira Beleta la dirigió en la por muchas razones notabilísima película Los Tarantos, versión gitana de Romeo y Julieta debida al dramaturgo Alfredo Mañas, donde Carmen interpretó a la madre del novio, la Taranta, con singular realismo y furias de tragedia clásica. Su arte seguía siendo intuitivo, visceral, tanto a la hora de bailar como en la composición del personaje. Su baile por alegrías en medio de las chabolas y el viento, cuando ya el dolor la torturaba, es algo grande, realmente memorable, la poderosa y elegante despedida de una artista con clase. Carmen tenía una insuficiencia renal debido a una malformación de nacimiento, tenía riñones de niña. Gracias al baile, sus riñones eliminaban toxinas que, de otro modo, la habrían matado mucho antes. "Si no puedo bailar, me muero", decía, y con razón. En el verano de 1964, en la Costa del Sol, conocí a Massimo Dellamano, el director de fotografía italiano que iluminó en Barcelona el filme de Rovira Beleta, y me confesó que la secuencia cinematográfica más bella, auténtica, emotiva y asombrosa que había fotografiado en toda su vida profesional fue el baile de Carmen Amaya en lo alto de la montaña de Montjuïc y de cara al viento, cuando ya estaba muy enferma y el dolor la consumía. Con su memoria fotográfica, Dellamano recordaba también la mano morena y nervuda de Carmen, sus nudillos lívidos golpeando enérgicamente la mesa de madera al ritmo de la guitarra y las palmas. De esa época datan también las soberbias fotografías que le hizo Colita.

Presintiendo el final, cumplió su sueño de tener una casita junto al mar, la masía Mas Pinc, que ella llamaría El Manso, en Bagur, donde murió el 19 de noviembre de 1963 a las nueve de la mañana. El final es parco, brusco y sorprendente como uno de sus desplantes. Unos dicen que antes de morir dio orden de repartir lo poco que le quedaba, y otros que la masía fue desvalijada mientras le daban sepultura, y que, además de algunos valiosos recuerdos de su brillante carrera, se llevaron también el colchón, su cepillo de dientes, sus pantuflas... Rumores que acrecentaron la leyenda, diferentes modos de entender la vida y la muerte, tal vez. El caso es que a las pocas horas de su entierro multitudinario, El Manso quedó abandonado. Unos años después, cuando ya habían empezado a olvidarse de ella, su viudo se llevó los restos de Carmen a Santander.

Una noche de 1964, en el local Los Tarantos de la Plaza Real de Barcelona, cuando el éxito y la fama empezaban a sonreírle, Antonio Gades me habló largo y tendido de Carmen Amaya. Gades se preguntaba de dónde salía el arte inaudito y maravilloso de esta mujer, y me explicó que la primera vez que la vio bailar no pudo articular palabra, ni durante el espectáculo ni después, cuando se la presentaron. Aquel rasgo tan personal e inimitable de su baile recio y al mismo tiempo tan femenino le dejó perplejo: "Antonio Esteve Ródenas, me decía a mí mismo viéndola bailar, olvídate de todo lo que sabes y de todo lo que deseas aprender, porque eso que estás viendo no se aprende. Se siente y basta". Y el escritor Néstor Luján, espíritu lúcido y sensible tras una máscara de amargo escepticismo, se despidió de ella con estas bellas palabras: "Aplaudida por tantos públicos, halagada por tantos éxitos, continuaba fiel a su origen con la mayor sencillez. Emocionaba. Así la recordaremos siempre, y recordaremos también, cada vez que pensemos en su baile, a un ser excepcional, de ésos que sirvieron, con absoluta donación de sí mismos, a la misteriosa danza andaluza, que tiene una forma vieja y cambiante, como la hoguera".