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martes, 24 de marzo de 2009

Kenzo rompe con todo por melancolía

 

Kenzo, ayer en su casa de París con algunos de sus cuadros.
Kenzo, ayer en su casa de París con algunos de sus cuadros.


Kenzo rompe con todo por melancolía

El diseñador vende su casa de París por 12 millones y se vuelca en la pintura



MÁBEL GALAZ
24 MAR 2009 - 18:00 COT

Durante muchos años invirtió esfuerzos e imaginación en construirla. El diseñador de moda Kenzo lo hizo para vivir con quien ha sido su pareja durante 20 años, pero ahora que ha muerto ya no la necesita. Un acaudalado productor de cine ha pagado 12 millones de euros por su lujosa casa de 1.500 metros cuadrados, que antes era un hangar cerca de la Bastilla y que convirtió en una réplica de su Japón natal, con jardines que parecen un paraíso zen.

Ayer, el artista abrió las puertas de su todavía hogar para mostrar las obras de arte que allí guarda y que sacará en una gran subasta pública que está preparando. "El nuevo dueño se quedará con algunas piezas, pero el resto lo venderé como ha hecho Pierre Bergé con la colección de arte de Yves Saint Laurent. Debo hacerlo: mi próxima casa es mucho más pequeña que ésta", ha declarado.

Kenzo ha reunido objetos procedentes de medio mundo que ha ido coleccionando durante décadas. Hay desde estatuas de Borneo a caballos chinos del siglo I, mesas lacadas y maderas exóticas, máscaras africanas, cuadros de Basquiat y dibujos de Cocteau. La venta alcanzará, según los expertos, los dos millones de euros.

En estos días, el diseñador está haciendo maletas porque deja la casa y porque se vuelca en su faceta de pintor. Kenzo inaugura exposición el 9 de abril en la galería Lordi Arte Contemporáneo de Buenos Aires en la primera exposición de su obra en Latinoamérica. Espera que sea un éxito como la recientemente organizada en Múnich, donde vendió la mitad de las obras que expuso.

En 1999, Kenzo se deshizo, a cambio de 29 millones de euros, de su marca. La compró el gran imperio del lujo LVMH. En una primera etapa siguió como director artístico, pero luego lo dejó todo, igual que ahora abandona su casa de París y se lanza a la pintura. A sus 70 años, y con un físico espléndido, vuelve a empezar.






lunes, 23 de marzo de 2009

Rumanía huye de Drácula


Castillo de Vlad Dracul en Rumanía

Rumanía huye de Drácula

El país transilvano renuncia al vampírico mito para vender su imagen en el exterior


El celebérrimo mito del Conde Drácula parece ser demasiado siniestro en el Ministerio de Turismo rumano para convertirse en la imagen de Rumanía en el mundo.
"El mito de Drácula no será la marca del país", ha declarado la ministra de Turismo, Elena Udrea. "Rumanía tiene muchas cosas que pueden ser promovidas como marca. Creo que puede ser representada mucho mejor por muchas otras cosas", ha explicado Udrea.
Sin embargo, Udrea ha reconocido que el ministerio que dirige no puede despreciar la fuerza del mito en todo el mundo a la hora de vender la imagen del país y atraer a los turistas.
"Es conocido en España, en América, en todas partes, y sería una pena que no lo utilizáramos cuando sea conveniente", ha afirmado la ministra. La leyenda de Drácula y sus nunca bien delimitadas relaciones con la realidad han sido y siguen siendo el principal atractivo para el mundo de Rumanía, un país pobre y poco conocido del este de Europa que sólo en los últimos años ha comenzado a tener una política de imagen turística planificada.
El personaje del conde Drácula nació a finales del siglo XIX de la pluma del escritor irlandés Bram Stoker, que se inspiró en la figura del príncipe rumano del siglo XV Vlad Tepes y en las leyendas de vampiros de la Europa Oriental para crearlo.
Valiente, sanguinario y fiero luchador contra los invasores turcos, las historias de sádicas torturas por placer en torno a quien fuera conocido como Vlad El Empalador, por el brutal castigo que aplicaba a los enemigos otomanos, fueron la base perfecta para un mito que nació en un libro, creció con el cine y es ya parte indiscutible del imaginario popular mundial.


viernes, 20 de marzo de 2009

John Cheever / Islas momentáneas de felicidad

John Cheever

John Cheever

Islas momentáneas de felicidad


Antonio Muñoz Molina
20 de marzo de 2009

Uno quisiera ser capaz de escribir alguna vez un cuento a la manera de John Cheever. Un cuento no muy largo, entre diez y quince páginas, sin un argumento muy preciso aunque con personajes que dieran en seguida una impresión a la vez de rareza y de familiaridad, con una voz narradora cercana a ellos pero también poseedora de secretos que ellos ignoran y que los lectores no llegarán a conocer del todo, una voz que mantendrá el mismo tono cálido en la tercera que en la primera persona. El punto de partida no será muy llamativo; la superficie de la historia se mantendrá tersa hasta el final; habrá observaciones agudas sobre los gestos y los sentimientos de las personas, instantáneas sobre un paisaje o sobre la luz de una ciudad que tendrá una precisión trémula de polaroids; y poco a poco, según avance el relato, lo que parecía una observación realista de hechos comunes se habrá convertido en una fábula ligeramente siniestra o del todo pavorosa, o fantástica, y la claridad primera de los propósitos y de las vidas habrá derivado de manera más o menos visible hacia un abismo de ruina. En esas diez o quince páginas cabrá el arco entero de un destino; habrán sido la crónica de unos personajes suspendidos desde ahora en un recuerdo sin tiempo y sin embargo servirán como testimonio de una época recién pasada y ya remota.


Updike, que fue amigo suyo, cuenta que Cheever sentía que su vida era una equivocación, un pecado

John Cheever murió en 1982, pero su literatura pertenece a unos años que se han quedado mucho más lejos, los cincuenta, sobre todo, que ahora, gracias al cine, se han vuelto modernos; los años cincuenta en Estados Unidos, no la torva prolongación de la posguerra en la que algunos de nosotros nacimos. Cada época parece elegir la revisión visual de un pasado, la nostalgia de un periodo particular cuyos pormenores se vuelven poco a poco familiares en las películas y acaban filtrándose en parte a la vida cotidiana: después de The hours y Far from heaven los cincuenta han regresado plenamente a la imaginación contemporánea con el éxito de Revolutionary Road; y junto a las faldas de vuelo de campana, los cócteles y los cigarrillos, los coches de carrocerías fantasiosas, las amas de casa perfectamente peinadas y frustradas, vuelve también una parte de la literatura americana de entonces, al mismo tiempo que aquellos muebles y lámparas que ya nos parecían antiguos en los tebeos de nuestra infancia. Richard Yates, que murió pobre, olvidado y alcohólico en 1992, ha regresado a los anaqueles de novedades de las librerías gracias a la celebridad cinematográfica de Leonardo DiCaprio y Kate Winslet. Cuando John Cheever murió estaba en la plenitud de su prestigio, y si con los años su figura se había desdibujado un poco, su vuelta tiene en los últimos tiempos el vigor de una resurrección, de un ingreso perdurable en las historias de la literatura.

Dos tomos de sus historias y novelas acaban de aparecer en la formidable Library of America, lo cual equivale a una cierta canonización. Un volumen suculento de sus diarios que ya se había publicado en los años noventa vuelve a editarse en bolsillo. Y la última novedad es una biografía de casi ochocientas páginas escrita por Blake Bailey, que también, por cierto, es el biógrafo de Richard Yates. La cultura literaria en Estados Unidos adquiere un aire cada vez más crepuscular, según van debilitándose la palabra escrita y el hábito de la lectura, y los fantasmas tienen una presencia más poderosa que los vivos: en The New Yorker de esta semana la reseña de la biografía de Cheever viene firmada por John Updike, que debió de enviarla muy poco antes de morir.

Dice Updike: "Sus protagonistas errantes se mueven, en sus frágiles simulacros suburbanos del Paraíso, de una isla de momentánea de felicidad amenazada a otra". En la vida americana los simulacros de paraíso, suburbanos o no, tienen una vehemencia más exagerada que en ninguna otra parte, y uno no sabe qué le asombra más, si la distancia entre el simulacro y la realidad o el fervor con que las personas que lo practican se empeñan en creérselo, o al menos en fingir que no se dan cuenta de su inverosimilitud. Hay una perfección americana de las apariencias que ya es en sí misma una forma íntimamente exasperada de sinceridad; una impostura sostenida tan de corazón que parecería miserable desconfiar de ella. Uno la reconocería en las fotos familiares de John Cheever aunque no supiera nada de los horrores negros de su vida, aunque no hubiera leído el testimonio extraordinario de su hija Susan -Home before dark- o explorado esas páginas de los diarios en las que uno siente que está vulnerando secretos demasiado tristes y sórdidos, respirando el aire tóxico de un pozo. En algunas fotos la familia Cheever exhibe una normalidad tan perfecta, tan luminosa, que sólo puede ser una falsificación: el padre maduro y gallardo, con jerséis ligeros, con pantalones claros de lona; la madre sonriente, bien conservada, atractiva; los tres hijos de estaturas escalonadas, nacidos con los intervalos adecuados, con camisas de cuellos anchos y melenas de prudente modernidad de los años sesenta; y al fondo, al final de la ondulación del césped, entre los árboles, la casa noble pero no ostentosa del siglo XVIII, tan lejos de Nueva York como para asegurar una vida saludable en el campo, tan cerca como para encontrarse en la vibración de la ciudad tras un viaje confortable en coche o en tren.

Dice Ben Cheever que su padre era como un espía en su propio mundo. Acataba aquella normalidad con la fe que sólo sienten los grandes impostores y al mismo tiempo que se sentía encarcelado por ella vivía con el miedo de perderla si lo desenmascaraban. La casa no era del siglo XVIII, sino una imitación hecha en los años veinte; era verdad, según le gustaba recordar, que su familia se remontaba a los primeros colonizadores, e incluía clérigos eruditos y capitanes de veleros mercantes, pero también que su bisabuelo, su abuelo y su padre habían sido borrachos fracasados; amaba sinceramente la vida familiar, patinaba con gracia y ligereza y se enorgullecía de su destreza cortando el césped, pero al mismo tiempo era un borracho y un adúltero; cultivaba una austera elegancia de varón mujeriego y en sus diarios confesaba sus aventuras homosexuales. Updike, que fue amigo suyo, cuenta que Cheever sentía que su vida era una equivocación, un pecado. Según su hija Susan, la mesa del comedor familiar parecía un tanque de tiburones.

Pero en su vida, como en sus cuentos, el espanto no es la única verdad, y si la negrura nos afecta en ellos como una desgracia personal es porque siempre sucede en la cercanía de instantes de felicidad o belleza, o de posibilidades tan hermosas que no pierden su brillo aunque no lleguen a cumplirse. En El nadador un hombre ve en el cielo una montaña de cúmulos y piensa que parecen una ciudad vista desde lejos, a la que se llega en un barco, y piensa un nombre, Lisboa. Quien escribe unas líneas así es que ha conocido el paraíso

156 páginas. John Cheever: Complete novels: The Wapshot Chronicle / The Wapshot Scandal / Bullet Park / Falconer / Oh What a Paradise It Seems. Library of America. 960 páginas. The stories of John Cheever. Vintage. 704 páginas. Cheever: A life. Blake Bailey. Knopf. 784 páginas.

John Cheever : Collected stories and other writings. J. Cheever. Library of America.


* Este artículo apareció en la edición impresa del viernes, 20 de marzo de 2009.




EL PAÍS





Pesadilla infantil de Bruno Schulz



Pesadilla infantil de Bruno Schulz

Ven la luz los frescos realizados para los hijos de un nazi por el pintor judío poco antes de morir - Perdidos muchos años, llegan a Israel rodeados de polémica



JUAN MIGUEL MUÑOZ
Jerusalén 20 MAR 2009

Todos los vecinos de Drohobycz (hoy Ucrania) la conocían como Villa Landau. Era la vivienda de Félix Landau, un sargento mayor de las SS que residía allí junto a su amante y sus dos hijos, naturales de Viena. En esa casa, detrás de unas estanterías y de latas de comida, reposaron durante décadas varios frescos cargados de simbolismo y de misivas ocultas. Son obra de Bruno Schulz, escritor y pintor polaco judío (1892-1942) que trabajaba meses antes de su muerte para Landau con la esperanza de poder evadir la macabra suerte que corrieron centenares de judíos del pueblo. Esas pinturas y algunos dibujos del artista, en los que resulta imposible no percibir el influjo de Francisco de Goya, se exponen ahora en Yad Vashem, el Museo del Holocausto de Jerusalén.






Pintaba las escenas con la esperanza de poder evadir su macabro destino
Ucrania afirma que los frescos salieron del país sin licencia de exportación

Schulz pereció cuando Karl Günther -un oficial nazi rival de Landau- le descerrajó un tiro en la cabeza. Schulz era un protegido de Landau, pero éste, que en 1941 caminaba por las calles del pueblo pistola y látigo en mano sembrando el terror, mató a un dentista amparado por Günther. Y Günther replicó a su contrincante: "Tú matas a mi judío, yo mato al tuyo".
Se quebraba así la trayectoria artística de un hombre enfermizo desde la niñez, procedente de una familia judía asimilada a la cultura europea dominante en su entorno; un tipo que idolatraba a las mujeres, como atestiguan sus pinturas y la correspondencia que mantuvo con varias de ellas y que recopiló en dos libros publicados en 1934.
Yehudit Shendar, comisaria de la exposición, conoce al dedillo la historia de Schulz, nacido en Drohobycz, un pueblo de la región de Galitzia ubicado en el Imperio Austro-Húngaro y convertido tras la I Guerra Mundial en territorio polaco, ocupado por el régimen nazi, y hoy en día bajo soberanía de Ucrania. "En sus escritos, Schulz", explica Shendar, "fragmentaba la realidad en diferentes visiones, algo parecido al cubismo".
Los restos de los frescos, ejecutados sobre tres paredes de la vivienda de Drohobycz por orden de Landau, revelan el personal estilo de Schulz: una mezcla de sus atormentadas vivencias personales con los cuentos de hadas. Pero, claro está, nunca falta el mensaje. El primer fresco muestra la figura de un jinete a lomos de un caballo. A su vera, una mujer, aparentemente Cenicienta, y al fondo los restos de un bosque. Un vecino superviviente del pueblo ucranio aseguró que la mujer era Gertrud, amante del sargento mayor nazi. El hombre, el propio Landau, gran amante de la equitación. Y los árboles simbolizan el cercano bosque de Bronica, tumba de miles de judíos en los aciagos días de las matanzas de 1941 y 1942. "La realidad no es lo que parece a quien la contempla, ni siquiera en los cuentos de hadas. Landau no comprendía lo que Bruno pintaba", explica Shendar.
Los rostros de Blancanieves, con falda corta y seductora, y de uno de los enanos -"los enanos la adoraban, otra vez la metáfora de la idolatría del género femenino", apunta la curadora- que figuran en la segunda de las pinturas corresponden a la criada de la familia Schulz y al padre de Bruno.
En el tercero de los frescos, que tampoco ha resistido íntegramente el paso del tiempo, un hombre -el propio Schulz- con cabeza erguida tira de las riendas de un carro que traslada a varias mujeres. A diferencia del resto de sus cuadros, el varón no aparece en posturas contorsionadas, con gestos de horror en el semblante. "El hombre lleva casco, como si fuera a su último combate, que es la huida de Drohobycz", comenta Shendar ante la pintura.
Es una constante en la obra literaria y pictórica de Bruno Schulz: su veneración por las mujeres. Se aprecia, por ejemplo, en ese dibujo anterior a la II Guerra Mundial, que inmediatamente trae a la memoria la Maja de Goya. En esta obra, el hombre aparece bajo los pies de la maja. "El hombre es el sirviente, las mujeres aparecen coronadas. Esto es muy provocador para los años veinte del siglo pasado", sonríe Shendar.
La exposición será duradera. Muy duradera. La polémica rodeó la llegada de las obras del pintor polaco a Israel. En 2001, un documentalista alemán descubrió los frescos. Expertos polacos se hicieron cargo de la restauración y en mayo de ese año representantes de Yad Vashem examinaron el mural. Las obras de Schulz acabaron en el Museo del Holocausto. Mientras esta institución asegura que las adquirieron legalmente, las autoridades ucranias afirmaron que habían salido de contrabando, sin licencia de exportación.
La furia se desató en Polonia y Ucrania. Y finalmente, Kiev y Yad Vashem forjaron un pacto. "Los cuadros pertenecen al Gobierno ucranio pero hemos firmado un acuerdo para que permanezcan aquí durante 20 años", zanja Shendar. "Por lo menos", agrega la responsable de las relaciones con los medios de comunicación extranjeros, Estee Yaari.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 20 de marzo de 2009





RETRATOS AJENOS
Bruno Shulz

FICCIONES
Casa de citas / Bruno Shulz / Muchachas
Casa de citas / Bruno Shulz / Camas

DE OTROS MUNDOS
Bruno Schulz / Un ajuste de cuentas entre pistoleros
La pesadilla infantil de Bruno Schulz
Andrea Aguilar / El aura de los libros perdidos
Adam Zagajewski / Bruno Schulz, el otoño al acecho

PESSOA
Bruno Schulz / Um mundo que troca de pele
Bruno Schulz / Palavras que criam mundos

DRAGON
Bruno Schulz / Murals illuminate Holocaust legacy row
Obituaries / Jerzy Ficowski
Bruno Schulz / A brief survey of the short story
From Frankenstein to Pinocchio / Top 10 artificial humans in fiction
Bruno Schulz’s The Street of Crocodiles
Tree of Codes by Jonathan Safran Foer / Review
The Age of Genius / The legend of Bruno Schulz
Bruno Shulz / August


lunes, 16 de marzo de 2009

¿Qué trama Joaquin Phoenix?

Joaquin Phoenix


¿Qué trama Joaquin Phoenix?

La transformación del actor en cantante macarra hace sospechar a muchos


Barbara Celis
Nueva York, 16 de marzo de 2009

Es posible que el actor Joaquin Phoenix se haya vuelto loco, pero es muy poco probable. Para cualquiera dispuesto a mirar con lupa hacia todas las extravagancias que ha protagonizado desde que anunció en octubre que se retiraba de la interpretación para dedicarse a la música, resulta demasiado sospechoso limitarse a pensar que el antaño comedido Phoenix se haya transformado de la noche a la mañana en un rapero macarra, con barba y gafas de sol, que se pega con sus fans y al que se le ha olvidado incluso cómo vocalizar.
El actor, que tras la muerte de su hermano River Phoenix sufrió el acoso incesante de los paparazzi, podría simplemente estar poniendo a prueba el mundo periodístico utilizando una imagen que está generando ríos de tinta basados en especulaciones. Si no, ¿cómo se explica que Casey Affleck le siga a todas partes con su cámara? Oficialmente está haciendo un documental centrado en el cambio de carreras de Phoenix, pero... ¿no podría ser algo más? Ni siquiera Gwyneth Paltrow, su última compañera de reparto, se traga la versión oficial. "No estoy segura de lo que está pasando, pero me parece raro que Joaquin deje la interpretación por la música. Tiene que haber otra explicación". Joaquin eligió el programa de David Letterman de la cadena de cotilleos E! para anunciar su cambio de rumbo, para mostrar su nuevo yo y esta semana en Miami atacó a un fan en un concierto. Las mismas publicaciones que le acusaron de loco entonces ahora empiezan a sospechar que algo trama. Mientras, Joaquin Phoenix parece estar entregado al papel de su vida.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 16 de marzo de 2009

sábado, 14 de marzo de 2009

Liliana Cavani / El escándalo de 'El portero de noche'


Charlotte Rampling en Portero de noche

Liliana Cavani

El escándalo de 'El portero de noche'


DIEGO GALÁN

Madrid 14 MAR 2009


Cuando se estrenó en 1974, El portero de noche levantó fuertes controversias. Esta historia de una pasión sadomasoquista ambientada en parte en un campo de concentración nazi, provocó protestas en varios frentes: unos lo hicieron por las escenas de sexo, muy explícitas para entonces; otros, criticando la ambigüedad ideológica en el tratamiento que hacía la directora Liliana Cavani del personaje de un oficial de las SS. El caso es que El portero de noche fue una de esas películas de los años setenta que no dejaron mudos a los más conservadores, siempre dispuestos a hacer que el mundo gire a su antojo. En este sentido, poco tiempo atrás, El último tango en París, de Bertolucci, se había llevado la palma del escándalo.




La cinta fue vista en España por más de dos millones de espectadores

El portero de noche fue clasificada X en varios países, entre ellos Reino Unido, Estados Unidos y Austria. En España estuvo prohibida durante más de dos años; cuando finalmente se estrenó a finales de 1976 se proyectó sin cortes. Para entonces, los españoles intrépidos ya la conocían por sus viajes a Biarritz o Perpiñán, donde se exhibían expresamente para este público las películas prohibidas en España. A pesar de ello, los cines españoles registraron la asistencia de más de dos millones de espectadores para ver la película.
En todos los lugares en que se estrenó la película, completa o censurada, obtuvo un extraordinario éxito de público. La censura italiana mostró un especial gracejo, por llamarlo de algún modo: no sólo la prohibieron en primera instancia por su presunta obscenidad, sino que, según confesaron textualmente los censores, porque siendo una película dirigida por una mujer, era intolerable que el personaje femenino tomara la iniciativa en alguna de las escenas eróticas, que son, por otra parte, quizá las más hermosas de todo el filme, cuando la pareja, acosada por sus perseguidores, se ve obligada a una reclusión mórbida.
Aunque Liliana Cavani ya había tratado de denunciar los totalitarismos en sus documentales para la televisión, con El portero de noche dio un paso más. "Todos somos víctimas o verdugos", replicó a quienes la atacaban por su presunta humanización del personaje del agente nazi. Los abusos sexuales de él sobre la joven judía encerrada en un campo de concentración se transforman con el tiempo en una ardiente historia de amor y dependencia de la que ninguno de los dos podrá liberarse. Los fantasmas del pasado vuelven a tomar forma en ellos, conduciéndoles a una tenebrosa vía sin salida.
Sería inconcebible esta película sin el talento de sus protagonistas. La distinción y el refinamiento de Dirk Bogarde encajan sorprendentemente con las turbulencias de su personaje y con la turbia belleza de la espléndida Charlotte Rampling. Ambos habían coincidido cuatro años atrás en La caída de los dioses,de Visconti, y ello animó a Liliana Cavani a encargarles los personajes de El portero de noche, aunque para el papel de la mujer había considerado previamente a Romy Schneider, Mia Farrow o Dominique Sanda. Acertó con su elección final.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 14 de marzo de 2009


Haruki Murakami en España / Una cena gallega

Murakami, en el instituto Rosalía de Castro de Santiago de Compostela,
donde recibió el premio. Foto de ANDRÉS FRAGA


Haruki Murakami en España

Una cena gallega

Los alumnos de un instituto de Santiago logran seducir a la estrella japonesa de la literatura - El escritor, reacio a comparecer en público, visita España por primera vez


JESÚS RUIZ MANTILLA
Santiago de Compostela, 14 MAR 2009

A juzgar por el saque, Haruki Murakami prefiere el pulpo, la empanada, los calamares y el vino a la leche en tetrabrick, las manzanas y los sándwiches de atún que él hace comer a sus personajes, tan preocupados por los alimentos transgénicos. El jueves por la noche, en Santiago de Compostela, el escritor japonés daba buena cuenta de todo ello en la mesa que compartió con los 10 alumnos del jurado que le otorgó el Premio San Clemente por su novela Kafka en la orilla (Tusquets). Un premio que también han ganado este año y el pasado Vicente Molina Foix, Luis Landero, Julian Barnes, María Reimóndez y Anxos Sumai.
Pero el caso del japonés ha sido especial. Es la primera vez que viene a España. Lo que no habían conseguido por activa y por pasiva sus editores, varias universidades e instituciones de postín sí lo ha logrado un puñado de jóvenes lectores entusiastas, exigentes y no mayores de 18 años.





El autor: "Escribir es una magia que comparto encantado con vosotros"
Los alumnos: "Hila las palabras como si se tratase de una verdadera melodía"

Este fenómeno de las letras universales e ídolo en Japón ha conseguido traspasar todas las fronteras con sus libros. Pero ha decidido llevar una vida apartada. Alejada de focos que le hiciesen reconocible cuando pasea por Tokio en busca de soledades que retratar. Lejos del ruido para no alterar el silencio y la concentración necesaria para empaparse del jazz y el barroco que marcan el ritmo de sus obras. Con el camino despejado para poder correr en paz por la calle y nadar en las piscinas sin que le agobien con peticiones de autógrafos.
Pero no hay retiro ni vena cartuja que se resista a quienes cada año conceden el Premio San Clemente, surgido hace 14 años en el Instituto Rosalía de Castro, de Santiago de Compostela. No es mucho. Se trata de cumplir un sueño: "Que nuestros autores favoritos pasen un día de sus vidas con nosotros", comentaba Elena Forján, la alumna que presidía el acto de entrega. Así han pasado por allí José Saramago, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Paul Auster, Amélie Nothomb, Tariq Ali, Jostein Gaarder, Antonio Tabucchi, Alessandro Baricco, Almudena Grandes, Javier Cercas, Álvaro Pombo, Javier Marías... Y ahora, Marukami.
En la editorial advirtieron a los chicos de que su sueño sería muy difícil de cumplir. "Bueno, vamos a intentarlo de todos modos", contestaron. ¿Cómo? "Pues echamos un vistazo a cosas que tenían que ver con Japón y nos fuimos al concesionario de la marca Toyota a ver qué pasaba", cuenta el director del instituto, Ubaldo Rueda. Así lograron acceder hasta él y le convencieron: contándole de qué se trataba directamente. Y con una marca de coches de mediador... A Murakami le picó la curiosidad y el miércoles se presentaba en Galicia para recoger los 3.000 euros del premio.
Paseó por el Obradoiro, comió pulpo, bebió vino, firmó libros y corrió por los parques y por las calles peatonales de la ciudad. "Quiero quedarme aquí", decía al recoger el galardón que los alumnos le otorgaron tras un análisis exhaustivo de su obra: "Así como los otros libros finalistas -entre ellos El mar, de John Banville y Perdido el paraíso, de Cees Noteboom- bordan su escritura con un estilo depurado y clásico, Murakami llega más al fondo a base de un ritmo pop que entronca también con Borges. Además, destaca la música que aparece en sus obras y que hila las palabras como si se fuera una verdadera melodía".
Parecido análisis escucharon Landero, premiado por Yo, Júpiter; Molina Foix, por El abre cartas; María Reimóndez, por El club da calceta y Anxos Sumai por Así nacen as baleas, estas dos últimas en el apartado de novela gallega. Todos lo agradecieron sinceramente y se sentaron a cenar con los chicos en unas cuantas mesas redondas del Hostal de los Reyes Católicos.
Murakami perdió la fobia a las cámaras que le agobiaron el primer día, recién llegado. Se relajó y contó cómo fue lector furibundo antes que escritor. "Leer era lo más importante en mi vida, además de mi novia", comentó. Tenía más de 30 años cuando decidió ser escritor. Cuando ya había cerrado su bar de jazz en la ciudad. Cuando se dio cuenta de que todo aquel bagaje lector le colocaba delante de folios en blanco, de muchos folios en blanco que sacaron de dentro las ganas de emular a Dostoievski y a Scott Fitzgerald.
"Los japoneses leen en el tren. Muchos tienen hasta tres horas diarias para hacerlo mientras van de su casa al trabajo y vuelven. Me piden que escriba libros cortos, manejables para llevar en el metro y poder leer de pie, agarrados a las barandillas. Pero no puedo, me salen así, largos. No puedo parar. Soy un corredor", comentó. De hecho acaba de terminar su novela más larga. "Justo antes de venir a España se la he entregado a mi editor. Estoy muy contento", afirma como quien ha concluido un maratón con buena marca.
La necesidad de contar historias cambió su vida. "Fue algo caído del cielo, una epifanía", asegura. Pura magia. "Una magia que me encanta compartir con vosotros", les dijo. Pero él también quiso preguntar. Ana Cerrada y Javier Cereijo, que se sentaron a su lado en la cena, se sorprendieron de todo lo que quiso conocer. Lo mismo que Alba Saleta y Noelia Souto, que Marta Cruces y Rubén Fernández, también sentados entorno a él. "Nos preguntó sobre las lenguas que se hablan en España, sobre la guerra civil, sobre la comida. Nos habló de su admiración por Vargas Llosa y por García Márquez. Nos pidió que le aconsejáramos a qué otros escritores gallegos e hispanos debía leer". Ellos, por su parte, quisieron acercarse a los secretos de un autor que les parece, dicen, "como Peter Pan". Le sedujeron tanto que, al final, hasta no le importó romper una leyenda y un tabú: "Se hizo hasta una foto con nosotros", comentan. Toda una hazaña la suya.


UNA VIDA APARTADA, UNA CARRERA ATÍPICA

- Nació en Kioto en 1949, hijo de un profesor de literatura japonesa.
- Estudió tragedia griega, artes teatrales y cine. Regentó un club de jazz en Japón durante ocho años antes de ir a Princeton a enseñar literatura japonesa.
- Hasta los 29 años no decide dedicarse a la escritura, aunque con anterioridad había devorado mucha literatura.
- Su amor por los libros le ha llevado también a traducir al japonés a Fitzgerald, Irving o Chandler.
- Dibuja un mundo de oscilaciones permanentes -entre lo real y lo onírico, entre gracia y negrura...- que ha seducido a Occidente. Tusquets ha traducido siete libros al español, entre ellos El pájaro que da cuerda al mundo, Tokio blues, Kafka en la orilla y After dark.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 14 de marzo de 2009