Un actor que inspira
Juan Marsé
6 de agosto de 2004
Quizá sea lo más halagador que pueda decirse de un actor, de un pintor o de un músico, de un artista de cualquier ámbito, en realidad, incluidos el del fútbol, la política, la cocina o el humor, muy especialmente a los artistas del humor: que su trabajo inspira.
Pero es curioso, cuando uno cree estar ante un actor bueno de verdad, o por lo menos que reúne tantas cualidades para ser un gran actor, aparece de repente cierto miedo a mostrar demasiado entusiasmo, a cargar sobre sus hombros -por muy rotundos que éstos sean- un lastre de expectativas, a clavarle la bandera y a lanzarle al ruedo con la misión de colocarnos en el mapa industrial cinematográfico, a ser posible al oeste de Norteamérica. Hay distintos modos de conquistar ese terreno ilusorio en las nubes; Javier Bardem ha optado por el trabajo bien hecho.
Mi hija Berta, que formaba parte del equipo técnico en el rodaje de Jamón, jamón (dirigida por Bigas Luna en el año 1991), dice que las capacidades y el magnetismo de este actor eran algo que solía comentarse con sorpresa entre los miembros del equipo, peluqueros, eléctricos o ayudantes de dirección, durante las pausas y siempre que Bardem -entonces un chaval de 21 años sociable y bromista- no estuviera presente. Les llamaba poderosamente la atención mientras trabajaba, y, cada cual a su manera, se daban cuenta de que estaban ante algo diferente, otro rostro, otra apuesta, un actor de otra dimensión. El agudo olfato de Bigas Luna, infatigable en su búsqueda de lo auténticamente ibérico, de las raíces más elementales y primitivas de nuestra cultura mediterránea, del sello peninsular, acaso se daría cuenta enseguida de lo acertado de su intuición. Y Bardem, aplicado y apasionado a partes felizmente iguales, cumplió con el papel de macho hispánico y además logró captar la atención de los que trabajaron con él primero y de los espectadores después, de todos aquellos que amamos el cine y que hemos seguido sus pasos con asombro y esperanza.
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Penélope Cruz y Javier Bardem
Jamón, jamón |
Y ahora, ahora que uno tiene ocasión de escribir unas líneas sobre Javier Bardem, reflexionando sobre el valor, la prudencia y el talento con el que está perpetrando su carrera, y sobre todo viendo la consistencia de sus interpretaciones, hay que sobreponerse a la sorpresa y adularle con discreción; como hacían sin darse cuenta los miembros del equipo técnico en sus primeras películas, protegerle de sí mismo. Es probable que las dudas y las contradicciones formen parte del impulso que lleva a este actor, de nombre completo Javier Encinas Bardem, nacido el año 1969 en Las Palmas de Gran Canaria, a hacer lo que tiene que hacer. Que es un actor currante e imaginativo lo acreditan los personajes seleccionados y, en la misma medida, los personajes no seleccionados. Sus primeros pasos fueron más o menos como todos, hasta que Bigas Luna le dio su primera oportunidad seria con un personaje hecho de pasión y ternura en Jamón, jamón, y, sobre todo, con el especulador hortera y avaricioso de Huevos de oro, donde Bardem empezó a trabajar los matices de su temperamento interpretativo, así como los recursos notables de su físico: recuerdo, por ejemplo, aquel joven que se comía el mundo en Éxtasis (dirigida por Mariano Barroso en el año 1995), con la ambición y la rabia en su mirada, y el borrachuzo de mente algo torpe, deteriorada por el alcohol, olisqueando el calcetín antes de ponérselo en Los lobos de Washington (también de Barroso, 1999), y el policía parapléjico y enamorado de Carne trémula (de Pedro Almodóvar, en 1997), y a Reinaldo Arenas viviendo y sufriendo las contradicciones de la revolución en Antes que anochezca (de Julian Schnabel, 2000), papel que le valió nada menos que una nominación a los oscars de Hollywood, la primera de un actor español para esa categoría, otro banderín de expectativas en su lomo.
La película me pareció mediocre, con muchas zonas oscuras o discutibles respecto a las vivencias reales de Reynaldo Arenas, pero la composición de Bardem es impecable. El parecido físico es, en algunos momentos, asombroso. Saludé personalmente a Reinaldo Arenas en La Habana, en el año 1968; acababa de publicar Celestino antes del alba, y puedo asegurar que la recreación física es magnífica, sobre todo en la cabeza y la cara, ya que Arenas era un hombre bajito, de constitución frágil. También es asombroso el acercamiento del actor al dolor del escritor homosexual, la delicadeza con la que toma su actitud y adopta su estado anímico.
No sé si fue casualidad de fechas o compromisos, o fue una decisión premeditada, que la siguiente apuesta de Bardem tras la nominación de los oscars fuese encarnar al indómito Santa de Los lunes al sol (dirigida por Fernando León de Aranoa en el 2001), un parado que sobrevive entre la rebeldía interna y la desilusión, como un gorila entre las rejas del deprimente zoológico. Tanto si fue una decisión premeditada como si no, y responde a la pura intuición, es una muestra más del respeto que el oficio le merece a este actor.
Esperemos que las contradicciones sigan azuzando a Javier Bardem. Mientras su vida se aleja de Santa y sus problemas, difícilmente se quedará en paro, por el contrario, su nombre es ya una garantía de cine exigente. De momento todo parece indicar que Bardem se mantiene ajeno a cantos de sirena, pero alerta, que conserva a su misterio y su escepticismo, que su trabajo nos va a sorprender y a convencer. Y sobre todo nos inspira. Qué más puedo decir: no le molesten mientras está trabajando.
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Javier Bardem |
APUNTES PARA UN RETRATO
Lo primero que llama la atención, además de la mirada franca y reposada -una mirada que busca la complicidad irónica-, es la tensión muscular del rostro, cierta pugna visceral que se establece entre unas facciones con resabios pugilísticos y unos ojos apaciguados de chico leal y majete, peleón reformado, conformado. Algo intangible pero muy determinante, sutiles armonías y desacuerdos que conforman la personalidad, opera en la cara del actor y a veces se comporta como una máscara. Por ejemplo, ese velo de tristeza y de ternura en la mirada, que resbala suavemente sobre los pómulos y la nariz, robusta y pendenciera, y alcanza la barbilla inquisitiva, atenuando la presunta dureza del mentón, una violencia interiorizada que se niega a aflorar.
Desde sus primeras apariciones en la pantalla, la sugestión de la virilidad se establece entre dos polos de fuerte magnetismo. Rudo y limpio. Impetuoso y fragante. No sabría definir de otro modo esa reflexión puramente física que irradia la encarnadura y anticipa el gesto -antes incluso de moverse-, ofreciendo una impresión de refrescante aroma corporal, alguien que acaba de ducharse y ha gastado buenas dosis de agua de colonia, digamos. Cierto desaliño indumentario no contradice en absoluto esa impresión de chico sanote, más bien la acentúa. La cabeza se asienta sobre un cuello robusto y la nuez sugiere una verbosidad bronca y dinámica, una dicción golosa de palabras, una voz húmeda y reflexiva. Algo así como si degustara las cosas antes de decirlas, como si paladeara la frase antes de soltarla. Pensamientos, exabruptos, risas, emociones y sentimientos, todo pasa por esa tensión verbal y muscular que ronda los aledaños de la boca y la nariz, y que anida en la nuez del cuello.
El rostro trasuda textura y efluvios de hombre guapo que no acaba de creerse guapo ni parece muy interesado en el asunto, así que los labios estrictos y afables retienen una sonrisa descreída, y algo más: ganas de soltar la sonora carcajada junto con un preventivo, risueño y sarcástico: "Me has tomado por otro".
EL PAÍS