jueves, 4 de junio de 2020

Marc Behm / "Las bodas siempre me ponen paranoica"




Marc Behm 

"LAS BODAS SIEMPRE ME PONEN PARANOICA" 


Se llamaba Brice.
    Entró al aparcamiento del hospital de San Juan y se quedó esperándole junto a su coche, un Triumph blanco en una plaza privada, señalada con un
Reservado para el Dr. James Brice.
    Al Ojo le entró pánico. ¡Seguramente iban a ir en coche a algún sitio y él no tenía vehículo! Había una parada de taxis en Windfall Lane, y un taxi solitario junto al bordillo. Enseñó con ostentación su insignia falsa al conductor, le dio un billete de diez dólares y le dijo que lo esperase.
    Regresó al aparcamiento. Eve aún seguía sola, apoyada contra el Triumph, fumando un Gitanes, una mano en la cadera.
    Pero ya no era Eve. Había cambiado otra vez. Su exuberancia y su sonrisa abierta, su nerviosa energía y suficiencia habían desaparecido. Ahora era lánguida, seria, mágica, mediterránea… cretense… no, más del este… chipriota, del Eufrates, parta… una vestal en bata azul, en un templo lleno de humo, rindiendo culto a los cocodrilos. Dentro de un momento contemplaría el interior de una vasija de baba de bruja y lo vería, de pie, tras ella.


    En vez de eso, se comió la otra pera.
    El doctor Brice apareció a las dos en punto. Se besaron. Andaba por los cuarenta, guapo, elegante, fuerte. Metió su maleta en el portaequipajes, y se marcharon.
    El Ojo bajó corriendo por Windfall Lane y se metió en el taxi. Los siguió hasta Linker Bank y el edificio Trust. No había dónde aparcar, así que Eve dio una vuelta a la manzana mientras Brice iba adentro. El Ojo le dijo al taxista que se quedara junto al Triumph y fue tras el doctor.
    Brice retiró veinte mil dólares, que metió en un voluminoso billetero y en su bolsillo. Salió. El Triumph se acercó y él se acomodó junto a Eve. El taxi estaba justo detrás. El Ojo se precipitó en él, resoplando como una olla. Le latía el pecho, tenía las manos mojadas de sudor.
    El tráfico era criminal. El taxista los perdió de vista en Maddox Drive, los encontró de nuevo en Lamont, los volvió a perder en Riverside.
    Luego tres camiones y un Jaguar los encajonaron en un atasco y tuvieron que parar en seco. Sonaron los cláxones. Un dóberman asomó su cabeza de pitón por la ventana del Jaguar y aulló.
    El Ojo salió a la acera y subió corriendo por Riverside. Un millar de coches embotellaban la calle. Torció bajando por Gibbon, se metió trotando en el Circle; paró. ¡Dónde carajo iba! Regresó corriendo al taxi. Aún seguía allí, apretujado entre el Jaguar y los camiones. Se dejó caer pesadamente en su interior. El dóberman le ladró. El atasco se deshizo y el tráfico volvió a fluir con normalidad.
    Entraron en la Avenida Frederick, pasaron de largo la capilla que había en Woodlawn.
    —Nos han dado esquinazo —dijo el taxista.
    —Sí.
    —Ahora, ¿por dónde?
    —Continúe.
    —¿En qué dirección?
    —Todo recto. No. ¡Espere! ¡Pare aquí! —Le dio otros cinco, supersticioso, y regresó bajando por Frederick hasta Woodlawn.
    ¿Y por qué no? Piesplanos, el experto en personas desconocidas, siempre estaba diciendo: «¿Cuál es el modelo? ¡Busca el modelo!». Bueno, ése era el jodido modelo, ¿no? El banco, la peluca, Brice ¡y la hijaputa de la capilla!
    Subió a la parte trasera de la capilla por un sendero. El Triumph estaba allí, en el aparcamiento de atrás.
    Entró en la sacristía y fue de puntillas hasta la nave. Se sentó cansinamente en el último banco.
    Eve y el doctor Brice estaban de pie frente al altar, casándose.
    Su nuevo nombre era Josefina Brunswick.
    Había una docena de personas presentes, todas elegantemente vestidas, modernillos de veinte a treinta años, atufando a marihuana. Tres fotógrafos profesionales no invitados estaban sentados en un banco lateral, así que —como siempre— nadie prestó atención al Ojo repantigado entre ellos, sujetando la Minolta.
    Lucy Brentano. Eve Granger. Señora de Paul Hugo. Josefina Brunswick. Señora de James Brice.
    ¿Quién era ella?
    Ella se volvió ligeramente, mirando por encima del hombro, observando… ¿Pero qué?
    ¡Dios Todopoderoso! Era indeciblemente encantadora. Su belleza lo golpeó. Se quedó allí sentado, su caricia de escorpión lo paralizaba con arrobo, su veneno le calentaba la sangre. ¿Quién demonios era aquella chica? Tenía los ojos verdes, gris azulados. Llevaba una cabra colgada de una cadena alrededor del cuello. A menudo posaba con las manos en las caderas. Comía peras. Fumaba Gitanes. Creía en las estrellas. Y había nacido el veinticuatro de diciembre.
    Capricornio, el símbolo del invierno.
    La noche anterior había matado a un hombre y le había robado dieciocho mil dólares. Esta noche iba a matar de nuevo por veinte mil.
    Se dejó caer de rodillas y rezó fervorosamente. ¡Oh, Señor, no te la lleves de mi lado! ¡No me dejes solo de nuevo, rebuznando en la oscuridad, como un burro herido!
    —Sí, quiero —dijo Josefina Brunswick.
    Tras la ceremonia, la novia y el novio, acompañados por el enjambre de invitados, salieron a la escalera delantera y posaron para las fotografías. No se libraría de ésta. El Ojo se quedó con los tres fotógrafos durante un momento, sacando unas cuantas tomas. Luego corrió a la parte trasera de la capilla y se precipitó como un loco de un coche aparcado a otro.
    Encontró un Honda Accord naranja completamente nuevo y abierto, con las llaves puestas. Saltó tras el volante y salió a la calle Woodlawn.
    Se metió en el camino de entrada de una casa vacía dando marcha atrás y se detuvo tras un seto. Pasarían dos o tres horas antes de que diesen la descripción de aquel coche robado a los patrulleros. Eso daría tiempo de sobra para joderlo todo.
    Veinte minutos después pasó el Triumph, en dirección sur. Lo siguió.
   Condujeron por la Avenida Cooper, bajaron todo el Jefferson Boulevard, pasando por la universidad y el Country Club. En Stuyvesant salieron a campo abierto, y Richlan, Ormo y Hayward pasaron volando. Pararon en Fort Vale. El doctor Brice compró un cartón de cigarrillos; Josefina, un cepillo de dientes y una botella de Gaston de Lagrange; el Ojo, una revista de crucigramas.
    El parte del coche robado ya estaba circulando, pero no había ninguna patrulla a la vista. Condujeron sin parar. A las diez el Triumph se detuvo en el aparcamiento de The Cat’s Pajamas, un albergue de carretera cercano a San Vicente.
    Tocaba una banda de jazz. Una chica vestida con un sari transparente cantaba. Oficiales de las Fuerzas Armadas de la base vecina bailaban con chicas enfundadas en vestidos que parecían toldos.
    La novia y el novio bebieron champagne y comieron cailles du Liban. El Ojo encargó una comida de quince dólares y devoró todas las calorías que contenía. Mientras comía, hizo los cinco primeros crucigramas de la revista.
    La habitación era una espesa ciénaga de bienestar con arenas movedizas. La plata relucía sobre los manteles blancos como la nieve. Las águilas destellaban en elegantes uniformes. Las joyas y los ojos de las mujeres espejeaban en la penumbra empalagosa como si fueran luces de puerto.
    —¡Esta fiesta se está poniendo guarra! —gritó un coronel borracho—. ¡Devuélvanme mis pantalones!
    Todo el mundo se rió. El Ojo terminó el quinto crucigrama. Once vertical,
licor de oriente. Cuatro letras. Arac.
    Sacó la foto del aula de su bolsillo y la apoyó contra la lámpara. Invitó a las niñas a tomar el postre con él.
    ¡Había llevado consigo el fantasma de Maggie a tantos sitios! A teatros y conciertos, a los partidos de béisbol, ella lo acompañaba. Y ahora estaban comiendo juntos un helado en una tasca de oficiales en medio de ninguna parte.
    Las quince caritas se lo quedaron mirando fijamente, haciendo que le doliera el corazón. Ya se habían ido todas, requeridas por otros. Maggie también. No era justo. El juego tenía trampa. El mapa cuadriculado de Dios era una ratonera; atraía con señuelo a los caminantes a una tierra de nadie y los sacrificaba con el tiempo y las pérdidas.
    Josefina tiró una cuchara. Brice tomó su mano y le besó los dedos. Ella miró por encima del hombro.
    La banda de jazz tocaba La Paloma.
    Se levantaron y fueron a la pista de baile. El Ojo se reclinó en la silla, cruzó los brazos y los miró. Pasaron bailando junto a su mesa. Permaneció meciéndose justo enfrente de él, con los ojos cerrados. Nunca había estado tan cerca de ella. Su mano izquierda, sobre el hombro de Brice, señalaba en su dirección. El dedo índice estaba deformado, doblado como una hoz. El maquillaje de los ojos a media luz daba a su rostro la misteriosa extrañeza de una máscara. Perlas diminutas colgaban de los lóbulos de sus orejas. Su carne repelía la oscuridad, iluminándola, arropándola en un halo de incandescencia.
    Brice se percató de su escrutinio. Frunció el ceño y la alejó, bailando, de la mesa.
    Diez minutos más tarde se marcharon.
    El Triumph salió de la autopista y subió por un camino de tierra a través del monte. Un rústico cartel con una flecha indicaba entre los árboles: La jaula.
    El Ojo dejó el Accord en una cañada y subió la colina a pie. En el claro de la cima había una casa de campo pequeña con paredes de cristal.
    Brice estaba en el cuarto más amplio, arrojando cerillas encendidas en una gigantesca chimenea. Josefina estaba en una de las alas, quitándose el vestido azul.
    —¡Jim!
    —¿Eh?
    —¿Es que no hay cortinas?
    —¿Qué no hay qué? —Las llamas chisporrotearon en la chimenea.
    —¡Cortinas! ¡En las ventanas!
    —¿Para qué? ¡Si a alguien se le ocurriera subir todo el camino hasta aquí, sólo para mirar, creo yo que se merece echar un vistazo!
    ¡Y era cierto!
    Brice se hallaba ahora en la otra ala, desvistiéndose, poniéndose un conjunto de judo. Se peinó despacio el cabello. Luego puso un disco de Vivaldi en un Kenwood. Las habitaciones de cristal y el bosque de alrededor se estremecieron con la música.
    Josefina destapó la botella de Gaston y se sirvió una bebida cargada.
    El Ojo subió al porche y se sentó en la barandilla. Brice regresó al cuarto principal, pasando frente a él como un héroe de kungfu en cinemascope.
    —¿Te gusta Vivaldi? —Ella no contestó—. ¡Jo!
    —¿Qué?
    —¿Te gusta Vivaldi?
    —Es Vivaldi, Jim. Seguro. Es una monada. —Se quitó el sostén y las medias.
    —¿A qué hora quieres salir mañana?
    —No me importa. —Alzó su ganchudo dedo izquierdo y lo frotó contra el pulgar derecho—. No hay ninguna prisa.
    —No. Pero es un viaje largo. Me siento como un oso. Y el viernes tenemos que estar en Miami.
    Encendió un cigarrillo. El Ojo podía ver el paquete. Larks. Había un bar de acero en la esquina de la habitación. Brice se metió detrás, alzó una tapa y sacó ruidosamente una lata de cerveza. Cambió de parecer. Bajó una botella del estante. El Ojo pudo ver su etiqueta amarilla. Kahlúa.
    También podía ver el medallón con la cabra colgada sobre los pechos desnudos de Josefina. Sacó su chaqueta marrón de la maleta y se la puso.
    Brice se sirvió una copa. Tenía canguelo. El Ojo estaba seguro de que no se habían acostado juntos con anterioridad.
    —Jim, estas jodidas ventanas me ponen nerviosa.
    —Ya te acostumbrarás.
    Apagó una lámpara y desapareció. El Ojo columpió las piernas por encima de la barandilla y cayó rodando del porche en un saco de oscuridad.
    Ella salió de la casa y se quedó de pie a su lado. Sorbió su coñac, echando una ojeada al bosque. Brice vino a acompañarla, tras servirse otro Kahlúa.
    —En noches como ésta no me arrepiento de toda la pasta que me he gastado construyendo esta barraca.
    —Me gustaría vivir aquí.
    —¡Imposible! ¡Eso significaría conducir cinco horas de ida y vuelta cada día! ¡Menuda!
    —Tú podrías quedarte en la ciudad. Y yo viviría aquí sola.
    —¿Sola? —Aquello lo dejó totalmente estupefacto—. ¿Qué quieres decir? Te volverías loca si vivieras aquí completamente sola. ¿Y qué harías para encontrar placer? —Era tan frío como su vocabulario.
    —Soledad —respondió Josefina—. Soledad y paz. ¿Qué mejores placeres hay?
    —Pero ¿qué es lo que harías? —preguntó colocando la botella en la barandilla, a un pie del hombro del Ojo—. Quiero decir, ¿qué tipo de cosas harías?
    —Escucharía el viento y caminaría por el bosque. —Se desplazó al otro extremo del porche. Él la siguió—. Y me pasaría el día tumbada al sol.
    —¿Y por la noche? —Metió sus manos bajo la chaqueta.
    —Me iría a la cama y me haría el amor. —Se apartó de él—. Lenta y maravillosamente, como si estuviera durmiendo con un amigo… un amigo muy querido…
    —¿Eh? —Estaba escandalizado—. Pero ¿qué clase de tonterías son ésas? Masturbarse es… algo solitario.
    Ella se rió.
    —¿Dónde lo leiste? ¿En Playboy?
    Él se rió, a su vez, avergonzado de su reacción moribunda. Esperó que ella no se hubiera dado cuenta.
    —¡De acuerdo! —Volvía a ser el dueño de una barraca muy chula, con una chavala muy chula en los brazos, alta, bronceada, ágil, una chavala de páginas centrales con una sonrisa misteriosa, vestida sólo con una chaqueta, una apariencia de muñequita cayéndole por encima de los muslos al descubierto. De hecho, era su mujer—. ¡Estás en lo cierto, señora Brice! —Estaba en su chula luna de miel, con una novia chula en su jaula chula—. ¡Eso es! ¡Así que haz como si yo fuera !
    Cayó de rodillas y la besó en el estómago. Luego metió la cabeza bajo la chaqueta y su nariz entre las piernas.
    —¡Ñam! ¡Ñam!
    Josefina sorbió su coñac, haciendo caso omiso de él. Luego miró por encima del hombro, directamente al escondite del Ojo.
    —¡Hay alguien ahí, Jim! —Lo apartó de un empujón—. ¡Nos está observando!
    Brice se levantó de un brinco.
    —¡Debes de estar bromeando!
    —¡Por allí! —señaló—. ¡Mira!
    —¡Ahí no hay nadie, Jo!
    —¡Sí, sí que hay alguien!
    Entró en la casa y encendió una luz. El Ojo se había echado silenciosamente al suelo y, con una vuelta de campana, se había metido bajo el porche. Se encendió una linterna.
    —¿Lo ves?
    —Lo siento —se rió ella—. Las bodas siempre me ponen paranoica.
    —Ven adentro, me estoy helando.
    —Voy a hacer una taza de té. ¿Te importa, Jim?
    —¡Por supuesto que no!
    La luz se apagó.
    Estaba en la cocina tomando una taza de té y fumando un Gitanes. Brice se hallaba en el otro cuarto, en cuclillas frente a la chimenea, estilo cowboy, lanzando leña menuda a las llamas. Sonaba un disco de Bach.
    El Ojo se paseó por el claro, con las manos en los bolsillos. Un búho ululó en el monte. Tres aviones silbaron al pasar, llegando al pie de la colina. Luchadores. Se acordó de las historias de revistas que había leído fielmente cada mes cuando era niño. G-8 y sus ases de batalla. La marca del buitre. Los colmillos del leopardo celeste. Vuelo de la tumba. Ed Billings vivía al otro lado de la manzana. Leía La sombra. Simonozitz, en la Segunda Calle, compraba Doc Savage. Se los pasaban de acá para allá, como escolares chiflados que se intercambiasen folios, discutiendo quién era el mejor escritor de América. Era Maxwell Grant o Robert J. Hogan o… ¿cómo se llamaba el otro tipo? ¿Roberts? Durante años había guardado todos los ejemplares. Su mujer se los tiró a la basura. Billings estaba en Washington. Se dejó pillar en el escándalo Watergate. Simonozitz era dentista en Denver. Su hijo era un ejecutivo de la TWA. La ex mujer de Billings se casó con un conde italiano. Ahora se dedicaba al cine. La había visto en una película la semana pasada, junto a Steve McQueen.
    En la cocina Josefina se caló un par de guantes. Fue al aparador, abrió un cajón y sacó un cuchillo de carnicero, pegó unos golpecitos con el filo en el fregadero: ¡ting!, ¡ting!, ¡ting!, ¡ting!
    Fue hacia la caja de fusibles en la pared y tiró hacia abajo de la palanca. Todas las luces se apagaron. Bach se cortó con un gruñido.
    —¡Jim!
    —¡No pasa nada, amorcito! ¡Seguro que se han fundido los plomos!
    El Ojo le oyó entrar en la cocina, le oyó gritar. Una cacerola golpeó contra el suelo. Otro avión pasó volando. Una silla patinó contra el frigorífico.
    —¡Jo!
    El Ojo fue hacia el Triumph y pateó una rueda.
    Cinco… diez… quince minutos después las luces se volvieron a encender. Josefina entró en la habitación principal. Tenía la boca entreabierta, formando una profunda brecha en su cara. El Ojo la observó horrorizado. ¡Iba a chillar! Esperó, con las manos puestas en las orejas…
    ¡Cristo! ¡Pero si bostezaba!
    Casi se echó a reír. ¡Era increíble! ¡Jesús! Esa cosa echada ahí, en la cocina, en realidad no era un cadáver; simplemente era una molestia, un amigo borracho que se había desplomado sobre ella en medio de la noche y se había desmayado en el suelo. Ella le había dejado dormir la mona, y a la mañana siguiente él se disculparía y se marcharía. Y mientras tanto, simplemente pondría un poco de orden en la casa.
    Tenía sangre en las piernas. Se la limpió con un pañuelo.
    El concierto de Bach prosiguió.
    Arrojó el pañuelo a la chimenea; se quitó la chaqueta marrón, doblándola cuidadosamente sobre una silla; abrió un armario y sacó una sábana.
    Volvió a entrar en la cocina, envolvió a Brice en la sábana, lo arrastró afuera, haciéndolo rodar desde el porche trasero hasta los matorrales.
    El Ojo retrocedió entre los árboles.
    Encontró una pala en el cobertizo que servía de garaje; cavó un agujero al borde del claro y lo enterró.
    Estaba a gatas, desnuda, fregando el suelo de la cocina. Había una mancha de sangre en el frigorífico. La limpió con un guante; lo enjabonó, lo restregó.
    El Ojo escuchó. Silbaba La Paloma.
    Fue al fregadero, lavó el cuchillo, lo secó, lo volvió a poner en el cajón del aparador; se sirvió un trago de Gaston, se lo echó al coleto, lavó y secó el vaso.
    Sacó una toalla limpia de la despensa y fue por toda la casa limpiando las huellas. Luego, aún con los guantes puestos, se dio un baño. Dormitó en la bañera durante una media hora. La luna estaba alta. Los chotacabras cantaban arriba y abajo de la colina. En su duermevela, se quitó un guante y colocó su mano desnuda sobre su corazón.
    La garganta del Ojo estaba áspera de sed. Se deslizó a la cocina y bebió un vaso de agua. Había una gota de sangre en la pared. La quitó con un trapo. Se suponía que iban de viaje a Miami, así que pasarían días, semanas probablemente antes de que echasen de menos a Brice. Lo suficiente. Sin embargo, la sepultura era un riesgo. La tierra recientemente removida era una pista. Y las ratas y los zorros podían escarbar. Cogió la pala del cobertizo. Desenterró el cuerpo y lo arrastró al bosque. Cavó otro hoyo en un bancal de helechos. Lo volvió a enterrar; estuvo de vuelta en el claro justo cuando ella salía de la bañera. La chica se afeitó las piernas con la maquinilla de Brice. Eso le recordó… que tenía que comprar una nueva maquinilla. Se metió en el otro cuarto y tiró los guantes a la chimenea.
    Él devolvió la pala al cobertizo.
    Ella se vistió, poniéndose las botas y el conjunto marrón. Metió los zapatos italianos y el vestido azul de boda en la maleta. Se bebió otro buen trago de coñac y luego metió también la botella en la maleta. Volvió al dormitorio, sacó el billetero del bolsillo de la chaqueta de Brice, contó el dinero, metió los billetes en su bolso. Encontró algunos billetes más en el bolsillo del pantalón, al menos doscientos o trescientos, y los arrojó al bolso. Todo su cambio suelto, también: las monedas de veinticinco, cinco y diez centavos, todo. Limpió el billetero con el borde la colcha y lo arrojó al suelo, de un golpe bajo una silla.
    Encendió un Gitanes, cogió su maleta y su bolso y salió afuera. Cerró la puerta tras ella.
    El Ojo bajó corriendo la colina y se metió en el Accord. Se alejó conduciendo hacia San Vicente. Unos minutos después el Porsche apareció tras él. Aceleró.
    Ella lo siguió todo el camino hacia Fort Vale, luego lo adelantó.
    Durante el instante en que los dos coches rodaron uno junto al otro, él echó un vistazo. Ella miraba hacia delante, ajena a él.
    Regresaron a la ciudad a las 7:30. Ella dejó el coche en un aparcamiento de larga temporada; se había cambiado de peluca durante el viaje. Mientras bajaba caminando por la calle Cartes, volvía a ser de nuevo Eve Granger.
    El Ojo la siguió, abandonando el Accord con inmenso alivio.
    Fue directamente al hotel Concorde. El portero la saludó.
    —Buenos días, señorita Granger.
    —¡Hola!
    Entró al vestíbulo. Voragine agitó la mano.
    —¡Qué se cuenta, señorita Granger!
    —Buenos días.
    Cogió su llave y se metió en el ascensor.
    El Ojo se zambulló dentro y se sentó en el salón. Voragine fue hacia él.
    —Vi a Piesplanos en Scipio’s ayer noche. Me dijo que estabas en Montreal.
    —Acabo de regresar.
    —¿Agarraste al tipo ése?
    —Aún no. Estoy convencido de que sigue aquí.
    —No hay nadie en el hotel con las iniciales J. R.
    —Eso no significa nada. ¿Y qué hay de R. J.?
    —¿R. J.?
    —Ya sabes, al revés. A menudo lo hacen cuando se cambian el nombre. Simplemente se cambia el orden de las iniciales.
    —Sí, buena idea. Echaré un vistazo. —Se alejó deambulando.
    Eve Granger pagó la cuenta y se marchó nuevamente. Cogió un taxi al aeropuerto. Durante el viaje hacia la parte alta de la ciudad se quitó la peluca. Compró un billete de ida a Chicago, que pagó al contado. Ahora, su nombre era Dorotea Bishop.


Marc Behm
La mirada del observador, capítulo 3




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