jueves, 4 de junio de 2020

Marc Behm / La novia de Paul


Marc Behm 

LA NOVIA DE PAUL


1


    La mesa del Ojo estaba situada en una esquina junto a la ventana. Su único cajón contenía sus útiles de coser, su maquinilla de afeitar, sus plumas y lápices, su 45, dos cargadores, una revista de crucigramas, su pasaporte, un tubo de pegamento, una botellita sin abrir de Old Smuggler, y una fotografía de su hija.
    La ventana daba a un aparcamiento situado dos plantas más abajo. En la oficina había otras once mesas. Eran las nueve y media.
    Se estaba cosiendo un botón de la chaqueta y observaba el aparcamiento, donde un tipo mayor, vestido con un mono, estaba desvalijando un Toyota amarillo. El bastardo parecía tener llaves de todos los coches, y ya había saqueado un Monza V8, un Citroen DS y un Mustang II. Cogió un cartón de cigarrillos del Toyota amarillo y volvió a cerrar la puerta con llave. Nadie podía verle desde la calle porque iba a gatas. Correteó hacia un Jaguar XJ6C.


    El Ojo dejó caer sus útiles de costura en el cajón, se puso la chaqueta, descolgó el teléfono y llamó al sótano. A los pocos minutos, tres brutos de la brigada de vigilancia rodearon al viejo ladrón. Le quitaron su botín y las llaves, le tiraron un cubo de agua sobre la cabeza y lo echaron del aparcamiento.
    Eran las diez en punto.
    El Ojo hizo los últimos cuatro crucigramas; terminó el libro. Lo arrojó a la papelera.
    A las diez y media le pidió prestado Le Figaro a la chica que estaba sentada en la mesa ocho, leyó los titulares, el Carnet du Jour, los resultados de las carreras de Vincennes, y los Programmes radiotélévision. Intentó hacer los mots croisés franceses, pero lo dejó.
    El joven chuleta de la mesa nueve le pasó el Playboy, y miró los desnudos. Todas las chicas posaban ladeadas y se toqueteaban a hurtadillas. «Miss Agosto, la despampanante Peg Pagee (izquierda), se excita con las películas árabes, el submarinismo, Mahler y la zoología.» «Miss Diciembre, la tímida Hope Korngold (derecha), admite que a menudo sus fantasías eróticas tienen que ver con metros, autobuses y transbordadores. ¡Pasajeros a bordo!»
    Volvió a observar el aparcamiento durante un rato. Luego, a las once y media, sacó la fotografía del cajón y la estudió. Normalmente hacía esto durante una media hora todas las mañanas que estaba en la oficina.
    Era una foto de grupo de quince niñas pequeñas sentadas en pupitres en un aula. Su mujer se la había enviado en el sesenta y uno, en una carta sellada en Washington, D.C. «¡Aquí está tu jodida hija, gilipollas! ¡Te apuesto a que ni siquiera la reconoces, mamón! P.D. ¡Que te den por culo!»
    Era cierto: no tenía idea de cuál de las niñas era Maggie.
    Voló a Washington y se pasó dos meses buscándolas, pero allí no había ni rastro de ellas. Agencias de detectives de todo el país intentaron localizarlas durante diez años; finalmente acabaron archivando la carpeta.
    Apoyó la fotografía contra el teléfono de la mesa, se reclinó en su silla y se cruzó de brazos.
    Quince niñas con tímidas caras de fotografía. Siete, ocho o nueve años. Una de ellas era su hija. Cumpliría veinticuatro años el próximo julio.
    Su favorita durante largo tiempo había sido la mocosa despeinada del jersey blanco sentada bajo el crucifijo que colgaba de la pared. Sostenía una manzana y fruncía el entrecejo. Luego se cambió a la rubia con cola de caballo sentada junto a la pizarra en el otro extremo del aula. Mordisqueaba un lápiz. En la pizarra estaba escrito esmeradamente con tiza el principio del Salmo 23:
El señor es mi pastor, yo… Luego, durante años, su elección se había centrado en el rostro pálido y delgado con flequillo de la última fila. Estrechaba sus manos con fuerza y parecía aterrorizada. Luego atrajo su imaginación la chica que estaba a su lado. Llevaba gafas y sonreía abiertamente…
    Pero ya no tenía ninguna preferencia. Ahora las conocía a todas de memoria y las quería a cada una de ellas.
    El aula era el decorado más familiar de su vida: tres paredes, el crucifijo, los pupitres, la pizarra, el salmo, la manzana. Y las quince caras adorables, como fotomatones infantiles, la mirada de ojos fijos… y en la esquina lejana una puerta a través de la cual él sabía que un día entraría y la llamaría por su nombre. Y de entre la multitud se alzaría su niña perdida.
    De eso estaba completamente seguro.
    Miró fijamente por la ventana. El hombre del mono estaba de nuevo en el aparcamiento, saqueando la guantera de un Thunderbird.
    Sonó el teléfono. Era la señorita Dome, la secretaria de Baker, citándole arriba.
    Era mediodía.
    La Watchmen, Inc., ocupaba dos plantas de sótano y los pisos segundo, tercero y cuarto de la torre Carlyle. La oficina de Baker se hallaba situada en la esquina noroeste del cuarto piso, un enorme salón con dos Van Gogh, tres Picasso y un Braque que ocupaba una pared entera.
    Baker sólo tenía veintinueve años. Había heredado hace un año la agencia de su padre. Los veteranos de abajo llevaban el negocio, pero él siempre se ocupaba en persona de lo que llamaba «el cliente de mil dólares diarios».
    Dos de ellos, un señor y una señora de edad, ambos con traje de tweed, estaban sentados en sillas Hepplewhite de cara a la mesa escritorio. Baker se los presentó al Ojo: el señor y la señora Hugo.
    El Ojo conocía el nombre. Zapaterías Hugo. «Boterías 5» chapadas a la antigua (Casa fundada en 1867) en las calles céntricas de todas las grandes ciudades. Se quedó de pie e intentó anticipar el caso. Seguramente un problema familiar. Un hijo o una hija descarriados.
    Estaba en lo cierto.
    Baker adoptó una pose, de aspecto serio y profesional.
    —El señor y la señora Hugo tienen un hijo —hizo saber—, Paul. Hace poco se ha licenciado en la universidad y por el momento está desocupado.
    El señor Hugo se rió nerviosamente.
    —¡Lleva desocupado los últimos diez meses!
    —No ha hecho ningún esfuerzo por encontrar trabajo —puntualizó la señora Hugo—. Simplemente holgazanea.
    —Tiene una novia —continuó Baker—. Sus padres quieren averiguar algo de ella. Quieren saber hasta qué punto el chico está comprometido. ¿Me sigue?
    El Ojo asintió. Un universitario y una ramera. Papi y Mami desesperados. Un buen anticipo. Se volvió hacia el señor Hugo.
    —¿Cuál es el nombre de la chica, señor?
    El señor Hugo se crispó.
    —No lo sabemos. Nunca hemos conocido a la señorita.
    —Ella le ha estado llamando a casa —gimoteó la señora Hugo—. Así es como supimos de ella.
    Baker saltó de su silla, poniendo punto final a la entrevista (tenía una partida de squash en el club Harvard a la una).
    —Averiguar la identidad no será ningún problema —dijo. Bordeó el escritorio y se quedó mirando fijamente la pechera de la chaqueta del Ojo.
    —Desearían tener un informe preliminar en el plazo de veinticuatro horas. ¿Es eso posible?
    —Sí. —Metió el dedo en el ojal. ¡El condenado botón había desaparecido!
    —¿Podemos tener noticias de usted mañana a esta misma hora?
    —Sí.
    —Entonces, eso es todo. Gracias.
    El Ojo se despidió del señor y la señora Hugo con una inclinación, y salió de la oficina. Se preguntó dónde demonios estaría el botón. Lo encontró fuera, en el pasillo, en el suelo, junto a los ascensores.
    En su última misión había seguido a un malversador de fondos llamado Moe Grunder hasta Cheyenne, Wyoming. (Los chicos de abajo le llamaban «Grunder, el Huido».) Una noche acorraló al Ojo en un callejón y trató de romperle la crisma con un martillo. El Ojo le disparó en el estómago. La Watchmen, Inc., no permitía matar sospechosos y, desde entonces, había sido confinado a su mesa. El asunto Hugo significaba que la prohibición había sido levantada. La idea de escapar de la Torre y salir de nuevo a la calle le regocijaba. Decidió saltarse la comida.
    Cogió sus útiles de coser del cajón y retiró una cámara Minolta del almacén. Bajó al segundo sótano y preguntó a la chica del parque móvil si le podían dar un coche. Le dio las llaves del Toyota amarillo.
    Salió al aparcamiento. El viejo ladrón con mono aún seguía allí, pero se escabulló rápidamente en cuanto vio venir al Ojo.
    Era la una menos cuarto. El cielo parecía agua sucia, grasienta y dorada; el aire sabía a ilusión y a júbilo; las relucientes ventanas de la Torre casi le cegaron.
    Subió al Toyota amarillo y condujo a través de la ciudad.
    Los Hugo vivían en la avenida Neatrour, en una casa que parecía un palacete de cartón piedra.
    Aparcó al otro lado de la calle. Mientras se cosía el botón de la chaqueta, de repente se acordó de los desnudos del Playboy. ¡Cristo! ¡Quizás una de ellas fuera Maggie! Miss Agosto o Miss Diciembre. ¿Por qué no? Una ninfa soberbia recostada y desnuda en una página, acariciándose los muslos. ¿Desaprobaría él semejante cosa? Probablemente, no. En sus fantasías siempre le perdonaba sus faltas. Una vez se imaginó que la encontraba en una celda con una pandilla de yonkis. Sus brazos supuraban de abscesos y se le habían caído todos los dientes, pero nunca se le pasó por la cabeza regañarla. En otro melodrama —él lo llamaba Noche feliz, noche de amor — ella era una puta que se lo intentaba ligar en una tasca barriobajera en Nochevieja. Vestía un abrigo de piel sarnosa y tenía una pinta verdaderamente lamentable. Tenía alrededor del cuello, atado con una cuerda, un alfiler de corbata de latón.
    ¿De dónde has sacado ese alfiler?
    Es un souvenir. Era de mi padre…
    La llevaba a un sanatorio y una semana después estaba curada y aparentaba veinte años menos; exultante, de ojos verdes, limpia, divina… Y finalmente la pudo reconocer. Era la mocosa del jersey blanco sentada bajo el crucifijo en el aula.
    Papaíto, estoy tan avergonzada.
    No seas tonta.
    ¿Podrás perdonarme alguna vez?
    ¡Cojones! Hizo el crucigrama del periódico. Ocho horizontal, Abundancia de pan. Nueve letras. Panadería. Tahona. No. Opulencia . Éste iba a estar chupado. El asunto Hugo también iba a resultar fácil. Tendría que amañarlo, hacer que durase. No quería volver a aquella jodida mesa por lo menos en dos semanas. Siempre se encontraba a sus anchas fuera, en la ciudad, en las calles, entre el tráfico, desplazándose por el laberinto como un fantasma, observando la marea de gente, atisbando en los rincones, buscando secretos… Ocho vertical, Hija de Rex. Ocho letras. Antígona.
    Una de sus películas mentales favoritas se llamaba Madame Agamenon. Maggie era la viuda del magnate griego, Kosta Agamenon, «el hombre más rico del mundo». Le había conocido en Irak o en otro lugar por el estilo (ella era estudiante de arqueología en la universidad de Antioquia). Después de un noviazgo relámpago, se fugaron a París, donde él cayó muerto en la suite nupcial la misma noche de bodas. Le había dejado una flota de petroleros y unos cuantos bancos, ferrocarriles e islas privadas. Después del funeral volvió inmediatamente a América y fue a la Torre Carlyle. Baker le hizo subir al salón y se lo presentó a ella.
    Ésta es la señora Agamenon. Quiere que localicemos a su padre.
    El Ojo miró atónito a la clienta. Ella era una joven exquisita, casi una niña, vestida con un modelo de Vogue negro, con gafas. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo y comía una manzana. Baker estaba visiblemente impresionado.
    Quiere que pongamos a todo el personal en la tarea. El asunto es extremadamente urgente y los gastos no importan. Usted se hará cargo del caso. No se moleste por el papeleo. Le dará todos los informes a la señora Agamenon en persona. (Aparte.) ¡Maldito seas! ¡Necesitas un afeitado!
    ¿Puedo preguntar… cuál es el nombre de pila de la señora Agamenon?
    ¿Y qué demonios importa eso?
    ¿Es… Margaret?
    La señora Agamenon se lo quedó mirando fijamente, sus magníficos ojos verdes resplandecientes por la sorpresa.
    ¡Sí, es ése! ¿Cómo demonios lo sabe?
    ¡Me cago en diez! Terminó el crucigrama y arrojó el periódico al asiento trasero. ¡Madame Agamenon, por supuesto que sí! Se había abandonado demasiado tiempo. Un día de estos el joven Baker le pondría el dedo encima, le quitarían el 45 y le ofrecerían el trabajo de limpiar ceniceros y abrillantar las puertas de los ascensores. No es que en realidad le importase un carajo. ¿Dónde coño estaba Maggie, de todos modos?
    A las dos en punto Paul Hugo salió de la casa.
    Tenía poco más de veinte años; enjuto, cabello largo, vestía traje y corbata y fumaba un puro. Se metió en un Porsche y condujo hacia la parte alta de la ciudad.
    El Ojo le siguió.
    El tráfico les arrastró por Lafayette Boulevard y por el paso subterráneo hasta la Segunda Avenida. Paul encontró un espacio para aparcar en la esquina de South Chilton. El Ojo le pasó y se metió en un hueco frente al edificio del
Globe. Volvió andando, y bajó por la Segunda, a veinte pasos detrás de Paul. Se metieron en un drugstore. Paul se comió un sándwich. El Ojo se tomó dos batidos y un trozo de tarta. Luego, uno detrás del otro, anduvieron hasta la calle Broadway. Paul se paró en el vestíbulo del teatro Lincoln y miró los fotogramas de King Kong. Encendió otro puro. Cruzó la calle y entró al Bank Capital. El Ojo estaba casi a su lado, pero invisible, tan discreto como el punto de la i en un párrafo. Si un guardia le echaba un vistazo, tan sólo vería una mancha gris en el atildado paisaje de trajes que pasaban. Ni una sola nota discordante, nada cantaba, su estela no dejaba rastro. De no haber sido por ese botón hijoputa —le echó una mirada, esperando que se cayese de su chaqueta con un sonido metálico y rodase por el suelo de mármol como la rueda de un carro— hubiera sido perfectamente neutro.
    Paul retiró ocho, nueve, diez, once, doce —el Ojo contaba los billetes desde el otro extremo del mostrador—, trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho mil dólares de su cuenta. ¡Santo cielo! Metió el dinero en un sobre, lo guardó en su bolsillo y salió. El Ojo alcanzó primero la puerta, a cinco pasos de él. Paul lo siguió a lo largo de la calle Broadway, lo adelantó, cortando por la plaza Arcade hacia South Clinton. Se detuvo frente a una zapatería Hugo (Casa fundada en 1867). El escaparate estaba lleno de zuecos de madera, la última moda en calzado. A veinte dólares el par. Se volvió a parar más adelante, frente al póster de la entrada del cine club. La hija de Drácula (1936). Encendió otro puro. Los dieciocho grandes habían desconcertado al Ojo. ¿Qué demonios iba a hacer con todo ese dinero en efectivo? La mujer en la Luna (1928). The Cat People (1942). Paul siguió andando. ¡Dieciocho mil dólares! El Ojo se mantuvo a distancia; aquí había malas vibraciones, y su radar no hacía más que detectar algo sospechoso. Una fracción de segundo antes de que Grunder el Huido tratase de atizarle con el martillo, se sacó el 45 del cinturón, dio un paso atrás y apretó el gatillo. En ese preciso instante apareció Grunder y el martillo le pasó rozando. Ahora sentía exactamente el mismo desasosiego.
    Paul fue andando por la Segunda Avenida y subió al Porsche. El Ojo comenzó a correr en dirección al edificio del Globe. Aminoró, y luego fue paseando. Subió al Toyota amarillo justo cuando el Porsche pasaba a su lado. ¡Malas vibraciones!
    Cruzaron el Independence Circle y giraron hacia el Constitution Boulevard, pasando por la fachada de cristal de la Terminal Aérea. Allí era donde había conocido a su esposa. Trabajaba allí en el cincuenta y dos. El año en que explotó la bomba de hidrógeno. Atoll H, ocho letras. Eniwetok. Maggie nació en el cincuenta y tres. El año en que murió Stalin. Ambas habían desaparecido en el cincuenta y cuatro. El año… El Porsche se metió en un hueco de la acera del Parque Sur. Había sitio para dos. El Toyota, de un viraje, se encajó limpiamente justo detrás de él.
    Eran las cuatro en punto.
    Paul se adentró en el parque. El Ojo cogió la Minolta XK y le siguió de cerca. Chicas y chicos andrajosos se desparramaban sobre el césped como si fueran escombros, tocando flautas y guitarras. El Ojo les hizo una foto. Se mofaron de él. Sacó una foto de la fuente. Paul se sentó en un banco y encendió otro puro. El Ojo tomó algunas fotografías del campo de juegos, rebosante de niños. Compró un helado de cucurucho a un vendedor ambulante junto al pabellón. En uno de los senderos un organillero estaba tocando A la sombra del viejo manzano. Le hizo una foto a una niña con una pelota. ¡Cristo! ¿Cómo urdía Dios los destinos de todos estos crios? ¡Tú! ¡Tú allí… ! Tú compondrás nueve sinfonías. Tú serás taxista y tú cartero y tú un detective privado. Tú una mecanógrafa, tú secretario de Estado, tú marica, tú timador. Tú escribirás Coriolano y tú morirás en la silla eléctrica. En el sótano de la calle Fair Oaks había un mapa de la ciudad, tan grande como una pista de baile, recubierto de luces brillantes. Verde para las violaciones, rojo para los homicidios, azul para los atracos a mano armada, amarillo para los accidentes. A lo mejor también había un mapa en el Cielo, un inmenso tablero cuadriculado en el que se seguía la pista de cada uno.
    ¿Eh, qué hay de ese ojo en el parque? ¿Lo captas? Alto y claro, Señor. ¿Qué es lo que hace? Está comiendo un helado de cucurucho. Vainilla y chocolate. ¿Está tranquilo?
    Negativo, Majestad. Tiene un problema de malas vibraciones.
    ¡Pues pégale un meneo!
    Y apareció la chica.
    Ella bajaba por un sendero hacia el banco. Veinteañera, vestía una boina y una gabardina oscura, y llevaba una maleta. Más cerca… más cerca… ágil, flexible… más cerca… más cerca… hermosa, de ojos gris azulados… más cerca…
    Paul se dio la vuelta y la vio. Tiró a un lado su puro, se levantó y corrió a su encuentro. El Ojo le sacó una fotografía.
    El organillero estaba tocando Shine on Harvest Moon. Se besaron. El Ojo tomó otra fotografía. Sentía un sabor extraño en los labios, metálico. Se limpió la boca con la manga de la chaqueta. Se le borró la visión. Intentó sacar una tercera fotografía pero no podía ver nada. Se apoyó contra un árbol, parpadeando y bizqueando. ¡Jesucristo! El parque se hallaba tan a oscuras como el vacío, y sus jodidas orejas le zumbaban. Dejó caer la cámara. Intentó escupir, resopló y se sonó la nariz. ¿Estaba sangrando? ¡Dios, tenía que echar una jodida y monstruosa meada! Bueno, de acuerdo, adelante; nadie podía verle, estaba demasiado oscuro. Se bajó la cremallera con dedos muertos de hielo y chorreó por todo el pantalón y los zapatos. ¡Joder! ¿Qué estaba haciendo? ¿Dónde estaba la hijaputa de la Minolta? ¡El helado debía de estar envenenado! El pito se le estaba encogiendo. ¡Había desaparecido! ¡Desaparecido!
    Dos niñas cruzaron el césped y revolotearon ante él. Él les sonrió. Una de ellas recogió la cámara y se la alcanzó. Él la tomó, carraspeando. Tres viejas arpías sentadas en un banco al otro lado del césped lo contemplaban como un trío de basiliscos. Al menos, podía verlas. Pero ellas también lo podían ver a él. ¡Gente mirándole! ¡Formidable! ¡Esa mierda debía parar de una vez!
    Alzó los ojos al cielo. El sol caía de plano. Bien. Estaba bien. Tan sólo aturdido. Sí. Claro. Bueno. ¿Eh? ¿Hummm? Tranquilo… tranquilo…
    Las dos niñas lanzaban la pelota de acá para allá. Las viejas arpías hacían punto. ¡Estupendo! Todo iba a pedir de boca. Excepto que no se había abrochado, exponiéndose a plena luz del día junto a un jodido campo de juegos.
    Anduvo por un sendero y encontró un lugar escondido. Se subió la cremallera. Tenía los calzoncillos empapados. Se escabulló por entre los árboles. ¡No te toques el pito! ¡Aún sigues allí, pobre desgraciado! Los trastornos siempre afectan a los genitales. Ahora… ahora bien… así pues…
    Miró atrás.
    La chica aún seguía allí.
    Le daban la espalda, gracias a Dios.
    Paul sostenía la maleta y ella estaba de pie con las manos en las caderas, meciéndose, ligeramente ladeada, susurrándole algo. Luego viró rápidamente y miró fijamente al Ojo, o detrás de él, ¿a… qué? ¿A los flautistas del césped? ¿A la fuente? ¿Al pabellón?
    Se marcharon.
    Él los siguió.
    Fueron al Ayuntamiento, a dos manzanas de distancia. Se casaron.







2

    
El Porsche salió de la ciudad por la avenida Belle Plaine, luego cogió el paso subterráneo de Clarion hacia la carretera Liberty. Pasó zumbando por Ada, Delphos, Kenia y Cedarville. El Toyota amarillo le siguió todo el camino a un kilómetro de distancia.
    En la Minolta XK del Ojo había unas cuantas fotografías de la ceremonia. Y un primer plano de los dos nombres del registro del Ayuntamiento: Paul Hugo y Lucy Brentano.
    La novia era de Nueva York. Vivía en la Calle 91 Este. Trabajaba en la oficina de Air France de la Quinta Avenida.
    A las nueve llegaron al lago Camden, y se alojaron en el Woodland Inn.
    El Ojo los dejó allí y condujo hasta una gasolinera de la carretera 68. En el lavabo se quitó los pantalones y los restregó con un paño mojado. Tiró los calzoncillos y se enjabonó el pene y los muslos. Luego cenó en un restaurante de Evanstown, devorando todo lo que le sirvieron: ensalada, sopa, ternera, arroz, una tortilla, otra ensalada, una tostada, queso, un plato de cerezas, bizcocho, café, otro bizcocho y un coñac doble.
    En la mesa de al lado un borracho y su amiga discutían sobre África. Ella le tiró un cuenco de salsa y él casi la alcanzó con un tarro de mostaza, salpicando la pared de atrás. Tres camareros los pusieron de patitas en la calle.
    El Ojo se comió un melocotón. Luego pidió otro coñac doble. A las once volvió al Woodland Inn.
    Aparcó el Toyota junto a un soto al borde de la carretera y entró en el recinto por una puerta lateral. En el jardín brillaba una farola, coloreando de ámbar los bordes de la noche. Pasó la piscina y la pista de tenis, y descendió hacia la parte trasera del edificio por una estrecha escalinata de caracol con peldaños de piedra.
    Los recién casados tenían una cabaña junto a la orilla del lago. Todas las luces estaban encendidas. Se aproximó a la ventana deslizándose silencioso como una sombra.
    El cuarto de estar se hallaba vacío. El bolso de Lucy estaba en el sofá. Su gabardina oscura colgaba del respaldo de una silla. En la mesa-comedor había una botella de coñac Gaston de Lagrange y un paquete de Gitanes.
    El dormitorio también estaba vacío. Una cadena con un medallón de plata colgaba del pomo de la puerta del cuarto de baño. La maleta, un traje, una combinación, un sostén y una boina estaban desparramados por la cama. Había una radio en la cómoda.
    Fue al patio de atrás y miró por una ventana trasera. Paul, en calzoncillos, estaba en la cocina, fumando un puro, sacando vasos del aparador. Encontró dos vasos largos de licor y los llevó al cuarto de estar.
    El Ojo se arrastró de nuevo a la ventana del dormitorio. Lucy salió del cuarto de baño, envuelta en una toalla, con un gorro de baño. Cogió la cadena del pomo y se la colgó alrededor del cuello. Iba descalza; su rostro resplandecía.
    —¡Lucy!
    —Un momento.
    Se sentó a los pies de la cama y se quitó el gorro. Tenía el cabello muy corto y rojizo oscuro. Cogió una peluca de la maleta y se la puso. Ahora era castaña.
    —¡La puerta está cerrada!
    —¿Sí?
    —¿Qué estás haciendo, dejarme fuera?
    —Lo siento. Es la costumbre.
    Se puso en pie, recorrió el cuarto, abrió la puerta. El Ojo se escurrió a la ventana del cuarto de estar. Paul estaba sirviendo dos coñacs. Lucy fue hacia la mesa, cogió el paquete de Gitanes y encendió un cigarrillo. Él le alcanzó la copa. Ella la tomó y bebió unos sorbos. Él le apartó a un lado la toalla, tocó el medallón.
    —¿Qué es esto? ¿Una cabra?
    —Capricornio.
    —¿Tú eres capricornio?
    —El veinticuatro de diciembre.
    —¡Feliz Navidad! Yo soy leo. El cinco de agosto. ¡Y aquí estamos! —brindó—. Verano e invierno. Caliente y frío.
    Bebieron. El Ojo dio un paso atrás en la oscuridad. ¡Un momento! ¿Capricornio? Su radar vibraba otra vez. En el registro la fecha de nacimiento era el 22 de marzo de 1954.
    —¿Puedes traerme un poco de hielo? —preguntó Lucy.
    El Ojo se acercó de nuevo a la ventana. Paul dejó su copa en la mesa y fue hacia la cocina. Lucy se acercó al sofá, sacó una ampolla de su bolso, le quitó el tapón y lo vació en el vaso de Paul.
    Metió la ampolla dentro del paquete de Gitanes, se sentó y terminó su copa. Paul salió de la cocina con un tazón de cubitos de hielo. Lo colocó en el brazo de su silla.
    —Me voy a dar una ducha rápida, cielo.
    —No tardes mucho.
    —No tardaré ni un segundo. —Cogió su copa y se metió en el dormitorio.
    Comenzó a llover.
    Ella destaponó la botella, se la llevó a los labios. Bebió un buen trago, luego encendió otro cigarrillo. Se puso en pie. Llevó el tazón de hielo a la cocina.
    El Ojo se subió el cuello de la chaqueta. Le iluminó el destello de un relámpago. Se agachó, avanzó pegado a la pared hasta la ventana del dormitorio. Paul estaba en el cuarto de baño, bebiendo el coñac. Colocó el vaso en un anaquel, se quitó los calzoncillos, abrió la ducha y, silbando, se metió bajo el chorro de agua.
    El Ojo estaba calado. Sacó el pañuelo, se enjugó la cara. ¿Qué era lo que había en la maldita bebida? ¿Hidrato de doral? ¿Un afrodisíaco? ¿Cianuro? ¡Cojones! Capricornio. Maggie era cáncer. El cangrejo. Tenía los pies empapados.
    Lucy entró en el cuarto. Fue a la cómoda y encendió la radio. Una mezzosoprano canturreó.

    Laissemoi prendre ta main,
    Et te montrer le chemin,
    Comme dans la sombre allée

    Qui conduit à la vallée.
    Samson et Dalila.

Diez horizontal, compositor francés con brío. Diez letras. Saint-Saëns. Lo iba a matar.

    Tu gravissais les montagnes
    Pour arriver jusquà moi
    Et je fuyais mes compagnes
    Pour être seule avec toi.

    Ella se apoyó contra la pared y se fumó el cigarrillo. El Ojo la miró atónito. Lo iba a matar. Movió las caderas con una contorsión tan graciosa y exquisita que al Ojo se le hizo un nudo de dulzura en la garganta. La toalla se deslizó del cuerpo y ella se quedó allí de pie, desnuda a excepción de la cadena y el medallón. Lo iba a matar, estaba absolutamente seguro de ello.

    Pour assouvir ma vengeance
    Je t’arrachai ton secret…

    Paul salió de la ducha arrastrándose a gatas. Rodó por el suelo y chilló a voz en grito.
    Lucy fue al armario y lo abrió. Detrás de la puerta colgaba la chaqueta de él. Metió la mano en el bolsillo lateral y sacó el sobre, fue a la cama y esparció los dieciocho mil dólares en su maleta.
    Cerró la ducha, apagó la radio y todas las luces.
    El Ojo se secó con el pañuelo los oídos, que le zumbaban.
    Echó hacia atrás la cabeza y dejó que la lluvia le salpicara el rostro.
    Lucy reapareció por la parte de atrás de la casa, con la gabardina puesta, sacando a rastras por la puerta el cuerpo desnudo; atravesó el patio con él, bajó a la orilla, a un bote de remos amarrado a un pequeño embarcadero. Lo subió a bordo, trepando dentro tras él. Levó amarras, metió los remos en los toletes y se alejó remando en la lluviosa oscuridad.
    El Ojo se sentó en el suelo bajo un árbol y la esperó. Barro. Estaba pegajoso de barro. Un letrero en el embarcadero advertía:

    ¡No se aleje mucho de la orilla
    o se ahogará y no podrá nadar más!

    Pete Stone.
    Sheriff del Condado de Camden.
    Hacía unos años había habido un caso que los chicos de la Watchmen denominaron «El Siniestro Caso de la Bañera Abominable». Un vendedor de monedas raras llamado Nitzburg desapareció con una saca de valiosos sextercios romanos o algo así, y Bill Fleet, el experto en personas desaparecidas —conocido en toda la empresa por Piesplanos— se pasó cuatro días buscándolo. Finalmente lo encontró en su propio cuarto de baño, sentado en la bañera, con la mitad izquierda del cuerpo paralizada. Se había quedado allí del orden de las noventa horas, incapaz de moverse, bebiendo el agua a sorbos para no morir. Sobrevivió. Cada Navidad le enviaba una tarjeta a Piesplanos. El…
    Un momento. ¿Qué tenía eso que ver con esta travesura? Nada. Algunos trabajos simplemente eran más extraños que otros. Bueno, de todos modos,
él estaba cubierto. ¡Coño, y tanto que sí! Les diría que se fue al coche a coger la gabardina, y que cuando volvió a la jodida cabaña se había ido. Diría que…
    Lucy Brentano. ¿Cuál era su verdadero nombre? ¿En qué pensaba ahora, ahí fuera, a solas en el lago?
    ¡Eh! Podía meterse a hurtadillas en el dormitorio, coger los dieciocho billetes y desaparecer con ellos. Podría decir que esa tarde perdió su pista y que se pasó toda la noche volviendo atrás, tratando de encontrarlos. Podía…
    Mierda.
    Se quedó allí sentado, escuchando la tormenta.
    Ella regresó al embarcadero. Amarró el bote y saltó a la orilla, pasando a escasos metros de él sin verlo.
    Volvía a ser invisible, parte del paisaje y de los elementos. Barro. Una ciénaga. El viento y la lluvia.
    Ella entró en la cabaña, encendió una lámpara, se quitó la gabardina y se caló un par de guantes. Desnuda, cogió el dinero de la maleta y lo dejó caer en la almohada de la cama; fue al armario y lió un fardo con la ropa de Paul, luego entró en el cuarto de baño y recogió sus enseres. Lo metió todo en la maleta. La botella de Gaston de Lagrange también. Y la radio.
    Tarareaba. El Ojo, en cuclillas junto a la ventana, tratando de seguir de cerca sus movimientos, escuchó con atención la melodía de La Paloma.
    Ella encendió un Gitanes, fregó los vasos y los metió en el aparador; luego recorrió la cabaña entera con una toalla, limpiando huellas dactilares de los grifos de los lavabos, los pomos de las puertas, los ceniceros, las tablas de las mesas, los brazos de las sillas, la cómoda, la puerta del armario negro, los accesorios del cuarto de baño y los interruptores de la luz.
    Aún con los guantes puestos, se dio una ducha; luego se vistió y arrojó los guantes a la maleta, cogió los dieciocho mil y se sentó en la cama. Se apoyó sobre la almohada, con el dinero en su regazo, y se durmió.
    Dejó de llover. El Ojo se quedó donde estaba, temeroso de moverse en la repentina quietud. Podía ver sus pies y tobillos, brillando en la neblina plateada de la luz de la lámpara. El resto estaba envuelto en sombras.
    Se llenó la cabeza de espectáculos para relajar los músculos. Una corrida de toros. Un rodeo. Carreras de coches en Le Mans. Una chica haciendo esgrima con un indio iroqués. Maggie esquiando. Paul saliendo a flote en el lago. Un escenario desplomándose bajo una orquesta sinfónica completa, todos los músicos volcados en una loca avalancha de esmoquines, violines, oboes, violoncelos y fagots. Loca de veras. ¡Hombre, la cogerían en menos de veinticuatro horas!
    ¿Ellos?
    Sí, ellos. Los señores que hay abajo, en homicidios.
    ¿Qué pasa con ellos? ¿Homicidios? ¿Qué homicidio?
    ¡Hombre, el novio flotando ahí fuera en el lago!
    Suponte que no lo encontraran por un tiempo. ¿ Una semana, dos semanas, un mes? O nunca.
    ¿Nunca? (Aparte.) ¡Por Dios, tienes razón! ¡Nunca lo encontrarán si no lo buscan!
    ¿Y eso qué significa, papaíto?
    ¿Eh?
    Ella se despertó a las cinco. Se levantó de la cama, cogió la maleta y se fue al cuarto de estar. Metió el dinero en el bolso, se puso los zapatos y la gabardina y salió fuera; tiró la maleta en el Porsche.
    El Ojo corrió a lo largo de la orilla y subió los escalones de piedra. Atravesó al galope el jardín hacia la puerta lateral e intentó abrirla. Estaba cerrada. ¡Hija de puta! Trepó por encima, bajó a todo correr la carretera hasta el Toyota amarillo. Saltó dentro y puso el motor en marcha.
    Salió el sol.
    El Porsche paró en medio del puente Camden. Lucy salió del coche, arrojó la maleta al río y luego su peluca. Sacó otra peluca de su bolso y se la puso. Ahora era pelirroja.
    Volvió al coche y se alejó.
    El Toyota la seguía a un kilómetro de distancia.
    Aparcó el Porsche en la avenida Neatrour, a media manzana del palacete de cartón piedra de los Hugo, y fue andando por Lambert Crescent.
    El Ojo la siguió a pie.
    El portero del hotel Concorde la conocía.
    —Buenos días, señorita Granger.
    —Buenos días.
    Entró al vestíbulo, cogió su llave del mostrador y se quedó esperando, las manos en las caderas, a que bajase el ascensor.
    El Ojo se hundió en una butaca del salón. El detective de la casa, un cateto llamado Voragine, lo reconoció y se acercó a él haciendo muecas amargas.
    —¿Qué te ocurre?
    —Hola, Voragine.
    —Tienes un aspecto lamentable.
    —He pasado toda la noche en vela. ¿Quién es ésa?
    —¿Quién?
    —La pelirroja de allá junto al ascensor.
    —Se llama Granger. ¿Por qué?
    —Muy mona.
    —¿Estás tras ella?
    —No, no. Sólo miro. Le sigo la pista a otra cosa.
    —Entonces ¿qué puedo hacer por ti?
    —¿Tenéis alojado a un cura baptista llamado Rathbone Living?
    —¿Rathbone?
    —El reverendo Jacob Rathbone.
    —No creo. No te muevas; comprobaré el libro.
    Anduvo sin prisa hacia el mostrador. La puerta del ascensor se cerró tras la señorita Eve Granger.
    Condujo hasta la torre Carlyle y dejó el Toyota amarillo en el aparcamiento. Bajó al gimnasio del sótano, se duchó y afeitó. Lucy Brentano. Eve Granger. ¡Joder! Guardaba una muda completa en su taquilla. Se puso una camisa limpia, una corbata nueva, otro traje y calcetines sin estrenar. Se miró en el espejo y se vio en la primera página de un periódico sensacionalista.
    ¡DETECTIVE DETENIDO POR CÓMPLICE! El papel de la Watchmen, Inc. en este trágico suceso aún no ha sido completamente esclarecido. ¿Por qué, por ejemplo, estaba un investigador privado (arriba) siguiendo a la víctima el mismo día del asesinato? ¿Y cuántas partes interesadas había en el lago Camden la noche en que Paul Hugo halló su muerte?
    ¡Mierda!
    A las nueve estaba en el salón Baker contando mentiras.
    —Paul Hugo tomó un avión para Montreal.
    —¿Montreal? —Baker lo miró alelado—. ¿Cuándo?
    —Ayer noche a las once y media. Air Canada, vuelo 586.
    —¿Con la chica?
    —No, solo.
    —¡Maldita sea!
    —Sacó dieciocho mil dólares de su cuenta ayer por la tarde a las tres cuarenta y cinco.
    —¿Y qué es lo que hace en Montreal con dieciocho mil dólares?
    —Ni idea.
    —¡Bueno, pues entérate! ¡Ya estás moviendo el culo y subiendo inmediatamente!
    —¿Dónde?
    —¡A Canadá!
    —¿Y qué pasa con la chica? Aún no sabemos quién es.
    —¡Olvídate de ella! Tú ocúpate del muchacho. Dios, si lo perdemos sus padres se pondrán como locos conmigo.
    —De acuerdo.
    Bajó las escaleras y fue hacia su mesa; abrió el cajón y se metió en el bolsillo el pasaporte, el 45, los cartuchos y la foto del aula. Decidió no coger su maquinilla: compraría una nueva. Dejó la oficina.
    Nunca volvió a ella.
    A las doce estaba de vuelta en el vestíbulo del hotel Concorde. Voragine se acercó torpemente a él, con su cara de idiota crispada por el fastidio.
    —¿Y ahora qué? No me gusta que entres aquí a todas horas a sentarte en las butacas, ¿sabes?
    —Siento molestarte, Voragine, pero escucha —bajó la voz—. El reverendo Jacob Rathbone está utilizando probablemente otro nombre. ¿Tienes alguien aquí con las mismas iniciales?
    —¿Con las mismas qué?
    —Las mismas iniciales; J. R.
    —Podría ser. Lo comprobaré. —Fue al mostrador.
    Eve Granger salió del ascensor. Le sonrió mientras dejaba caer la llave en el buzón.
    —Hola, señor Voragine.
    —¡Hola, señorita Granger!
    Salió a la calle. El Ojo fue tras ella. Atravesó Lambert Crescent y se metió por la calle Seymour.
    No era la misma chica a la que había seguido ayer. Lucy Brentano había sido seria y distante, bella y sajona, una damisela de un tapiz de Dresde, sentada en una muralla, leyendo al venerable Beda. Eve Granger era segura y atrevida, celta y bermeja, como un gamo saltando arroyos de montaña. Andaba con pasos largos y ágiles, y siempre parecía estar a punto de reírse a carcajadas.
    Pero ambas chicas fumaban Gitanes, llevaban el mismo medallón plateado colgado al cuello. Y mientras Eve miraba los escaparates de Darcy, se ponía las manos en las caderas.
    Hoy iba toda de marrón —americana, suéter y falda—, calzaba botines y llevaba un bolso tan grande como una saca de correos. Ella…
    Se volvió bruscamente y miró por encima del hombro.
    El Ojo pasó por su lado, invisible, perdido entre el torbellino de peatones. Pero no… ella no lo estaba mirando. Algo al otro lado de la calle le había llamado la atención. Miró la acera de enfrente. Allí no había nadie. Tan sólo la multitud.
    Ella compró un periódico en un quiosco y dos peras en una tienda de la calle Front, luego subió hasta Belle Square y se sentó en un banco.
    El Ojo sacó la Minolta y le hizo una fotografía mascando una pera y leyendo el periódico. Sacó un lápiz del bolsillo y señaló una columna.
    Le sacó tres fotografías más.
    Dejó el periódico a un lado, se terminó la pera, se levantó y fue andando a South Clinton.
    Él se acercó al banco y cogió el periódico. Estaba doblado y abierto por la sección del horóscopo. La casilla de capricornio estaba marcada con un círculo.
    Dic. 22-En. 20 Esta semana habrá días buenos y malos, sonrisas y lágrimas, penas y alegrías. La suerte aún sigue contigo, aprovéchala. Si planeas viajar, ahora es el momento. Tienes un admirador secreto. Sé circunspecto.
    Así que Lucy y ella también tenían el mismo signo.
    Se metió en Stern’s. En la sección de equipajes compró una pequeña maleta, luego subió al piso de Señoras Chic, y examinó detenidamente un perchero de vestidos. Escogió un vestido ligero azul marino muy simple, muy caro, y se metió en el probador con él.
    Un dependiente lo divisó y se acercó.
    —¿Puedo ayudarle en algo, señor?
    —Se supone que he quedado aquí con mi hija. Vamos a comprar un traje de noche. Pero no la encuentro.
    —¿Quiere que diga su nombre por el altavoz?
    —¡Por Dios, no! Eso sólo conseguiría avergonzarla. Gracias, de todos modos. Simplemente me daré una vuelta.
    Ella salió del probador con el vestido azul puesto. Una dependienta le envolvió el conjunto marrón y se lo metió en la maleta.
    La próxima parada tuvo lugar en la zapatería, donde compró un par de zapatos italianos. Con ellos puestos, y con los botines metidos en la maleta, bajó al servicio de señoras.
    ¡Cuando volvió a salir era morena!
    Y a las dos en punto tenía cita con su próxima víctima.


Marc Behm
La mirada del observador, capítulos 1 y 2




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