martes, 4 de febrero de 2020

Vargas Llosa / Las profecías de Casandra


Mario Vargas Llosa

Las profecías de Casandra


2 de junio de 1996

Desde que cayó en mis manos Lenguaje y silencio, hace treinta años, considero al profesor George Steiner una de las mentes críticas más estimulantes de nuestra época. Sigo leyendo lo que escribe y confirmando, libro tras libro, aunque discrepe con sus juicios, esa alta opinión. Pero, desde hace algún tiempo, tengo la sospecha de que comienza a sucumbir a esa tentación en la que suelen caer grandes talentos, la del facilismo frívolo o aptitud para demostrar, con una prosa elegante y lo que parece sólida erudición, cualquier cosa, incluso algunas inepcias. El profesor Steiner acaba de anunciar, simultáneamente, la muerte de la literatura y la existencia de un libro suyo, secreto, que sólo se publicará póstumamente, sobre las lenguas y el acto del amor: "Uno hace el amor de manera muy diferente en alemán que en inglés o en italiano", ha explicado, con una seguridad que le envidiaría don Juan de Mañara. Bien. Este anuncio es, en todo caso, más original y, en lo que concierne a los lectores, más optimista que el primero.
La cultura del futuro inmediato, según él, defenestrará a la literatura por dos factores que ya ejercen una influencia determinante en la vida contemporánea. El primero es la tecnología. La novela como género no está en condiciones de resistir la competencia de la llamada realidad virtual generada por los ordenadores, un universo de fantasía y creatividad que, estando sólo en sus atisbos, ya supera sin embargo lo que en este dominio encierran en sus páginas los mejores libros de ficción. La guerra del 14 fue la partida de defunción del género novelesco, y su canto del cisne el Finnegans Wake de Joyce. La poesía sobrevivirá, pero lejos del evanescente libro, como arte oral y subordinado a la música y los quehaceres que han reemplazado a la literatura como imanes de la mejor inteligencia moderna: la televisión, el cine, la danza y la publicidad.

Según la artillería estadística que dispara Steiner en apoyo de sus tesis, las humanidades ya sólo atraen a las mediocridades y a la bazofia universitaria, en tanto que los jóvenes de talento acuden en masa a estudiar ciencias. Y la prueba es que los requisitos de admisión a Letras en los mejores centros académicos de Inglaterra y Estados Unidos han ido disminuyendo hasta alcanzar unos niveles indecorosos. En cambio, en Cambridge, Princeton, MIT, las pruebas de ingreso al primer año de matemáticas o físicas equivalen "a lo que hace sólo quince años se consideraba investigaciones posdoctorales". Mientras los estudios humanísticos se estancan, retroceden o degradan, los científicos y tecnológicos alcanzan la velocidad de la luz.
El profesor Steiner pormenoriza, con su garbo intelectual de costumbre, una supuesta ley histórica según la cual, en cada época, la cuota de talento creativo, que en todas las sociedades y civilizaciones es limitada, se concentra, por razones misteriosas, en un área específica de la actividad humana, la que, debido a ello, alcanza en esas circunstancias un despliegue y logros extraordinarios. Así como en el quattrocento florentino fue la pintura y en el siglo XIX europeo tomó la posta la novela, ahora el genio creador de la especie ha desertado de las letras y fecunda y enriquece la ciencia y la tecnología y los géneros que más se benefician de sus hallazgos e invenciones, es decir, los audiovisuales. No sin cierto coraje, Steiner asegura que en nuestros días "resulta cada vez más difícil establecer diferencias entre la poesía y los jingles de la publicidad", y que no es infrecuente encontrar en la propaganda radiotelevisiva de productos comerciales "réplicas y ocurrencias de las que se habrían enorgullecido las comedias de la Restauración".
Hablar de belleza, en ese mundo donde los 'creativos' de las agencias publicitarias serán los Dantes y Petrarcas y las telenovelas y reality shows harán las veces del Quijote y La guerra y la paz, siempre será posible, pero el contenido de aquella noción, claro está, habrá variado esencialmente. Aunque nosotros tengamos cierta dificultad en entenderlo, los niños que nos rodean ya lo han entendido y actúan en consecuencia. Steiner explica lo que le han explicado los científicos: cualquier niño adiestrado en el manejo del ordenador elige una entre las tres o cuatro soluciones posibles para los problemas que le plantea la pantalla holográfica, no en función de su verdad -ya que todas son verdaderas- sino de su "belleza", es decir, de su forma, una coherencia y perfección de orden técnico que corresponde a lo que clásicamente se consideraba el valor artístico. El niño establece esa jerarquía con la seguridad con que las viejas generaciones diferenciaban un cuadro bonito de uno feo. Este desarrollo parece a Steiner la consecuencia inevitable de una evolución del arte en la que, como le habría ocurrido a la novela después de Joyce, aquél habría tocado fondo. Ya no cabía más que el hegeliano salto cualitativo: ¿cómo hubiera podido sobrevivir la noción tradicional de belleza en las artes plásticas a las realizaciones de un Marcel Duchamp, que podía firmar un orinal, o a las máquinas destructibles y efímeras de un Jean Tinguely?
Hace tiempo que un ensayo no me irritaba tanto como éste que comento. Juro que esta irritación no se debe a que, dado mi oficio, su tesis me convierte en un hermano moderno de los dinosaurios y pterodáctilos cuando daban las primeras boqueadas, sino al airecillo superior y socarrón con que el profesor Steiner interpreta el papel de una Casandra cultural, anunciando, con alegre masoquismo -y, para que el sarcasmo fuera completo, nada menos que en una conferencia pública ante la Asociación de Editores que, con motivo de su centenario, lo había invitado a hablar del libro-, el fin de una civilización y el advenimiento de otra, ontológicamente distinta y depurada de papel impreso.
En cuanto a la tesis misma, aunque sin duda exagerada y expuesta con innecesaria truculencia, probablemente sea cierta en sus grandes direcciones. Nadie puede poner en duda que la tecnología ha conseguido, en campos como los de la electrónica y la informática, desarrollos prodigiosos, ni que los medios audiovisuales drenen cada vez más lectores potenciales a la literatura. Me parece una delirante, provocación, sin embargo, viniendo de alguien más capacitado que nadie para saber que no es así, asegurar que la publicidad y la pequeña pantalla producen ya obras maestras del tamaño de las literarias. En todo caso, aún no es así y los que tratamos de compaginar nuestro amor a los libros con una frecuentación más o menos periódica de la televisión y el cine comprobamos a diario que, para que ello llegue a ocurrir, si es que ocurre alguna vez, falta un largo trecho de camino.
Por lo demás, que el libro quede relegado a una actividad minoritaria y casi clandestina en la sociedad futura no es una perspectiva que deba desmoralizar a los amantes de la literatura. Por el contrario, muchas consecuencias positivas pueden derivar de esa marginalización. Éste es para mí el talón de Aquiles de la argumentación de Steiner. Haber olvidado que la ficción y la poesía sólo fueron mayoritarias, realmente populares, cuando eran orales y se contaban y cantaban en las plazas y caminos. Desde que se volvieron escritura, ambas se confinaron en una minoría ínfima, en una élite de gentes cultas que, por supuesto, creció algo con la invención de la imprenta. Pero nunca fue la literatura un género para 'las masas', ni siquiera ahora, cuando, en un número muy pequeño de países modernos y prósperos, llegó el libro artístico y creativo a un sector importante (aunque jamás mayoritario en términos estrictos). Dudo mucho, por ejemplo, que los lectores de novelas y poemas en España consigan llenar las tribunas del Real Madrid. Y me temo que los del Perú quepan y sobren en un cine.
De otro lado, la consecuencia más notoria de la gran expansión del público consumidor de libros literarios -la forja de esas grandes minorías en países como Francia, Inglaterra, Estados Unidos, etcétera- ha sido paradójicamente, no la difusión masiva de la mejor literatura, sino la caída en picada de los patrones, de exigencia intelectual y artística para el libro literario y el surgimiento de una subcultura -la del best seller- que, en vez de contribuir al goce y disfrute de las grandes creaciones literarias en prosa o verso por un vasto público, ha servido para que estos nuevos lectores lean, sobre todo, unos productos manufacturados que son, en el mejor de los casos, sólo malos, y en el peor, de una. estupidez vertiginosa que, sin duda, estraga a sus consumidores y los vacuna definitivamente contra la verdadera literatura.
A este respecto, quisiera mencionar sólo dos ejemplos, que el azar acaba de alcanzarme. Leo esta mañana en The Times que Maya Angelou, una poeta norteamericana de segundo, o acaso tercer orden, es el poeta más leído de todos los tiempos en lengua inglesa, desde que el Presidente Clinton la invitó a leer un poema el día de su toma de posesión. Sólo este año, Maya Angelou, en cuya poesía es recurrente el tema de la pobreza, ha ganado de derechos de autor cuatro millones y medio de dólares. ¿Cuántos habrá ganado la bella modelo de largas piernas Naomí Campbell, que hace algún tiempo publicó una novela lanzada con una feroz publicidad de radio y televisión? No estoy en contra, naturalmente, de que las modelos escriban novelas. Pero, ahí está la cuestión. La señorita Campbell no la ha escrito, sólo aparece como autora. Y esto no se oculta al público que acude a comprar el libro -más numeroso, claro está, que el que lee a Naipaul o a Doris Lessing-, pues debajo del título se estipula que la novela ha sido "escrita por..." un pobre escribidor necesitado de cuyo nombre no quiero acordarme.
¿Por qué tendríamos que derramar lágrimas por la desaparición de esta feria de la impostura, de la confusión y de las vanidades? Si eso es lo que va a desaparecer con la arrolladora arremetida de la cultura audiovisual, bienvenida sea ésta. El libro no va a morir, por supuesto. Retornará a donde estuvo casi siempre, a un enclave conformado por minorías que lo mantendrán vivo y al mismo tiempo le exigirán el rigor, la buena palabra, la inventiva, las ideas, las persuasivas ilusiones, la libertad y las audacias que brillan por su ausencia en la gran mayoría de esos libros que usurpan ahora la denominación de literarios. En esa fraternidad futura de catecúmenos del libro, el profesor Steiner será leído y comentado, sin necesidad de que, -a sus años- haga el enfant terrible.

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