jueves, 18 de abril de 2019

Luis Harss / João Guimarães Rosa o la otra orilla


Luis Harss

João Guimarães Rosa
o la otra orilla 


      El llano, la selva, la puna, el sertão: en cada una de estas zonas geográficas hay una imagen de una tierra y sus habitantes. Nombrar el sertão es evocar un vasto altiplano que abarca la tercera parte de una nación y varias eras geológicas. El centro lo forma el estado de Goiás, una meseta abierta que se extiende al oeste hacia el Matto Grosso, al sur hasta incluir una buena parte de Minas Gerais, al este hasta Bahía, y al norte hacia Maranhão y Pará, donde el matorral se vuelve bosque de lluvias tropicales, y luego selva virgen, a medida que el terreno se va despeñando hacia la cuenca del Amazonas.

       El sertão es muchas cosas: cordillera y valle, cumbre y precipicio, pantano y páramo. Hay formaciones de roca terciaria penetradas por cuevas profundas, tortuosos ríos subterráneos que brotan en manantiales ocultos, desiertos donde sólo crecen las malezas y los cactos. El sertão es de humor variable: una extensión oceánica de contornos huidizos que confunden a la mente y desconciertan los sentidos. Su centro está en todas partes, su perímetro en el infinito. Sus habitantes son una raza áspera de vaqueros seminómadas que se desplazan con las estaciones como aves migratorias, guiados por una brújula interna, orientándose por unos pocos mojones elementales: la arraial o aldea, un pequeño oasis en la llanura; de vez en cuando algún trecho de tierra de labranza, la fazenda; el dulce declive de una ladera que promete un abrevadero: la vereda, un bosquecillo fértil cruzado por un riachuelo, entre peñascos y bajo la portentosa sombra de la gran palmera local, la buriti. Es la tierra múltiple de Guimarães Rosa, que lleva cada línea del paisaje impresa en la palma de la mano.
       Amplio como la tierra es el hombre. Guimarães Rosa es mineiro, y Minas Gerais, con su proximidad a grandes centros urbanos —San Pablo, Río de Janeiro— y un fondo de tierra adentro, los Campos Gerais, donde ya comienza el sertão, es una zona a la vez ensimismada y extrovertida, feliz combinación que ha nutrido fuertes temperamentos. El primer gran novelista del Brasil, Machado de Assis, era mineiro. Fue dura su vida, que se desangró, gota a gota, en obras de un pesimismo desolado pero ardiente, escritas «con la pluma de la burla y la tinta de la melancolía». Los mineiros saben sufrir. La literatura urbana mineira ha producido las soledades de Cornelio Pena, los ensueños y caprichos de Carlos Drummond de Andrade. Pero hay otro tipo de mineiro todavía arraigado en el terruño. Es lento de pensamiento, sobrio de gesto, de andar comedido, silencioso e introvertido, pero gran amante de la vida. Su reserva es la del hombre que se lanza por los espacios abiertos, a recorrer las distancias que se alejan. Es el hombre que no se baña dos veces en el mismo río, que galopa desbocado en el viento y duerme bajo las estrellas, con un ojo alerta, atento al latir de los siglos en la noche.
       Guimarães Rosa nació en los bordes del sertão, en 1908, en Cordisburgo, de padres ganaderos de patricia aunque remota ascendencia suaba. Guimarães, originalmente Wimaranes, fue la capital de un reino suabo que se instaló en el norte de Portugal unos cien años antes de la invasión de los visigodos. El norte del Portugal proporcionó muchos de los primeros pobladores del Brasil. Era gente intrépida que dejó una descendencia vigorosa. Los wimaranianos, además de labradores, dieron gente de las artes. Entre sus herederos figura uno de los primeros novelistas regionales del Brasil, Bernardo Guimarães. Otro fue el famoso poeta místico, Alphonsus de Guimaraens, traductor pionero de Heine. Hubo exploradores que abrieron fronteras en el interior, apropiándose de lejanas tierras de pastoreo que a veces fueron verdes y florecieron hasta convertirse en prósperas fazendas. Echar ancla en esas regiones inhóspitas siempre estuvo en conflicto con el espíritu vagabundo. La vida nunca era completamente sedentaria. Bajo el colono estaba el nómada. Guimarães Rosa encarna esta dualidad. Dice que siempre ha tenido algo de cimarrón, y ha errado lo bastante para demostrarlo, aunque adondequiera que ha ido ha llevado por dentro el pulso del sertão. Recuerda una infancia pródiga en la hacienda, cuando los rebaños de bueyes meditabundos vagaban al azar y resonaban los cascos de caballos salvajes en los barrancos. El pensamiento, como un hálito, recorría distancias inmateriales, y en el espacio sin perspectivas la mirada en vez de proyectar imágenes las absorbía. En el sertão prelapsariano el pasado es brumoso, las tradiciones son difusas y los contactos inmediatos. El hombre renace de sí mismo cada día. Allí no es en la búsqueda inútil de orígenes perdidos sino en encuentro directo y vital con las fuerzas que lo rodean como un hombre toma conciencia y se ilumina. «Yo soy un bicho raro», dice Guimarães Rosa, que puede estar sentado por horas en una silla, concentrado e inmóvil, sumido en esa adivinación que en él precede al impulso poético. Se va abandonando y sumergiendo en las aguas tranquilas que están en el fondo del ser, donde encuentran su imagen los que han aprendido a «transformar en sus mentes y corazones la fuerza del sertão».
       Otros escritores de renombre han estado en el sertão antes que Guimarães Rosa. Hubo un Afonso Arinos, que descubrió parajes espirituales en su viaje Pelo sertão en 1898. Más notable fue el explorador y periodista bahiano Euclides da Cunha, que reunió material para una memorable evocación de Os sertões (1902) en una expedición con tropas del gobierno que habían organizado una gran campaña contra uno de los maleantes más famosos y pintorescos de la época, el cuatrero y santón Antônio Conselheiro. Da Cunha, un reformador, animando el documento con un soplo poético, contó y retrató con autenticidad una crisis social, en un estilo vigoroso y de gran riqueza expresiva que tuvo una marcada influencia en la literatura brasileña. Guimarães Rosa de alguna manera continúa la tarea que empezó Da Cunha y la eleva a un nivel literario que Da Cunha apenas habría podido imaginar. Es un humanista, como Da Cunha, pero con alma de brujo y bandolero, como Conselheiro. Su fuerza, que toca fondo en el lenguaje, es abismal. En esto sigue la tradición de una larga línea de renovadores que han luchado contra la tiranía del estilo lineal predominante en la novela brasileña, una novela que a pesar de la riqueza ambiente ha sido mezquina en sus formas de expresión. Entre los rebeldes se han destacado el Oswald de Andrade de la revolucionaria trilogía de San Pablo, Os condenados (1922), y el versátil Mario de Andrade —poeta, novelista, maestro, crítico y músico en sus horas, y esteta siempre— de Macunaíma (1928), el prosopoema imaginista que creó un improbable «héroe sin carácter» que es una especie de antología del folclore. Macunaíma fue novedoso, pero Guimarães Rosa ya es literatura contemporánea con sus laberintos cronológicos y sus arquitecturas verbales. Joyce y Proust no hicieron otra cosa que lo que él hace a su manera con la lengua portuguesa, que explota a todos sus niveles y en todos sus tiempos. La «alquimia del verbo», en él, convive con las preocupaciones existenciales. No es que imite a nadie. Es el mesmeiro original, para usar una de sus palabras: el hombre que es siempre él mismo, completamente sui géneris. Su modo de ser y de estar en sí mismo y en su tierra, como si fueran la misma cosa, lo define. Es nuestro único novelista completo.
       Con Guimarães Rosa se abre un nuevo capítulo en la literatura brasileña, que lleva hecho un buen trayecto desde sus comienzos algo esotéricos en el siglo XVII, cuando un poeta satírico a menudo considerado la primera figura literaria del Brasil, Gregório de Matos, produjo una Erótica, inédita. A la veta arcana se le puede seguir la pista a lo largo de los siglos, pasando por los románticos como Castro Alves, un activista social a lo Víctor Hugo pero de estilo preciosista, hasta los parnasianos y simbolistas que lo siguieron y sus descendientes actuales. Un simbolista, Graça Aranha, a pesar de sus artificios, contribuyó a la formación de la conciencia nacional con una novela à thèsetitulada Canaán (1902). Canaán marcó una etapa. El Brasil salía de sus nostalgias europeas. Fue más o menos en la época de Canaán cuando nació la novela urbana. Apareció la sátira autobiográfica de Lima Barreto. Y, volviendo una generación atrás, no hay que olvidar las obras maestras inclasificables de Machado de Assis. El género urbano sobrevive hoy en día en Lúcio Cardoso, novelista psicológico tradicional, apodado con frecuencia el Julián Green del Brasil, y Otavio de Faria, quien desde hace años vive sumergido en un proyectado ciclo de diecisiete novelas, una tragedia burguesa, como él la llama, con Río de Janeiro como fondo. Todavía no se ha dado la gran novela de la ciudad.
       Una corriente más fuerte, a veces en violenta reacción contra la primera, es la que desciende de los cronistas de la conquista, a través de la epopeya romántica y el folletín, donde el idioma local fue explotado por primera vez en la polémica y el vituperio, pasando por los realistas y naturalistas que florecieron a comienzos del siglo, hasta sus herederos, los regionalistas, que dominaron la escena literaria en las décadas de los veinte y los treinta y prácticamente la han monopolizado desde entonces. El regionalismo brasileño actual viene de todos los rincones del país: por ejemplo, Rio Grande do Sul en la obra del popular Érico Veríssimo. Pero su centro sigue siendo el empobrecido nordeste de Vidas secas, sede del famoso «ciclo de la caña de azúcar» que ha atraído a eminentes poetas como Jorge de Lima, hábiles novelistas como Graciliano Ramos, propagandistas como el prolífico Jorge Amado. La historia y sociología de la vida solariega en las plantaciones del nordeste fueron exploradas por el ensayista más agudo del Brasil, Gilberto Freyre, cuya obra escrupulosamente documentada y siempre honesta dio impulso a una causa que al volverse proletaria a veces degeneró en política de partido. Es innegable la importancia de la novela del nordeste, la primera que reveló en toda su desolación algunas de las miserias de la realidad brasileña, pero sus estereotipos la han envejecido. Hay gracia y facilidad en Amado, por ejemplo, pero a pesar de sus momentos poéticos, lo desvirtúan la estrechez ideológica, en la que se nota el sello del comité, y el sentimentalismo. El género padece de todos los males de la literatura «colectiva», a veces en grado extremo: se llega al caso de una novela escrita en colaboración por cinco personas distintas. Guimarães Rosa está en otra categoría. Para él la palabra regional no significa limitación. Los espacios que abarca Guimarães Rosa son interiores. Su sertão es el alma de su país, como las estepas de Chejov eran el alma de Rusia.
       Es un místico, medio católico, medio taoísta y budista, con un sentido religioso de la vida, un respeto ferviente por todos los seres y las criaturas de este mundo y una sed insaciable de conocimiento. Como artista, su penetración de la realidad es sobre todo intuitiva, pero eso no excluye un conocimiento enciclopédico de su país que enriquece su obra en todos los planos y es el fruto tanto del estudio como de la observación. Tiene algo de ornitólogo, entomólogo, antropólogo, arqueólogo y sabio, y lo mismo puede recitar una letanía mágica que declinar terminologías latinas o descifrar fórmulas químicas. Es un baqueano, topógrafo y cateador de gran escuela, para quien lo talismánico es una forma de lo contemplativo.
       Llegó indirectamente a la literatura. En 1930, el niño del sertão, que tenía entonces veintidós años, era un joven impaciente al borde de un largo aprendizaje. Se educó en Belo Horizonte, lo más parecido a una gran ciudad en los alrededores, donde cultivó su afición por las ciencias naturales, y después estudió medicina en la universidad. Allí, como el doctor Fausto, descubrió que la sabiduría era un cristal de muchas facetas. No dedicó todo su tiempo al laboratorio. Estudiaba todavía medicina cuando estalló una revolución en la zona, bajo la bandera liberal, y abandonó el microscopio por el bisturí. Eran los primeros días de Getúlio Vargas, cuando todos llevaban armas en Minas Gerais, a la ventura muchas veces, inspirados hoy, desilusionados mañana. Guimarães Rosa se alistó en las fuerzas revolucionarias como médico militar voluntario y sirvió en sus filas hasta 1932, cuando cambió de bando y se unió a los legalistas. Salió de la confusión de la guerra con el grado de capitán. Entretanto había estado ejerciendo su profesión a intervalos en una aldea de Minas occidental, un rincón perdido en esa época de caminos de tierra, antes de la llegada de los ferrocarriles. Allí aprendió a hacer un poco de todo. Era el único médico de la aldea, botánico, partero y veterinario. Cabalgaba días enteros para atender a sus enfermos en zonas remotas. Escuchaba y a veces anotaba las historias de sus pacientes, con las que después pobló sus invenciones. El conocimiento de la naturaleza humana a través de los sufrimientos y ardores del cuerpo lo dejó con una visión biológica de la vida.
       Lo llamaba desde siempre el espíritu errante, y en 1934, habiendo aprobado una serie de pruebas de concurso, abandonó la medicina y se mudó a Río de Janeiro para ingresar en el servicio diplomático. Fue el comienzo de una larga carrera que lo llevó lejos. Durante los primeros años de la guerra, desde 1938 hasta 1942, fue cónsul en Hamburgo, donde ayudó personalmente en la evacuación de familias judías que huían del nazismo. Entre 1942 y 1944 lo encontramos en Colombia. En 1946 está en París, en 1948 otra vez en Colombia, y de vuelta ese mismo año en París, hasta 1951, como primer secretario y consejero de embajada y más tarde delegado ante la Unesco. De allí, volviendo al Brasil, pasó a jefe de gabinete en el Ministerio de Relaciones Exteriores, puesto que retuvo hasta 1953. Desde entonces, como ministro plenipotenciario de primera clase, con rango de embajador y sede en el aparatoso Palacio de Itamaraty en Río de Janeiro, no se ha movido del Brasil. Está a cargo del departamento de Demarcación de Fronteras, trabajo ideal por los viajes que le ofrece al interior donde renueva cada vez el contacto con sus fuentes. Ha sido un ciudadano del mundo, pero desde sus primeros días en el servicio, cuando empezó a escribir, como dice, por nostalgia de la buena tierra, sólo ha podido organizarse mentalmente en su país.
       En su oficina del ministerio, donde nos recibe en pleno ejercicio de sus funciones, reina con sobria majestad, tras sólidas puertas de roble que se abren imperiosas cuando avanza, erguido, con los ojos chispeantes y paso solemne, un sabio de Weimar brasileño, a sus anchas en el mundo y dueño y señor de sí mismo.
       Pausado, algo corpulento, sonriendo irónico, un poco socarrón, se hace cargo de nosotros. Viste un traje decoroso propio de un importante funcionario público. Una coqueta corbata de lazo salpicada de motas amarillas completa su investidura. Nos mira entornando los ojos, interrogativo. Es muy corto de vista, pero tal vez cierta vanidad, que no le reprochamos, le impide recurrir de entrada a sus lentes, que asoman una patilla de cuerno en su bolsillo. Con tranquilo aplomo nos conduce a su oficina, que contiene un gran escritorio y un armario, más bien austeros, y con la nariz ahora jovialmente pellizcada por los anteojos, se instala en un profundo sillón de cuero, de espaldas a la ventana, por la que se filtran polvillos solares que se le asientan en el pelo gris.
       Es un enigma este Guimarães Rosa. Solemne pero riéndose entre dientes de sí mismo, quizá burlándose un poco de nosotros, mientras explaya gruesas carpetas, álbumes de recortes de diarios, tributos editoriales, encomios de la crítica, en media docena de idiomas, un interminable papeleo surgido del armario situado en el otro extremo de la habitación, que parece contener la obra de toda una vida. El «bicho raro» es un ermitaño enamorado de la naturaleza y de los animales que rehúye la vida literaria y no consulta con nadie. Tiene en su oficina todo lo que necesita: sus manuscritos, las innumerables publicaciones geográficas a las que está suscrito, sus libros de referencia. Cuando no anda en misión para el ministerio —y, por razones de salud, sus misiones son cada vez menos frecuentes—, vive recluido.
       Se le nota su ascendencia teutónica. Es un hombre ponderado. Nos muestra con satisfacción la nuca chata, los ojos verdes. Prefiere hablarnos en alemán, antes que en español.
       Lo mezclamos con el inglés, el francés, su español estropeado, nuestro portugués embrionario. Es un gran lingüista que además del portugués y, por supuesto, el francés y el inglés, lee el italiano, el sueco, el serbocroata y el ruso y ha explorado las gramáticas y sintaxis de idiomas exóticos como el húngaro, el malayo, el persa, el chino, el japonés y el hindi. Dice, con buena razón, que el conocimiento de las estructuras de otros idiomas ayuda a entender el propio: revela posibilidades insospechadas, sugiere nuevas formas. También aguza el oído al habla de la gente. Guimarães Rosa es un Pigmalión que se especializa en crear personajes a través del lenguaje y puede deducir de su acento cuáles son la región y la ocupación de un hombre.
       Un libro de Guimarães Rosa nace de una larga meditación. En un momento dado, cuando ha madurado el impulso, se sienta a su escritorio y escribe furiosamente, a mano. La primera versión es siempre profusa y chapucera. Su propósito es «ocupar el territorio», que más tarde será cartografiado con detalles precisos. Lo que le importa es ver el movimiento general de la obra, el plan total, y, más importante aún, captar en el seno de la nebulosa un «germen metafísico», como él lo llama, una vibración, una resonancia fundamental a la que acomodará su trama, su ambiente y las peripecias y psicologías de los personajes. El germen central es el que determina lo demás, sus proporciones, su órbita. Guimarães Rosa se deja llevar por la corriente que lo desborda. Hay siempre un elemento de casualidad o coincidencia en su obra, dice; trata de aprovechar hasta sus errores y descuidos. Una vez hecha la primera versión saca a máquina con dos dedos una copia en limpio tachando los excesos, obligándose a aceptar los cortes necesarios, siempre penosos para él, a tal punto que no tira nunca nada a la basura sino que recoge los desechos en un cuaderno de apuntes llamado «Rejecta», donde podrá servir en otra ocasión o quedar enterrado para siempre. «Si viviera cien años —dice—, no tendría tiempo suficiente para escribir todas las historias que tengo en la cabeza». Es un narrador de la vieja escuela, que ve vida y significado en todas partes, en los rostros, los gestos, los objetos o incidentes más ínfimos. Pero no se apresura. Rehace una y otra vez sus historias, aun después de haberlas publicado, corrigiendo y puliendo en cada edición. No es modesto en cuanto a los resultados, y se entiende que no lo sea. Ha luchado durante años —a veces amargos— para llegar a donde está ahora.
       Hoy nadie pone en duda su posición. Pero no siempre fue así, a pesar de que su primera obra, un volumen de poemas titulado Magma, que presentó a un concurso organizado por la Academia de Letras Brasileña en 1936, no sólo ganó el primer premio, sino que además hizo que el jurado declarara desierto el segundo, considerando que Magma estaba en una categoría aparte que no permitía aproximaciones. Sin embargo, por voluntad del mismo autor, Magmanunca fue publicado en su totalidad. Intervino la guerra y después ya no le interesaban más esos poemas de juventud. Los pocos que aparecieron dispersos en revistas son ahora de una rareza filatélica. Pasaron diez años antes que publicara su próximo libro, Sagarana, escrito en 1938. Otra vez se interpuso la guerra. Guimarães Rosa estaba de viaje. Sagarana tuvo que arreglárselas solo. Su carrera fue extraña. Presentado a otro concurso, anónimamente, en un sobre lacrado, causó tal conmoción en los círculos literarios que el prominente editor José Olympio publicó en un diario un artículo preguntándose sobre la identidad del misterioso autor que no se daba a conocer. Cuando por fin el libro salió de las prensas en 1946, la edición se vendió en una semana. Había nacido el gran novelista del Brasil. No porque el veredicto fuera unánime, al contrario. El intruso se encontró inevitablemente con que le hacían la guerra todos los intereses creados. Lo llamaron abstruso y esotérico. La verdad es que estaba tan por encima de las normas de la literatura brasileña que fue ignorado o despreciado durante años. Ahora, en cambio, es una presencia abrumadora en el firmamento brasileño, donde tanto poetas como novelistas se acomplejan al solo oír su nombre. Sagarana es ya una obra clásica. En 1956 Guimarães Rosa publicó dos obras maestras casi simultáneamente: Corpo de baile y la muy aclamada Grande sertão: veredas. En 1962 dio otro golpe que parecía significar una renovación completa en su última colección de cuentos, titulada significativamente Primeiras estórias.
       Desde el comienzo fue un maestro del paisaje interior, donde la extensión es profundidad y la mirada aparentemente distraída hace los grandes descubrimientos. Lleva su erudición con elegancia. Es un escritor de gran horizonte. «Aprended del correr de los ríos», fueron las palabras del Buda, que Guimarães Rosa cita en alguna parte, muy a propósito. Sus ríos corren por cauces ocultos. Los escucha y los sigue como un rabdomante.
       Aspirar el sertão, trazar sus coordenadas espirituales, descubrir sus correlaciones internas, ha sido el propósito de su obra. Ha estado en todas partes en la vasta llanura, en jeeps, a caballo, con recuas de ganado. Ha vadeado ríos, escalado riscos, cazado gatos monteses, arreado y maneado con los vaqueros y dormido en campo abierto, cuando la noche se cerraba y la tierra se abría a sus pies. Lo que veía lo asimilaba y lo registraba, hasta el borde de lo invisible. Captaba las apariencias y lo que había atrás. En lo perecedero tocaba lo permanente. «No leo los diarios», nos dice. Apenas presta atención a los acontecimientos cotidianos. «Estoy contra el tiempo y en favor de la eternidad.» Lo mismo sucede en su obra: en la anécdota más simple hay una vibración cósmica. Es el hombre fáustico que invita todas las experiencias, capaz de precipitarse a todos los extremos, aun de pactar con el diablo, para acceder a la gracia final de la serenidad y la sabiduría.
       Para Guimarães Rosa, que siempre ve el todo en la parte, el descubrimiento y la invención son una misma cosa, porque los recursos que explota en sí mismo dan un metal que es básico y común en todos los hombres. «Tomo mi buena suerte donde la encuentro.» Acumula cuidadosamente las pruebas materiales, que sirven de soporte para lo demás. En este sentido, en la honorable tradición de Euclides da Cunha, quiere aportar datos útiles a la comprensión de la fisiognomía física y espiritual de su país. Cuando preparaba Grande sertão, por ejemplo, hizo largos estudios e investigaciones, consultó legajos y archivos, habló con viajeros y exploradores alemanes y franceses, y luego fue personalmente a todas partes para completar su esquema, reuniendo toneladas de notas, las suficientes, según dice, para compilar una monografía completa del país. Grande sertão contiene tanta información concreta, toda ella tan exacta en sus menores detalles, como un tratado científico. Dice Guimarães Rosa que pudo haber sido diez veces mayor y mejor de lo que es si se hubiera atenido a una fría enumeración de los hechos. Conoce todo lo que se puede conocer acerca del Brasil «real, auténtico, interior». ¿Por qué tanto detallismo? En parte para desafiar a los críticos que lo acusan constantemente de deformar la realidad. Pero, ante todo, porque la observación precisa del medio físico, tantas veces ignorada por los escritores superficiales, es la arquitectura que sostiene lo demás. La verosimilitud da acceso a lo fundamental: la gente y los misterios que la mueven. Atrás de las acciones y los acontecimientos, los gestos y las actitudes reconocibles, se esconde lo insondable: el «germen metafísico».
       La tarea del novelista, según Guimarães Rosa, no es sólo retratar sino descubrir y revelar. El novelista trabaja con las cosas que pasan inadvertidas para los demás, las capta y las expone. Es, en la frase de Stalin que Guimarães Rosa hace suya, «un ingeniero de almas», no en el sentido de moldear buenos ciudadanos socialistas sino como visionario que abre los ojos de la gente a lo que la rodea. Poca gente sabe mirar para ver. Guimarães Rosa recuerda que en las noches pasadas en las llanuras con los vaqueros les llamaba la atención sobre cosas con las que habían vivido siempre dándolas por conocidas casi sin notarlas. Les recordaba lo que ya sabían pero habían olvidado. Despertar lo que duerme en el hombre, avivar sus sentidos, ayudarlo a maravillarse ante el mundo, tal es la tarea de un novelista como Guimarães Rosa, que magnifica la naturaleza para humanizarla.
       Un soplo virgiliano atraviesa el sertão, donde nombrar las cosas es crearlas. Toda experiencia es un presagio, cada objeto, animado de vida propia, trae su mensaje para el que sabe leerlo. Los distintos reinos —mineral, vegetal y animal— se comunican secretamente, alimentados por fuerzas primordiales que esperan su liberación de la mano del hombre. Sólo el que se deja poseer por esas fuerzas es capaz de expresarlas. A través de él se manifestarán los poderes ocultos del universo.
       En Guimarães Rosa, la visión de cerca abarca hasta el horizonte. La contemplación del objeto más pequeño y vulgar puede abrir al abismo. En su obra cada gesto compromete al hombre entero. El sertão con sus resonancias sobrenaturales, su trasfondo siempre misterioso, se convierte en un símbolo de la inmensidad donde el hombre se encuentra y se pierde. Pero es también algo en sí.
       Nadie ha penetrado tan profundamente como Guimarães Rosa en la psicología del habitante del sertão, el sertanejo. La pinta como la ve, pero también como la conoce a través de la canción y la leyenda, en sus dimensiones evidentes y secretas, sus lados oscuros. Sus personajes son gente corriente, aves de pasaje por la vida que se buscan entre sombras y reflejos. El sertão es un lugar de extremos, donde se tocan «las profundidades de la miseria y el sufrimiento humanos», pero también las cimas del amor y la felicidad. Guerras tumultuosas, amistades y odios violentos, pavor y coraje, una especie de danza pagana de la vida y la muerte entre esplendores totémicos son los elementos constantes en el sertão. El sertanejo es exaltado y abyecto, un cazador siempre a punto de ser cazado. La vida es peligrosa, e ilusoria. Lo que se construye hoy puede desaparecer mañana. Lo que es en cualquier momento puede dejar de ser. Cada paso es una trampa posible. En la acción y la pasión igualmente acechan lo extraño y lo fatal.
       Para evocar esta experiencia primitiva con todos sus matices, Guimarães Rosa rescata modos de narración de los antiguos, con una prosa oral en la que el aparte o el rodeo puede ser tan importante como la corriente principal del relato, el aforismo alterna con el adagio, y la mente divaga, fantasiosa y descarriada, siguiendo los ritmos de la oración, a un paso natural, con todas sus desviaciones, recogiendo anécdotas y reflexiones que surgen siempre espontáneas, sin «técnicas» estudiadas, al correr del pensamiento. El efecto es barroco, pero sin peso muerto. Guimarães Rosa llama a sus novelas romances y, a veces, poemas, y si la estrofa alguna vez es tortuosa, hay vida en cada verso. El lenguaje es densamente emotivo, mezcla de erudición y dialecto, lleno de giros inesperados, inversiones, proverbios, interjecciones, preguntas retóricas, consonancias, pleonasmos, expletivos, aliteraciones, arcaísmos, latinismos, indianismos, palabras inventadas, retruécanos, acertijos y adivinanzas, casi una hipertrofia de todos los elementos del habla popular, hasta la rima interna. Típica es la manera como inventó su título, Sagarana, del islandés Saga en connubio con el sufijo indígena rana, que significa parecido o seudo. Abundan las ortografías fonéticas, los aumentativos y los diminutivos, el silabeo excéntrico que da a las palabras una carga oculta o explota su poder alusivo. Es precisamente por su malabarismo verbal —una de las glorias del idioma portugués— que más se le ha censurado. Porque emplea modismos exclusivos a ciertas regiones, amalgamándolos en combinaciones insólitas o arbitrarias, se le ha acusado de falsear el idioma. Pero él sabe que su juego combinatorio es legítimo. Como en todas partes, el campo brasileño ha conservado ciertos anacronismos lingüísticos que ya no se oyen en las zonas más civilizadas, y él anota con escrupuloso cariño cada inflexión. Algunas partes de Grande sertãoemplean elementos del habla regional que datan del siglo XV y sólo se encuentran en viejos diccionarios. Pero el relato brilla siempre con un resplandor que se comunica hasta en la forma física de las frases y las letras. Por ejemplo, a Guimarães Rosa le gusta abrir las oraciones con una S, que da «fluidez».
       Con una S comienza Sagarana, que se compone de nueve relatos, algunos en tono humorístico, todos un tanto fantásticos, escritos con gracia y naturalidad y una especie de ironía burlona muy característica del autor. Si Guimarães Rosa no ha llegado todavía a la plena madurez en estos relatos, que suelen quedarse en la anécdota, el hombre entero está ya en ellos, astuto, crepuscular, múltiple en su repertorio. Es el autor omnisciente a quien nada humano le es ajeno, ni los arrobos secretos, ni las indigencias cotidianas. Sabe que en la vida no hay pequeños momentos aislados de los demás, que cada gesto es total e implica todos los otros, que puede haber felicidad en la angustia y que lo divino nunca está lejos de lo infernal. Así sucede que el odio puede salvar, el amor puede matar, y una sonrisa en los labios puede significar muerte en el corazón. De todo esto nos enteramos por el trino de un pájaro en una rama, el zumbido de un insecto, o el canto de un guijarro que rueda en un arroyo. Los efectos se obtienen siempre con los medios más sencillos, con un lenguaje sutil pero directo que enciende las cosas con sólo rozarlas. Guimarães Rosa hace maravillas hasta con los animales. He aquí el valiente burrito moteado Sete-de-Ouros, «mudo y resignado» en su vejez, «todo calma, renuncia y fuerza no usada» en su último suspiro como un híbrido desamorado y asexual, hundiéndose soñoliento en «profundos estanques» en cuyas cavernosas resonancias nos parece oír ecos de la música de las esferas. Sete-de-Ouros ha conocido mejores tiempos y cambiado de manos y nombres muchas veces, incluyendo una en que lo robaron y le marcaron un corazón en la grupa, pero de nada le sirven sus glorias pretéritas en su inutilidad de vieja carroña a la que ya rondan los buitres. Sin embargo, no abandona. Hay toda una vieja ciencia bajo su frente nudosa, y se le ofrece la oportunidad de demostrarlo. Amanece un día de gran actividad en la hacienda. Llega la hora de arrear el ganado al mercado, y como el tiempo es malo y hay corrientes que vadear y en esas cosas lo que cuenta es la experiencia, lo llaman para que encabece la marcha. Y así es como se convierte en el héroe del día triunfante bajo el azote del rabión. Es un cuento insignificante y minúsculo, como comenta el autor, pero tocado por esa fuerza desconocida que de pronto «decide el destino y envía a los hombres y los asnos igualmente a tropezones por el camino de la grandeza».
       Sete-de-Ouros no es el único que se supera misteriosamente. La chispa de la vida que gira en el vacío puede alojarse hasta en los ojos nublosos de un par de bueyes derrengados. Los vemos en la modorra de su faena diaria, el paso lento y trabajoso bajo la pesadumbre ancestral del castrado. Ahí vienen, atrafagándose bajo el yugo, con la memoria perdida en vagos ensueños, recuerdos tal vez de verdes praderas que no verán más, cuando en un campo abierto, con un anhelo súbito, encuentran un rebaño de sus hermanos salvajes, que despiertan en ellos impulsos atávicos. Continúan su camino, en el mismo sopor de antes, acongojados y letárgicos como siempre, pero casi inadvertidamente, se rasga el telón de los sueños y de pronto el conductor, que dormita en el asiento, es lanzado de un tirón fuera del carro, que le pasa por encima y le aplasta el cráneo con las grandes ruedas de madera.
       Una especie de barbarie inocente, un clima de infierno paradisíaco, rige en el sertão, donde los hombres vagan desorientados, envueltos en sus sombras. No hay zonas de seguridad. Cada cual trata de echar raíces, de hallar un refugio, de abrirse un claro en la maleza, pero al borde de cada experiencia, aun la más común y corriente, hay fosas, zonas sombrías, fallas subterráneas. Dondequiera que se halle el hombre, el terreno puede ceder bajo sus pies, precipitándolo en una caída sin fin. Los incrédulos más empedernidos pueden sucumbir a temores supersticiosos. Está el caso de un joven algo presumido que no cree en el fetiche local y paga su temeridad quedándose ciego de repente cuando vaga por el bosque. Su descalabro no es sólo físico. La maraña que atraviesa es realmente un laberinto interior. Para romper el hechizo deberá iniciarse a drogas y sortilegios. El sertão es una gran farmacopea donde hay veneno en cada brebaje, que puede ser benéfico o mortal, según la mezcla. El hombre precavido que quiere evitar el desastre aprende a respetar el potencial mágico de las cosas, para poseer lo que de otro modo lo poseería. Ésta es la lección de Guimarães Rosa, que la realidad no es una y estable, sino una suspensión momentánea en la que una chispa puede desencadenar un cataclismo.
       En el sertão la gente se encuentra casi por casualidad y cuando menos lo espera se separa para siempre. Un hombre tiene un hogar y una mujer, un pequeño capital, una posición en el espacio y el tiempo, un cúmulo de experiencias personales en que se apoya, pero la cohesión y la continuidad son un espejismo, una pura coincidencia en la economía de un universo en expansión en el que las burbujas estallan casi antes de formarse. Un rayo puede partir el árbol más arraigado. Así le sucede a Turíbio Todo, quien durante años le saca el cuerpo al mal y tiene a raya al demonio. Pero un día su esposa huye y su vida se desmorona. Vivía Turíbio en una casa de vidrio a la que una repentina enemistad sacude. Va en busca de Cassiano Gomes, el hombre que ha seducido a su mujer, para matarlo, pero su mala suerte hace que yerre el tiro y atraviese con la bala al hermano mellizo de Cassiano. Ahora el perseguidor es el perseguido. Tanto para Turíbio como para Cassiano, la vida se convierte de pronto en un interminable «camino de la amargura», en el que un hombre pierde todo, hasta lo que nunca tuvo. Durante semanas y meses recorren el sertão, acechándose el uno al otro, a veces viajando en paralelo sin saberlo, casi encontrándose en las encrucijadas, y otras veces lanzándose bravatas desde lejos, hasta que Cassiano muere de un ataque al corazón. Turíbio, aliviado, se dirige a su casa. Pero el camino andado no puede desandarse. El duelo continúa, con Turíbio como el único blanco que queda. En el camino encuentra a un desconocido, una especie de ángel vengador que cierra el círculo, cumpliendo una promesa que le ha arrancado Cassiano en su lecho de muerte. Es un verdugo involuntario que, con muchas excusas —y con la habitual mezcla de ironía y cariño de Guimarães Rosa—, deja que el destino le fuerce la mano.
       Menos nefasta, pero igualmente inescrutable, es la suerte de Lalino Salãthiel, en «A volta do marido pródigo», «boceto biográfico» de tono picaresco, una especialidad de Guimarães Rosa. Lalino es una criatura solar que florece a la luz del día bajo un cielo pródigo. Trabaja con una cuadrilla que construye una carretera y sueña con las lujosas mujeres de la lejana y fabulosa capital de Río de Janeiro, para donde parte un día abandonando a su familia. No todo le sale bien, pero se las arregla para caer siempre de pie. Es un bribón alegre y atolondrado, que cabalga sobre la marea como la espuma en una ola. De regreso a su aldea después de unos meses de buena vida en la ciudad, se encuentra con que su mujer se ha amancebado con un colono español. Lalino hace las del payaso. Toma todo a la chacota. Visita a diario a su mujer, como para reavivar la vieja llama del amor, pero es en burla, porque tiene otros carbones en el fuego. Se mete en política local, a sueldo del alcalde, quien solicita votos para las próximas elecciones. Lalino, el eterno comodín, es invencible. El bromista se hace bufón de corte. La rueda del mundo gira, y los que están arriba pasan silbando.
       Uno de los relatos más conmovedores de Sagarana, en el que el autor parece proyectar experiencias personales menos traspuestas que de costumbre, es «Minha Gente», un poema sinfónico que recuerda los paisajes bucólicos de la novela romántica alemana y no la desmerece. Un médico joven va a visitar a su tío en el campo, y el viaje le trae nostalgias. Hay en la localidad un maniático maestro de escuela, Santana, aficionado al ajedrez, que lo recibe en la estación, a caballo, con el tablero, para continuar un gambito de dama o un Ruy López que interrumpieron meses o años antes, un símbolo de viejas regiones mentales que en un tiempo ocuparon juntos y que vuelven a descubrir ahora. Entretejido con este tema, mientras siguen trotando y cae la noche, está el embelesado reencuentro del médico con su tierra natal. Se detiene para saborear los colores, los perfumes, los sonidos, para examinar una ramita, una hoja o una flor, encontrando belleza y significado en todas partes, en las formas de las cosas, su fragancia y hasta en los enrevesados términos científicos que las describen. El relato avanza pausado, con una especie de éxtasis tranquilo, en el crepúsculo y la oscuridad. En la estancia encuentran al tío Emilio, que anda politiqueando, y su apetitosa hija María Irma, una flor de la pradera de la que el médico, con los sentidos inflamados, se enamora instantáneamente. Que ella medio lo rechace, coqueta como un camaleón, poco importa. Él juega con sus propios sentimientos. Su pasión por ella es parte de una bienaventuranza más general, que de pronto se evapora cuando va de pesca con un amigo melancólico, Bento Porfirio, que mantiene una relación amorosa con una mujer casada. Están lanzando y recogiendo sus líneas, felices, cuando el marido burlado sale tronando del matorral. Resopla como un dragón, y al rato el cuerpo de Bento Porfirio flota en el estanque, que es profundo y turbio, como los ojos de María Irma.
       En Sagarana se abren ojos por todos lados. Los acontecimientos visibles son siempre manifestaciones de lo impalpable, reflejos atmosféricos de las edades y los humores de los hombres. Una aldea en ruinas, al parecer arrasada por fiebres palúdicas, en realidad decayó por desidia y abandono. Lo mismo puede sucederle a un hombre. Es el caso del protagonista de «A hora e vez de Augusto Matraga». Augusto es otro bienaventurado que ha conocido la prosperidad y luego ha caído en la desgracia. Es una especie de Job del sertão que ha pecado contra la fe, malogrado su política y quedado en la indigencia con deudas e hipotecas, una mujer adúltera y una hija que la noche no sorprende dos veces en la misma cama. Parecería que el destino ciego se ha vuelto contra él. Pero cuando cae el golpe no es la sangre que derrama por fuera lo que importa, sino la hemorragia interna. En su castigo, Augusto encuentra una merced divina. Es un llamado del cielo que lo conduce por la ruta de la santidad. Recorre la región como un vagabundo para establecerse en una aldea lejana, donde un sacerdote le recomienda labores y penitencias, pues la vida continúa y podrán volver días mejores. «Cada cual tiene su hora y su ocasión —le dice el sacerdote—, y ya te llegarán las tuyas». Augusto, incrédulo, prospera otra vez, pero no recobra la felicidad. Algo sigue andando mal. Reclamando a Dios sus derechos, se postra, ayuna, renuncia a la bebida, a las mujeres, al tabaco, todo en vano. El camino iluminado es difícil de encontrar y aún no ha llegado su hora. Pero inevitablemente llegará. Augusto casi ha perdido la esperanza cuando un día irrumpen en la aldea unos bandidos, los famosos jagunços encabezados por el notorio maleante Joãozinho Bem-bem. Augusto ampara a Joãozinho, presintiendo que el destino los ligará. Joãozinho lo invita a unirse a la banda —es el diablo que llama del abismo— y Augusto por poco acepta. Pero algo se lo impide. No tarda en descubrir la traba. Cuando desaparecen los bandidos, emprende una nueva peregrinación hacia el sur, bajo las estrellas, a la buena de Dios, tras una bandada de pájaros que le muestra el camino. En una aldea distante, se encuentra otra vez con Joãozinho. Los bandidos están por destruir la aldea. Entonces a Augusto lo parte el rayo de la revelación. Se da cuenta de que es un hombre elegido. Se eleva a la altura de su vocación al morir matando a su amigo Joãozinho para salvar a la aldea, que lo declara santo.
       Turíbio, Lalino y Augusto son seres instintivos cuyas experiencias se dan en un plano elemental y sin embargo resuenan ampliamente. Es que el autor los dota, no sólo de sensibilidad, sino también de una inteligencia despierta y de una gama completa de emociones. Guimarães Rosa demuestra lo que se puede lograr con personajes sencillos, que no son necesariamente más sencillos que los demás, cuando se les dota de vida interna, y revela la falacia de los defensores del colectivismo literario que sostienen que el hombre interior es incompatible con la psicología social. En Guimarães Rosa cada personaje se hace universal sin perder su individualidad. El autor le da cara y gestos distintivos, peso específico, una actitud personal ante la vida y hasta una metafísica implícita, sin que por ello lo haga menos representativo de su época, su lugar, su clase y su posición. Es en su absoluta singularidad que puede hablar en nombre de otros.
       La prueba es el majestuoso Corpo de baile, libro inmenso, compuesto por siete relatos que van del cuento a la novela, discursivos unos, más concentrados otros, pero todos de soberana belleza y maestría. Guimarães Rosa posee un don sublime que bendice todo lo que toca. El escenario, como de costumbre, es el sertão y las zonas circundantes, que desembocan en él a cada paso como los ríos en el océano. Los ángulos y las perspectivas varían, porque la visión es múltiple. «El centro del círculo está naturalmente fijo, pero si la circunferencia lo estuviera también, no habría más que un centro inmenso», el autor cita a Plotino en el epígrafe. Y esto da el tono y la dimensión de la obra. También en este caso los protagonistas son los sencillos habitantes locales, en su mayoría vaqueros, pequeños terratenientes y un enjambre de personajes pintorescos que pasan en tropel: ermitaños, adivinos, sabios andrajosos, vagabundos y payadores, de paso por esta vida a la otra, únicos y absolutos en el breve lapso que se les concede, en el que pocas cosas suceden a veces y sin embargo sucede todo, porque el sertão, miniatura palpitante del mundo, es una copa llena hasta el borde en la que cada hombre se vacía al beber de ella su plenitud.
       «El mundo es grande», dice una y otra vez Guimarães Rosa en Corpo de baile, estribillo al que el universo entero hace eco. Es un grito que rueda por la montaña y el valle, como un trueno que puede convertirse en «una amenaza o un himno» al ir retumbando por las cascadas o reventar de pronto sobre la figura ominosa de la gigantesca palmera buriti, que se alza como un tótem con su magnífico penacho diluviano para dominar el paisaje, «inmensa y silenciosa... como un templo» que «hace pensar en el Cielo», recordando una época de «alegría común... en que todas las cosas hablaban en las altas llanuras». En la tierra de la buriti, donde «hasta el sueño es peligroso, un precipicio», cada movimiento en la oscuridad es un pálpito, una oscura intuición. Pues «todo lo que transforma la vida sucede calladamente, en la sombra, sin advertencia».
       Para Soropita, en su tiempo un resero sin par, ahora retirado en la cómoda domesticidad de su rancho con el amor de su vida, la maravillosa y alegre Doralda, el golpe viene de atrás, un destello de duda en la certidumbre. Soropita ha colmado sus ambiciones. Tiene su isla de luz y tranquilidad en alta mar. Su historia comienza con su viaje de regreso a casa desde Andrequicé, municipio situado a un día de distancia, a donde ha ido de compras. Monta en su caballo de confianza y goza con los esplendores del paisaje. Está cargado de regalos: se ha aprendido de memoria el último episodio del radioteatro semanal para transmitirlo a la gente de la zona, que lo difundirá por todo el campo. A Doralda le trae jabón perfumado, medicinas, paño para cortinas. Nunca deja de llevarle dijes y chucherías. Doralda merece lo mejor. En ella ha encontrado serenidad y satisfacción. Años atrás era un forajido con una escopeta que llevaba una vida salvaje en las llanuras, guerreando, putañeando, jaraneando como el que más. Pero ya no. Ahora vive modestamente con lo que le produce una pequeña tienda de cachivaches caseros que tiene en la aldea vecina. No será una gran empresa, pero le paga los gastos y en general puede decir que la vida ha sido generosa con él. Está contento, pero también un poco nostálgico. Mientras avanza al trote, se demora en los recuerdos de su vida anterior, que se deslizan por él como «arroyos errantes». Encuentra hasta un placer algo morboso en detenerse en un secreto de familia: Doralda tiene un pasado oscuro. La conoció en un prostíbulo. El recuerdo lo atormenta y al mismo tiempo lo seduce. Están listos los ingredientes para el drama. Soropita tiene la desgracia, como se va diciendo a sí mismo, de ser un hombre que siente tanto la alegría como el sufrimiento con más intensidad que los demás. Lo demuestra cuando se encuentra con Dalberto, un exbandolero y antiguo compañero de libertinaje. Siente una repentina angustia. Las reglas de la hospitalidad lo obligan a invitar a comer en su casa a su amigo, al que no ha visto en cinco años, pero teme que Dalberto se haya encontrado con Doralda en alguna parte durante sus andanzas y la reconozca. Comienzan a roerlo los celos, y es un terremoto interno. Reviviendo el pasado, camino de la hacienda, Soropita y Dalberto van abriendo puertas cerradas. Al principio los transporta el entusiasmo, pero pronto los alborotan los recuerdos sensuales. Entre los hombres de Dalberto hay un negro inmenso al que Soropita teme como símbolo de todos sus terrores. Doralda tiene que haber llevado a más de un negro a la cama en su época. Era famosa en el oficio, y a toda prueba. En su imaginación, Soropita la ve brutalmente violada por el negro. La imagen se funde con una anécdota que le está relatando Dalberto de una muchacha que ha conocido en un prostíbulo y con la que piensa casarse. Solicita el consejo de Soropita al respecto. ¿Será una insinuación? «Una sombra de tristeza... un presentimiento de que va a suceder algo desagradable» invade a Soropita, entumeciéndolo. En su casa se muestra distraído, inquieto, irritable. Para torturarse, obliga a Dalberto a quedarse durante la noche. Espía sobresaltado cada uno de sus movimientos, sin perder de vista a Doralda. En cada mirada que ella cambia con Dalberto le parece descubrir una intimidad sospechosa. Les hace beber, con la esperanza de que se les suelte la lengua. Al ver que nada sucede se siente casi desilusionado. Se impacienta y se amarga, hasta que por fin se retira Dalberto. Entonces somete a Doralda a un cruel interrogatorio. La humilla haciéndola desnudarse en frío como prostituta delante de él. Pasan la mitad de la noche hiriéndose. Soropita está al borde de la violencia en cada momento. Al mismo tiempo, lo arrebata un súbito anhelo de pureza, un amor casto por su bienamada, la fuente de la vida y la felicidad, madre de la ilusión. Ve con satisfacción la partida del inocente Dalberto a la mañana siguiente. Pero no sin antes pelearse con el negro indefenso, que pronto rueda por el suelo. Y así, con mil altibajos, comienza otro día. Soropita respira a fondo. Vive intensamente. Después de su estallido recupera poco a poco su equilibrio con la vuelta de la anterior sensación de paz y de plenitud, a medida que recompone su vida deshecha.
       Menos afortunado, al parecer, será el vertiginoso Pedro Orósio de «O recado do morro». Pedro es otro gigante temerario con pulmones cósmicos, que se lanza empedernido a la victoria o la ruina. Es un gran tenorio cuyos galanteos le han ganado muchos enemigos. Por donde va lo persiguen sigilosos antagonismos. Pero juega con el fuego. Ahora trabaja como guía en las llanuras. En esta ocasión particular, conduce a varios hombres cultos en una excursión por la alta meseta que lleva a su región natal, los Campos Gerais. Presentes están el señor Alquiste, un naturalista extranjero que colecciona muestras minerales y ejemplares de la flora y la fauna locales; un sacerdote rubio, el hermano Sinfrão, que actúa de intérprete; Jujuca do Açude, un terrateniente de los alrededores; y el peón de Jujuca, Ivo, quien guarda rencor a Pedro a causa de una mujer que él le quitó. Con estos elementos sencillos se teje la telaraña. Hacen una larga excursión, un viaje evocativo para Pedro, que se acerca a la querencia, al viejo teatro de sus aventuras. Se siente orgulloso de ser el anfitrión. Se considera el rey del lugar, de los bosques, las verdes laderas, los grandes riscos, los altos farallones y las hondonadas, los barrancos, desfiladeros y cañadones. Pero acecha el peligro, inminente. Siempre a la vista a medida que avanzan, inmóvil en la distancia, se halla el monolítico pico de la Garza, que se alza como un frío presagio en el paisaje rocoso, «solitario, oscuro, triangular, como una pirámide». Una voz oracular de la cumbre, interpretada por Gorgulho, un ermitaño desequilibrado que vive en una cueva de murciélagos y parece una libélula, difunde un mensaje en el que hay una advertencia secreta para Pedro. Llega mutilado e incoherente, pero el viaje comienza a adquirir brumosos contornos. Pedro se siente sacudido por el viento de las grutas. Se estremece la tierra, los fósiles se agitan y desfilan como fantasmas de insolación las reliquias espectrales del medio. Acude Catraz, hermano de Gorgulho, un inventor loco, seguido por otro chiflado del lugar, un profeta de la perdición con bocio. Cuando regresan sanos y salvos, loado sea Dios, a la aldea de la que habían salido, Pedro se separa para celebrar el acontecimiento. Está en buena forma. Es sábado y tiene una amiguita en el lugar: una señorita muy respetable, de buena familia, hija de un arriero de primera, con la que se propone casarse uno de esos días. Entretanto el ojo de Pedro ronda. Dios es grande, y el hombre es polígamo. Hay júbilo y fermento en el aire. La fiesta recorre las calles y nacen las canciones en las guitarras. Son canciones que echarán raíces en los corazones de la gente, y se difundirán a los cuatro vientos, en los labios de los viajeros, en las lenguas de los ciegos, que las recitarán al borde de los caminos. Pedro rebosa vida y energía. ¡Pero cuidado! Justo al otro lado de la calle, sumido en sus fantasías, está el Recaudador, otro excéntrico, un viejo canoso que se cree inmensamente rico y pasa el tiempo contando sus beneficios y trazando con tiza grandes sumas en una pared. ¡Ojo, Pedro! Allí viene Ivo, irradiando camaradería, a invitarlo, con una palmada, a que vayan a beber una copa juntos para reconciliarse. Llegan a un tugurio de las afueras, donde de golpe se abre la trampa. Pedro, con unos cuantos tragos en el estómago, la vista turbia y los reflejos tardíos, ha caído en una emboscada. Los hombres de Ivo están allí para matarlo. Lo rodean. Por un instante, Pedro cuelga de un hilo, entre la vida y la muerte. Pero entonces, con una volcánica sacudida de hombros, de una sola zancada de siete leguas, se aleja, escalando montañas, saltando de estrella en estrella, hacia su tierra natal, envuelto ya en la niebla prístina al zambullirse «en ese murmullo mudo en el que uno recuerda lo que no ha conocido nunca y despierta en un sueño, más allá del peligro y del dolor».
       Así, un héroe encuentra su leyenda, mientras la naturaleza entera se regocija por él. Una jubilosa variación de este tema es «Una estória de amor», en la que Manuelzão, otro sertanejo hipertiroideano, que administra una hacienda para un propietario ausente, da una gran fiesta para bautizar una pequeña capilla local que ha construido en una loma, sobre la tumba de su madre, ocasión que se convierte en un momento de felicidad y armonía en la vida de todos los habitantes de los contornos. Manuelzão, administrador y mayoral del poderoso Federico Freyre, es respetado como un gran cacique en la región, título que ha conquistado con el sudor de su frente. Hubo sangre y despilfarro en su vida anterior como vaquero. Lo que tiene lo ha arrancado de la nada y no se inclina ante nadie. La capilla es su realización suprema, la culminación de su carrera. Se siente eufórico, tirará la casa por la ventana para celebrar. Tal vez porque muy en el fondo sabe que ha envejecido y que el final del camino está cerca. Ha tenido presentimientos de su próxima muerte. Como salvaguardia, ha traído a un hijo ilegítimo, Adelço, y a la esposa de Adelço, Leonisia, la niña de sus ojos, a vivir con él. Ellos lo cuidarán, se ocuparán de la propiedad. Espera llegar a una vejez feliz rodeado por sus nietos. Lo malo es que Adelço es un inútil, perezoso e inservible. Pero tanto peor. La fiesta está en su apogeo. Acude mucha gente. Están presentes el hermano Petroaldo, un sacerdote rubicundo; un troglodita feliz llamado João Urugem; los ejemplares habituales de la humanidad local, incluyendo a un par de vagabundos admitidos, según el hábito, por caridad en la hacienda: el viejo Camilo y su amiga, una vieja charlatana y pulguienta que en un tiempo compartió una choza con él, Joana Xaviel. Joana es una cuentista famosa a la que pronto transfigura la inspiración. Canta como un canario. Y la fiesta tiene un gran éxito. Dura toda la noche, continúa a la mañana siguiente y sigue por la tarde. Para Manuelzão las horas pasan con escalofríos. Los pequeños contratiempos y sinsabores de la vida están presentes en cada alegría. Piensa con amargura en Adelço, el haragán, que no quiere a su padre. Hasta que de pronto Manuelzão se siente completamente agotado. Las corrientes de la muerte le corren como enredaderas por las venas. La melancolía sigue a la euforia. Manuelzão pierde pie. Ya no da más... «Cuando el sol se pone, el día se oscurece y ya no veo nada.» Pero entonces el viejo Camilo, de quien nadie sospechaba que tuviera ningún talento, se sienta para contar un cuento en prosa rimada que eleva todos los corazones a nuevas alturas. Se corre un velo, entramos al reino del mito, y estamos «al comienzo del mundo», en la época en que «el hombre tuvo que luchar contra los animales para ser el primero en recibir un alma». Es una «poesía sencilla», compuesta por «las aves, los árboles, la tierra y los ríos», la vida misma.
       Brebaje de la misma fuente es «Buriti», cariñoso retrato de una hacienda en el sertão, Buriti-Bom, y de sus habitantes: el austero y adusto iõ Liodoro, caballero de la vieja escuela; María Behu, su piadosa hija solterona; la bella Gloria, su hija menor, en la flor de la juventud y ansiosa de amor; Isio, su otro hijo, que vive más allá del río con Dijina, a la que no acepta la familia a causa de sus dudosos antecedentes; y Lalinha, su nuera, una muchacha de la ciudad, a la que ha puesto bajo su enérgica protección después de haberla abandonado su otro hijo, el inútil Irvino.
       «Buriti» es un relato de la vida familiar en la hacienda, el paso de las estaciones y las pasiones que las acompañan. El escenario es la alta llanura, en las cercanías de un pantano, a la sombra de la imponente Gran Buriti, efigie totémica que se alza como una torre, imagen alucinante en la mente y el corazón.
       La vida es dura en la llanura, a veces una interminable jornada sin tregua, pero tiene sus compensaciones. Buriti-Bom es uno de esos claros en la maleza, un charco de agua pura entre los rápidos, donde, a pesar de las trepidaciones del mundo exterior, todo se conserva en un aire sonriente de calma y prosperidad. O por lo menos así parece al principio. Pero bajo la superficie, como de costumbre, corre la falla. Lalinha es la primera en dar el traspié, por inercia. Hace una larga cura de descanso, pero no completamente por su voluntad. Ha sido iõ Liodoro, el patriarca de la dinastía, quien la ha llevado a la hacienda, para tenerla aparte hasta que Irvino vuelva a reclamarla. Pero la espera de Irvino se prolonga indefinidamente y se hace absurda. Lalinha ya no lo quiere y no le importa no volver a verlo. Los exorcismos y las hechicerías de varios adivinos ambulantes son inútiles. Lalinha siente que es una impostora. Sin embargo, no se atreve a irse. Iõ Liodoro, viudo desde hace muchos años —tiene mujeres en todo el campo de los alrededores—, ejerce en ella una extraña influencia. Lalinha no podrá vivir eternamente sin un hombre. Hay una atmósfera abrumadora en la casa. El agua se va embarrando. Lalinha y Liodoro se reúnen por las noches en la sala, solos mientras duermen los demás, y suspiran, en extensos pasajes de gran lirismo y sensualidad, hablando de un amor que no puede ser consumado. Por allí anda también Gloria, esperando a Manuel, un médico joven que recorre el campo en un jeep, vacunando ganado. Manuel sueña con ella. En su imaginación Buriti-Bom es el centro del mundo, el puerto del viajero. Ha dejado allí a su amor y con él, su imagen que perdura un tiempo en la casa y luego se desvanece. ¡Hace mucho que te fuiste, Manuel! Entretanto, Gloria se ha lanzado a un amorío ardiente con un hacendado vecino, un «amigo de la familia», el libidinoso Gualberto Gaspar, cuya esposa se ha vuelto loca. A Gloria tampoco la espera el paraíso... Un símbolo de las arenas movedizas que amenazan con tragarse a la familia es el enigmático Zequiel, que vive aterrado en un molino abandonado en el límite de la propiedad, donde comienza la noche. Es un vagabundo, como el viejo Camilo, arrojado por la marea, que lo persigue. Durante años ha estado durmiendo con un ojo abierto, con un temor paranoico de algún enemigo desconocido, escuchando los siniestros estertores del sertão. Camina como un sonámbulo entre pesadillas, oráculo que encarna los terrores que ocultan las sombras. Un graznido, la sacudida de una rama, un aleteo, una agitación en el pantano, el chirrido de un insecto, el susurro de un merodeador, todo forma parte pavorosa de esa noche inmensa que él define como «lo que no cabe en el día». Son palabras que describen apropiadamente la totalidad de Corpo de baile, donde parpadean los ojos en las tinieblas. Lo que ven no son imágenes de este mundo. Pertenecen a otro orden, donde un arroyo burbujeante que se seca de pronto en plena noche, dejando un silencio extraño en el aire, se vuelve un acontecimiento metafísico que alarma a los sentidos y despierta a los durmientes al vacío del espacio. Los perros ladran, los caballos piafan y el corazón deja de latir a la expectativa.
       Y llegamos a Grande sertão: veredas, la suma de Guimarães Rosa, gregaria y bulliciosa epopeya del sertão y al mismo tiempo un «testamento» espiritual, como él la llama, de una riqueza y envergadura sin precedentes en la novela brasileña.
       Grande sertão es más que un mundo: un cosmos. Abarca todos los puntos de la brújula para convertirse en una experiencia que compromete íntegramente al lector. Lo mismo le pasó a Guimarães Rosa. Puso en él todo lo que tenía. Las situaciones, psíquicas, sentimentales, imaginativas, agotan la gama de lo posible. Los que buscan el significado social lo encontrarán aquí también, debidamente subordinado a la trama, en síntesis sutil con lo demás. La intensidad no sacrifica la amplitud. Grande sertão cubre vastas extensiones geográficas. Incluso tiende a desparramarse y a divagar. Pero rota en torno a un eje seguro: el protagonista, Riobaldo, alias Tatarana, o Luciérnaga, exjagunço y ahora, como tantos otros personajes de Guimarães Rosa, fazendeiro bien asentado que recuerda sus aventuras a comienzos del siglo con su cuadrilla armada, al mando de varios jefes, en beneficio de un oyente anónimo. La vida de Riobaldo ha sido de la carne y del espíritu.
       Como de costumbre, Grande sertão puede haber nacido de uno de esos encuentros casuales en la calle que tanto complacen al autor y que a veces llevan a descubrimientos extraordinarios. Cierta vez que viajaba en un taxi en Río de Janeiro reconoció en el conductor a un exvaquero que resultó ser natural de su región. No tardaron en hacerse amigos. «Le pagué unos tragos, y el tiempo que se tomó —nos dice Guimarães Rosa—, y nos sentamos y pasamos la noche charlando». Fue una experiencia eufórica. Guimarães Rosa hizo que el hombre le contara su vida mientras él, con los ojos brillantes, tomaba notas. Lo mismo podría estar haciendo el oyente en Grande sertão. Como en las novelas de Conrad, una voz narrativa (el protagonista) dialoga con otra (el autor). La historia tarda en encontrar su cauce, pero una vez que arranca se vuelve un verdadero torrente —no hay capítulos— que combina el monólogo confesional y la picaresca, es a la vez cómica, paródica, efusiva, estrafalaria, con elementos de romance medieval y sátira quijotesca. Pero la hebra de angustioso autoanálisis que atraviesa el libro como el ombligo que lleva a la matriz está en la gran tradición de la novela rusa y alemana. La estructura es circular. El viaje a través del espacio y el tiempo termina donde comienza, en el presente psíquico, una sustancia mental en constante evolución que se va profundizando interiormente a medida que nos absorbe.
       Los jagunços eran gente diversa, huidos de la justicia la mayor parte de ellos, forajidos, mercenarios, campesinos desplazados a sueldo, bandeirantescazadores de esclavos, soldados de fortuna comparables a los samuráis del Japón o los condottieri de Italia. Eran ferozmente independientes, individualistas contra viento y marea, amigos leales, enemigos temibles, que luchaban bajo diferentes caudillos políticos y caciques locales y vivían del pillaje, el rapto y la destrucción. Se daban guerra entre ellos, entrematándose y de paso saqueando la región. Alguna vez constituían una fuerza civilizadora, si los dirigía un hombre de visión. Hay en sus vidas una especie de dualidad que encarna Riobaldo: una aspiración a grandes cosas, a proezas y gloriosas hazañas, junto con una inclinación irresistible a la abyección, el crimen y la barbarie. En ellos chocan las contradicciones elementales de una tierra primitiva en formación. Las grandes figuras semilegendarias de ilustres y valientes caudillos pasan por Grande sertão: veteranos honorables como Zé Bebelo, Joca Ramiro y Medeiro Vaz, y también traidores proverbiales como el maquiavélico Hermógenes.
       La morada del jagunço, como la del gaucho, es la llanura; está en marcha día y noche, y duerme, ama y muere donde puede. Tal es la historia de Riobaldo, a quien han atraído a la profesión su amor y admiración por la misteriosa Diadorim, que es menos una persona que un símbolo de todo lo elusivo en el destino del hombre. Diadorim, que le inspira a Riobaldo una pasión aparentemente homosexual ocultándole su verdadera identidad, es una mujer disfrazada de hombre. Se parece a la muchacha de la vieja leyenda española que llevaba cota y malla y combatía con los moros para vengar la muerte de su padre. Ésa es precisamente la situación de Diadorim. Persigue al sangriento Hermógenes, el asesino de su padre. Hay pureza y constancia en su apasionada dedicación a un propósito que tarda en cumplirse. Para Riobaldo, Diadorim representa la voluntad exaltada consagrada a una alta finalidad. Pero Diadorim es más que eso. El hecho de que Riobaldo pase años a su lado, bajo su tenebroso influjo, sin sospechar su verdadero sexo, hasta que la muerte lo revela, es una señal de lo eternamente inescrutable que está más allá de las apariencias cotidianas. Si la andrógina Diadorim parece una anomalía en el orden de las cosas, sólo es una manifestación de lo epiceno en la vida, de la ambivalencia que se halla en la raíz de toda experiencia humana. Ella y su archienemigo, el malvado Hermógenes, al parecer polos opuestos, son probablemente dos aspectos de una unidad.
       Además de revelar una trama oculta, la historia se encuadra dentro del recuerdo. Riobaldo, desde el retiro y la estabilidad conyugal, lejos de las contiendas y las refriegas, hace el inventario. Ha llegado el momento de tratar de resolver las cosas, de desembuchar.
       En la vida de Riobaldo hay muchas cosas que siguen siendo impenetrables y desconcertantes para él. Parece haberse confabulado con fuerzas misteriosas que a veces lo favorecían, a veces lo derrotaban, pero lo eludían siempre. ¡Qué diablos! ¡La vida es así! Quita con una mano lo que da con la otra. Un hombre nunca sabe dónde está. Así, Riobaldo fue siempre un señor jagunço de armas tomar. Defendía lo suyo, ¡y a mucha honra! Alguna vez se balanceó al borde del precipicio. Pero, de un modo u otro, siempre salía del aprieto. Y no sólo, a su modo de ver, porque tenía buena suerte. Debía haber algún otro factor oscuro que actuaba en su favor. ¡Problema espinoso! Pero cree que ha dado con la solución: un pacto secreto con el demonio. Recuerda las innumerables ocasiones en que ha visto al Maligno girando en medio del torbellino en la llanura polvorienta. Una de esas veces llegaron a un acuerdo, una alianza. Hubo un encuentro místico en una noche sin estrellas. Lo vemos a Riobaldo en el abrazo ardiente de Satán. Después, habitado por las fuerzas de la supervivencia del sertão, que no se distinguen de la posesión diabólica, Riobaldo es invencible. Cabalga triunfante, como una antorcha humana, ascendiendo de grado entre los suyos, hasta llegar a ser uno de los capos de su región. Pero un día, por alguna razón incomprensible, pliega su bandera y se retira. Desde entonces no entiende nada.
       El mundo es un loquero, dice Riobaldo, nada tiene sentido y el hombre nunca conocerá las verdaderas razones de sus actos, por mucho que se rompa la cabeza para comprender. La vida es así, ¡qué se le va a hacer! Las cosas pasan y se van. Es como tratar de agarrar al diablo por la cola. Retrospectivamente, todo le parece ahora casi irreal. «Un sueño y se acabó.» Tal vez el hombre es una criatura salida del infierno y no tiene más remedio que unirse a las hordas de Satán. Sin embargo, parece actuar por su libre albedrío. ¿Quién devana esa madeja? Riobaldo percibe que la dialéctica exterior que mantiene al hombre oscilando entre el bien y el mal es en realidad un péndulo interno. El que se siente atrapado por las circunstancias es un prisionero de su propia naturaleza. Riobaldo se da cuenta que su pacto con el diablo no ha sido ni más ni menos que su tentativa de reconciliarse con las fuerzas contradictorias que lleva dentro.
       Así el sertão, la llanura de la vida, la tierra de los valientes, entra en el reino de la alegoría. Quienes lo cruzan en busca de significados, siguiendo las líneas de su destino, van camino de sí mismos. El primero y principal entre ellos es Riobaldo. Ha sido un francotirador que disparaba contra todos los blancos, con la esperanza de acertar tarde o temprano. Aun cuando parecía ir a la deriva, lo guiaba una mano invisible: la propia. Las paradas a lo largo del camino —las veredas, esos bosquecillos de palmeras en las cañadas— eran etapas interiores. En cada una, como una promesa renovada, encontraba su imagen, su identidad. Se hacía elegir eligiéndose. Comprende todo eso ahora. «Cada uno tiene su camino estrictamente privado que seguir, sólo que generalmente no sabe cómo encontrarlo... Pero está ahí de todos modos... Tiene que estar. O la vida no sería más que la estúpida confusión que es. Cada día, en cada momento, sólo hay un acto justo y correcto para nosotros. Está oculto, pero igual está. Todo lo demás... sería falso.» Esta percepción lleva a Riobaldo más allá de Dios y del diablo, a una sentencia existencial: «Yo hice mi propia desgracia». No hay diablo sino infierno interior, concluye Riobaldo. El pacto del hombre es con las fuerzas desconocidas de él mismo. En la lucha con estas fuerzas asume su destino.
       Grande sertão es un coloso, intrincado, imperfecto. La convención del autor que escucha a un narrador a veces obstaculiza la acción. Riobaldo es un gran raconteur. No necesita un auditorio explícito. Pero aquí se abre otra trampa: Riobaldo se conmueve con su historia hasta el arrebato. Es un improvisador tan verboso que cansa. A pesar de la acción y el movimiento constantes, la tumultuosa abundancia de detalles y la estructura circular hacen que muchas páginas parezcan estáticas. En seguida, está la cuestión de Diadorim, quien, a diferencia de los otros personajes, todos retratos vivientes, plenamente trazados —con excepción tal vez de las mujeres, menos individualizadas; en general tienden a ser figuras bastante convencionales—, nunca toma cuerpo. Es un personaje etéreo, salido de la leyenda y el romance, y muy bien enfocado como tal, pero la ilusión se disipa cada vez que choca con las duras realidades de la novela psicológica. La fusión imperfecta deja hilos sueltos. El hecho, por ejemplo, de que Riobaldo pueda seguir ignorando el sexo de Diadorim durante años de vida común parece imposible en el mudo real y no convence del todo como parábola. La incongruencia queda irresuelta. Hay además un elemento de fatiga hacia el final de la obra. Las últimas doscientas páginas se hacen largas y declinan en interés. Y se abre un espacio deshabitado: desde que Riobaldo abandona su carrera como jagunço hasta que emprende su relato han pasado años, que el autor despacha en un par de párrafos.
       Pero la sustancia de la obra permanece intacta. Hay movimiento hasta en los momentos de inmovilidad. Lo que no disminuye nunca es su calidad humana. La superficie brilla porque está iluminada por dentro, y vive porque refleja siempre un más allá. Hay una sensación constante de evolución espiritual. Y eso es lo que importa. En Riobaldo está en juego no sólo una vida, sino también una metafísica. En un juicio entablado en la llanura abierta por los jagunços, en el que cada opinión es una sentencia, las voces humanas son ecos de algo más grande que el hombre. En un melancólico rebaño de cebúes adormecidos que vagan por una pradera bajo el peso de alguna pena ancestral se encierra todo el dolor y la angustia del hombre desgarrado entre sus impulsos suicidas y su eterno anhelo de una inmortalidad olvidada.
       El «germen metafísico» en Guimarães Rosa es tal vez esa encrucijada que hay en cada hombre donde la muerte que destruye se encuentra con la vida que perdura. Es la semilla que contiene ambos impulsos, el punto donde se para con un pie en este mundo y el otro en el próximo.
       Tal, en síntesis, podría ser el sentido de Primeiras estórias, obra particularmente intrigante, toda lenguas de fuego, fulgores de un momento. En ellas arde el sertão, pero ya no tanto su presencia física como su fantasma. Primeiras estórias es pura esencia. El «germen metafísico» está al desnudo. Habita cuentos muy breves, esquemáticos, que apenas lo contienen. Se desenvuelven en un plano casi subliminal, en las octavas más bajas de la voz. Pero la visión es más inmediata, más íntima que antes. Hay un borde, que es un umbral, al que nos asomamos sin aliento. Guimarães Rosa nos ha precedido, de ida y de vuelta. Nos dice que Primeiras estórias siguió a un roce con la muerte que tuvo en 1958. Nos habla de un mal circulatorio, relacionado con el «metabolismo de la sangre», una crisis que produjo un cambio en él, le nació una nueva actitud. «Yo mismo no puedo decir lo que pasó exactamente. Fue algo que sentí. Una nueva manera de sentir...» Era un hombre que había estado del lado de las sombras y volvía con los ojos puestos en la otra orilla.
       «A terceira margem do rio» es el título de uno de los cuentos, y el lugar en donde están situados todos. Algunos son como fábulas destiladas... Un niño de padres desconocidos retrocede en un reflujo de matices impresionistas en busca de una identidad perdida... Un viejo, Sorôco, vive enajenado no sólo de sus antepasados, sino también de sus descendientes. La historia se basa en un incidente que el autor recuerda de su infancia. Un anciano, carnicero de profesión, barbudo y harapiento, había ido a la estación a despedir a su hija loca, que iba camino del asilo. En el cuento la situación de Sorôco es doblemente penosa. Despide a su hija, y también a su madre. Desvariados los tres, visten trajes de fiesta para la fúnebre ocasión. Cuando arranca el tren, las dos mujeres —en un vagón con barrotes— cantan con voces siniestras que se difunden como un contagio por el vecindario, agitando todas las lenguas de la aldea, que pronto se unen al canto, hasta que el aire resuena como una gran campana. Es la desgracia común elevándose en una angustiosa discordancia bajo la cual hay una extraña armonía. Porque la tercera orilla del río —¿la locura?, ¿la muerte?— es la tierra añorada por los mortales. Allí los ahogados respiran, los apagados se encienden, los perdidos se encuentran, los vivos se reconcilian con los muertos. Para llegar allí sólo se necesita rasgar el velo, o dar el traspié. Así sucede que un buen padre de familia se lanza un día a la deriva en una balsa, abandonando a parientes y amigos para convertirse en un vagabundo del río. Se va sin mirar atrás, víctima de un súbito impulso, y nada puede retenerlo. Tal vez en esta vida de dolorosos vínculos sea más fácil separarse para siempre de los que se ama que vivir eternamente en sus cadenas. Por años, olvidado del mundo, navega corriente arriba, corriente abajo, sin más que una fogata para calentarse por la noche y viviendo de limosnas. Andando el tiempo muere su esposa, se casa y se muda su hija y queda sólo su hijo para llorarlo. El niño crece y se hace hombre y envejece. Su padre sigue atento al viejo llamado que ahora, heredando el anhelo, escucha el hijo también. Reemplazaría a su padre en el bote si pudiera. Pierde una oportunidad cuando el anciano, o su espectro, se le aparece en una curva del río, con los brazos en alto para saludarlo, y le hace señas desde el otro lado, pegándole tal susto que se acobarda y huye. Pero luego lamenta haberse echado atrás en vez de embarcarse, y pide que lo envíen río abajo cuando muera.
       Desde que despegó de la orilla en Primeiras estórias, Guimarães Rosa ha seguido como un fantasma al timón. Ahora trabaja en una serie de estampas —escribe dos al mes— que publica en una revista de medicina de gran circulación en el campo, incluso en zonas donde no llegan otras revistas ni diarios. El arreglo le viene bien. Le favorece el bolsillo, dice, y también la reputación. Además, le impone una excelente disciplina. Los relatos deben ser breves, trámites a corto plazo, sondeos de un máximo de dos páginas, de modo que cuenta cada palabra. «El control es siempre bueno. Lo mantiene a uno despierto y obliga a encontrar nuevos recursos.» También requiere «muchas vitaminas», dice con el brío del hombre que ha muerto y renacido.



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