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martes, 29 de diciembre de 2009

Burt Lancaster / John Cheever / El nadador



Burt Lancaster / John Cheever
EL NADADOR
Por Daniel Dominguez
20 de octubre de 2009

Debía tener unos catorce años cuando vi El nadador (1968) de Frank Perry un mes de agosto en el cine Yut (de Tui, claro). En la calificación moral que colgaban en la iglesia de San Francisco la señalaban como "gravemente peligrosa". Como casi nadie iba al cine en esas fechas y ejercía de portero un vecino de la parroquia, pude entrar a pesar de que era para mayores de 18. Fue toda una experiencia. Era una película diferente por lo que contaba y por el modo de contarla, en fin, contaba algo completamente distinto a las películas que yo había visto. Fue una experiencia perturbadora, pero no por las razones que yo imaginaba antes de entrar en el cine.


Janet Landgard (Julie Ann) y
Burt Lancaster (Ned Merryl) en 
El nadador

Yo esperaba sexo y lo que me encontré fue una de las odiseas mas desoladoras que se hayan contado nunca en el cine. Aquella travesía de Burt Lancaster de piscina en piscina representaba un purgatorio de los sueños, un despeñadero de la inocencia y un viaje al corazón de las tinieblas. Una jornada que cifraba la epifanía de toda una vida. Nunca olvidaré el cuerpo aterido ¡de Burt Lancaster! bajo la lluvia, junto las puertas de su hogar abandonado tras haber remontado el río (de piscinas) para alcanzar las ruinas de la inocencia.


Un viaje casi alucinatorio hasta las nacientes de la condición humana. La derrota de una demolición. Pasé días candentes de aquel agosto dándole vueltas a lo que había visto y me vi cuarenta años después, o sea, ahora, en la piel de Burt Lancaster, temblando entre sueños rotos, solo, abandonado por todos. A la intemperie.

Y por primera vez sentí miedo del futuro. Yo, que tanto deseaba ser mayor, me asusté de lo que me esperaba si... En ese si se encerraban tantas preguntas y tantas posibilidades que empecé a sudar... frío, en pleno agosto. Y escribí y escribí en una libreta para conjurar las tinieblas, para iluminar la oscuridad, para detener la máquina del tiempo. Esa libreta desapareció. Y sólo hace unos años, aquí, durante un paseo con Ángeles le confesé el desasosiego con que El nadador me había colmado aquel verano.


John Cheever en El nadador de Frank Perry

Cuando leí El nadador de John Cheever, el relato -apenas 17 páginas. traducido por José Luis López Muñoz y editado por Magisterio Español en 1967- del que se nutre la película y que adaptó Eleanor Perry -la mujer del director-, tenía dieciocho años, no sabía quién era John Cheever y había comprado el libro por el título (porque era el de aquella película imborrable), y la experiencia de la película se multiplicó, se expandió y se enriqueció. El relato hacía vibrar otras cuerdas, encontraba otras resonancias, asomaban por las rendijas otras visiones que perdían la cualidad alucinatoria de la película, pero cobraban una dimensión fronteriza con la desesperación y Ned Merryl la orfandad de un niño desvalido que ya nunca podrá regresar a casa. Y sobre todo, Cheever me descubría una manera de escribir que yo no había conocido hasta ese momento. Cheever no se parecía a nada de lo que hubiera leído. Sólo se parecía al desasosiego que yo había vivido aquel agosto de 1970. Había publicado El nadador el 18 de julio (vaya fecha) de 1964 en The New Yorker, justo cuando aquí se celebraban los infaustos 25 años de paz (un eufemismo de cunetas, paredones, exilio, miedo y silencio, o sea, de dictadura).


John Cheever

Durante muchos años, El nadador se quedó ahí, en algún rincón íntimo y recóndito. Nunca volví a hablar de la película. Nunca volví a verla. Un día, creo que fue Cheché Carmona, cuando trabajábamos juntos escribiendo una serie, quien me dijo que le había gustado El nadador. Entonces me atreví a verla otra vez. Y ahí estaba Burt Lancaster encarnando a Ned Merryl, atrapado en un delirio de pureza, encastillado en algún confín perdido de su memoria, bajando la colina de piscina en piscina bajo las cuales corre un río subterráneo de alcohol y fracaso; y Janice Rule -a la que Merryl arruinó la vida- que le pone delante el espejo donde cobran vida los fantasmas de los que no sabía que huía, cuando llega el crepúsculo y se enturbian las aguas del pasado. Casi resulta irónico a la luz de El nadadorque Janice Rule acabe estudiando psicoanálisis y abra consulta en Nueva York. ¿Cómo no recordar aquello que había dicho Orson Welles a propósito de la izquierda de Hollywood que había traicionado sus ideales durante la caza de brujas por conservar las piscinas? ¿O aquello de Scott Fitgerald: no hay segundos actos en las vidas americanas? ¿Y cómo no ver ese río de piscinas como una ciénaga moral? Una película que, aun con ciertos lastres simbólicos y oníricos sesenteros, se mantiene viva gracias a la creación de Burt Lancaster encarnando al nadador y al poderío germinal de la historia (y de la metáfora) de Cheever sobre la expulsión del paraíso y el exilio irremediable.


Burt Lancaster y Janice Rule (Shirley)
en El nadador

¿Por qué le hablé a Ángeles de la experiencia que había vivido con El nadador? Porque ese día, 29 de mayo de 2004, un sábado, había leído en el Babelia un texto de Ray Loriga del que apunté este fragmento en una libreta que hoy, rebuscando entre cuadernos de notas, he vuelto a leer:

John Cheever se levantaba todas las mañanas muy temprano, se ponía un traje de tres piezas, cogía un maletín y llevaba a sus hijos a la parada del autobús en el Upper West Side de Manhattan. Después de despedir a los críos con la mano, volvía a entrar en su edificio, pero en lugar de subir a su piso, bajaba hasta un pequeño cuarto junto a las calderas en el que había puesto una mesita y, sobre ésta, su máquina de escribir. Una vez allí, se quitaba el traje y escribía en calzoncillos, el calor de las calderas así lo exigía, hasta que los niños volvían del colegio. Entonces se vestía de nuevo, agarraba su maletín vacío e iba a la parada del autobús a recogerlos. Día tras día, Cheever fingía tener un empleo y una oficina y una posición que no tenía. Le avergonzaba confesarles a sus hijos que en realidad no era más que un escritor.

Me conmovió. En sus Diarios -otra experiencia abrasiva, ese agujero negro de rara hermosura, según Rodrigo Fresán-, Cheever da cuenta de la génesis de El nadador, pero en otro lugar explicó que había empleado 150 páginas de apuntes para 15 páginas de cuento y tardó dos meses en ponerle punto y final. Representó una experiencia terrible y tardó mucho tiempo en volver a escribir otro cuento. Eso también me conmovió. Cheever estaba convencido de que en el momento exacto de la muerte, uno se cuenta a sí mismo un cuento y no una novela. Un cuento como El nadador, por ejemplo.


John Cheever

Unos meses antes de morir, en 1982, John Cheever recibió la National Medal for Literature en el Carnegie Hall de Nueva York. Estaba muy enfermo y calvo por el tratamiento contra el cáncer, y se apoyaba en un bastón. Y habló, aún con voz clara y fuerte:

Una página de buena prosa es aquella donde uno puede oír la lluvia. Una página de buena prosa es aquella donde escuchamos el rugido de una batalla. Una página de buena prosa tiene el poder de hacernos reír. Una página de buena prosa me parece a mí el diálogo más serio que pueden llegar a tener las personas bien informadas e inteligentes a la hora de mantener ardiendo pacíficamente los fuegos de este planeta.

Y acabó con la definición de literatura que un día había formulado Jean Cocteau: La literatura es una forma de la memoria que no recordamos. 

Siempre me pregunté si alguna vez, después de todo, John Cheever habría conocido la redención de la vergüenza. O si fue más fuerte que él. La vergüenza.









lunes, 28 de diciembre de 2009

Francis Coppola / Un corazón en tinieblas





Francis Coppola
UN CORAZÓN EN TINIEBLAS
Por Daniel Dominguez
1 de noviembre de 2009

Si le hubieran quedado ganas de arruinarse por tercera vez, Moby Dick hubiera sido un proyecto a la altura de la ambición de Coppola. Hubiera sido la adaptación definitiva de Melville. Y durante el rodaje, Coppola se convertiría en Ahab para estar también al nivel de la locura que lleva aparejada semejante película. Cuando Coppola era Coppola. El Coppola que ya se había convertido en Kurtz durante el rodaje de Apocalypse now.


Coppola presentó Apocalypse now en la rueda de prensa -más emocionante y abarrotada que se haya celebrado nunca- en el Festival de Cannes de 1979. Sus primeras palabras han pasado a la historia (del cine): Esta no es una película sobre Vietnam. Esta película es Vietnam. Una locura. Con estas palabras empieza Hearts of Darkness. A Filmmaker's Apocalypse (1991), que se pudo ver en televisión (¿en Documentos TV?) en los primeros años noventa, un documental sobre el rodaje de Apocalyse now. Lo proyectábamos cada año en la EIS de A Coruña como uno de los documentales canónicos. Hearts of Darknesscuenta cómo Coppola se convirtió en Kurtz.


El martes pasado les hablé a los alumnos del máster de producción de este apasionante documento sobre el rodaje de una película legendaria, o mejor, de un documento sobre la creación de una obra excesiva -desde cualquier punto de vista-, tan excesiva que en su producción reventaron las costuras de la (mínima) racionalidad que requiere un proyecto humano colectivo. Hasta el punto en que el proceso de hacer Apocalypse now se convirtió en algo muy parecido a lo que la película contaba. Hasta alcanzar las fronteras del delirio en que Coppola y Kurtz no eran sino dos máscaras del mismo personaje concebido por Joseph Conrad.


Hace unos quince años desde la última vez que la vi (creo que si la buscáis podéis encontrar cómo bajarla en alguna web). Pero cómo olvidar aquellos ensayos (rodados) de la primera escena de Apocalypse now en los que Martin Sheen pierde la cabeza y a punto está de romperse la mano enfrentado a su imagen en el espejo; o cuando la pierde Coppola, asediado por las deudas y habiendo hipotecado cuanto tenía, y tira los cuatro oscars que había ganado (Padrino I y Padrino II) por la ventana; o cuando el director contempla, perplejo, cómo los helicópteros del ejército filipino se van a combatir a la guerrilla comunista dejándole empantanado el rodaje del ataque a la aldea vietnamita; o cuando escribe al tiempo que ensaya con el actor una de las escenas en la lancha que remonta el río en busca de Kurtz; o cuando llega Marlon Brando y descubre que no sólo no se ha leído el guión sino que ni siquiera se leyó El corazón de las tinieblas de Conrad. Y cuando Coppola ya ha perdido la cabeza y acude (o más bien lo llevan) a una ceremonia tribal donde quieren agasajarlo y encuentra la solución de guión y de puesta en escena para la secuencia final de la película.


Buena parte del material de Hearts of Darkness procede de lo que rodó Eleanor Coppola con una cámara de 16 mm. La propia mujer del cineasta publicará un diario del rodaje deApocalypse now titulado Con el corazón en tinieblas, un libro que yo leí recién traducido por Pepe Coira bastantes años antes de que se publicara aquí (lamentablemente con otra traducción). Una de las anotaciones de Eleanor Coppola cifra lo que representó aquel rodaje para quienes lo vivieron:

4 de septiembre, Pagsanján

Estuve hablando con Jerry. Me dijo que al parecer todos los que participan en la producción están sufriendo algún tipo de transición personal, algún “viaje” en su vida. Todos los que han venido a Filipinas parecen estar pasando por algo que les afecta profundamente, cambiando su perspectiva del mundo o de ellos mismos, mientras que supuestamente lo mismo le está sucediendo a Willard en la película. Definitivamente, algo nos está ocurriendo a mí y a Francis.


El valor de Hearts of Darkness cuyos créditos de dirección comparten Eleanor Coppola, Fax Bahr y George Hickenlooper, radica en el grado de intimidad con que documenta un rodaje que se desarrollaba al borde de la catástrofe financiera, en medio del caos creativo y donde no faltaron tampoco las catástrofes naturales. Pocas veces se ha mostrado Coppola tan extrovertido, arrastrado quizá por la situación desesperada en que se veía inmerso. Pocas veces nos es dado asistir a la deriva de un hombre que va perdiendo los hilos que lo sujetan a la realidad. Pocas veces podemos asistir a la pasión devoradora de crear una película y el precio que Coppola se arriesgó a pagar.


La mayoría de los making of me aburren. El único que logró conmoverme fue el que tiene por objeto Saraband, el testamento fílmico de Ingmar Bergman. Quizá porque documenta el último trabajo de uno de los grandes maestros del cine. Porque representa el adiós de un cineasta al que le debemos algunas de las más profundas y desgarradoras catas en el corazón humano. Hearts of Darkness documenta el rodaje de Apocaypse now, pero no es un making of. Si Heart of Darkness alcanza el rango de cine (documental), no es porque trate de una película, sino porque trata de un hombre: trata de Coppola sí, pero, sobre todo, trata de un corazón en tinieblas.






domingo, 27 de diciembre de 2009

Luchino Visconti / La herida






Luchino Visconti
LA HERIDA
Por Daniel Dominguez
6 de noviembre de 2009

Es imposible contar el neorrealismo sin Luchino Visconti. Con frecuencia se amojona a partir de su Ossessione (1942), una película que nació de la lectura de El cartero siempre llama dos veces de James M. Cain, un libro que le había facilitado Jean Renoir de quien había sido ayudante de dirección,




una película sobre la pasión obsesiva, eros thanatos, en los suburbios donde se han borrado (intencionadamente) todo pintoresquismo.


Luchino Visconti
Rodaje de Ossessione


Tragedia y periferia constituyen una encrucijada productiva del cine de Luchino Visconti. Y no podemos transitar el neorrealismo sin toparnos con una de sus piedras miliares: La terra trema (1948),





una película financiada con fondos del PCI y joyas de la madre del cineasta (toda una síntesis histórica), rodada en escenarios naturales de Sicilia, con actores no profesionales y a partir de improvisaciones trabajadas con los mismos intérpretes, incluso algunas escenas fueron rodadas con sonido directo y se renunció al italiano por el dialecto catanés: una estética de la contigüidad con el mundo referencial -una de las señas de identidad del neorrealismo- y una actitud de rechazo ante una manera de hacer cine -otra de esas señas-.


Luchino Visconti y Aldo Graziati
Rodaje de La terra trema



Eso sí, no-actores filmados con trabajadísimos y pensadísimos encuadres, y distribuidos en composiciones casi operísticas (otro de los caminos que confluyen en la encrucijada-matriz viscontiana), hasta el punto de que la crónica documental de una lucha social contra la explotación deviene épica, nada que ver con la urgencia, inmediatez y ligereza de los apuntes de Paisá (Rossellini, 1946) que constataban la fractura entre el personaje y el paisaje. La terra trema representa el final de la primera etapa del neorrealismo.





Cinco años después, Visconti rodará Bellísima que constituye la defunción (o metamorfosis, según se mire) de la poética neorrealista, cuyas rupturas -quién puede dudarlo- siguen alentando lo mejor de cine de ahora mismo. El neorrealismo imaginó un cine que rescindiera su contrato con la fábrica de sueños, un cine crítico que descontaminara la mirada de filtros ilusorios. Bellísima documenta la ilusión que vertebra la realidad y la ficción que permea la vida sin remedio.





En los orígenes y en las quiebras del neorrealismo italiano encontramos a Visconti y a Rossellini (y a Fellini) como derivas que aún alimentan la modernidad cinematográfica. Y en 1960, Visconti inventó el cine como novela. Le bastó filmar Rocco y sus hermanos.



Y puestos a contarlo todo, tampoco yo puedo contarme sin Visconti. Hace treinta años Visconti ocupaba un lugar de privilegio en mi altar cinéfilo. Hasta acabar arrinconado en los desvanes de la memoria por razones que resultaría penoso desgranar aquí, hasta el punto en que no podría siquiera elucidar qué era lo que me fascinaba de La caída de los dioses oEl inocente, tanto me irrita el uso perezoso del zoom que condicionaba toda la puesta en escena de sus últimos filmes. Perduran aún de Visconti el Burt Lancaster de El Gatopardo, algunos momentos de Muerte en Venecia y los filmes que balizaron el neorrealismo italiano. Y no es poco. Basta pensar que en Rocco y sus hermanos cuaja no sólo la novela fílmica (y familiar) sino también el (mejor) melodrama episódico (o seriado) de los últimos cincuenta años. Del crisol de Rocco y sus hermanos derivan Secretos y mentiras (1995) de Mike Leigh, Celebración (1998) de Thomas Vinterberg, Afliction (1998) de Paul Schrader, Yi yi (2000) de Edward Yang, La mejor juventud (2003) de Marco Tullio Giordana, la trilogía de El Padrino y Los Soprano, por citar obras de diferentes procedencias, duraciones, facturas, tipologías y tonalidades.


Rodaje de Rocco y sus hermanos


Rocco y sus hermanos cuenta la historia de una familia (matriarcal) del sur (agrícola y precapitalista) que emigra al norte (industrial y capitalista) en la Italia del desarrollismo de los últimos años 50 del siglo pasado, en una película que conjuga Historia y realismo crítico a través de una trama que vertebra una pasión trágica que deriva en un odio fratricida y en la quiebra del universo protector urdido por las ataduras de la sangre: la raíces se pudren, las filiaciones se descomponen y las almas se pierden, ya sólo queda la tibia esperanza de quien se aferra a las luces turbias del progreso (donde el brillo de los escaparates se contempla como promesa, la nieve que cae como posibilidad de trabajo y la fábrica como escenario de la toma de conciencia), y el horizonte remoto de un retorno a los orígenes cuando el mundo sea más justo, más humano.


Suso Cecchi d'Amico bromea
con Franco Cristaldi y Marcello Mastroianni


La guionista Suso Cecchi d'Amico escribió durante un año el guión de Rocco y sus hermanos en el que inicialmente participaron, además de ella misma y Visconti, Pasquale Festa Campanile, Massimo Franciosa, Enrico Medoli y Vasco Pratolini. Aunque no se adapta ningún material literario previo, Visconti se inspiró en Dostoievski, Verga y Mann, entre otros, que alimentan la tradición novelística que reelabora Rocco y sus hermanos en el marco histórico concreto en que se desarrolla. El guión estructura la novela familiar en cinco episodios, cada uno de ellos referido a uno de los hermanos que llegan desde el sur hasta Milán: Vicenzo, Simone, Rocco, Ciro y Luca. Un Milán pintado con luces sombrías y negruras grises de la paleta de Giuseppe Rotunno. El título de los episodios no lleva aparejado ni una voz narrativa particular ni siquiera un mayor protagonismo del hermano que da título a cada capítulo de la película. El nucleo dramático se articula en torno al triángulo formado por Simone, Rocco y Nadia, una pasión obsesiva que atravesará a la familia con tensiones desgarradoras. Visconti revisó el guión y acentuó el tono dramático de algunas escenas hasta la exaltación patética de porte operístico, como en la escena en que Simone vuelve a casa tras asesinar a Nadia: si no se contempla como un momento de arrebato, de descarga emocional, de clímax operístico, parecerá una impostación, un exceso patético que deviene efecto paródico. Exasperación, aspaviento y desmesura, por supuesto, y una puesta en escena abrupta que combina planos de conjunto febriles con primeros planos dolientes como arañazos. Pero además, qué sería del melodrama sin los excesos, qué sería de la novela familiar sin los gritos y los desgarros, qué sería del teatro de la memoria de mi infancia sin ese clamor donde se amasa la culpa, la aflicción, los secretos, las mentiras y el llanto desesperado de las voces distantes. Como en Rocco y sus hermanos.





Pasión obsesiva en clave operística enhebrada en el presente histórico, a través de una historia familiar sometida a las fuerzas centrífugas de un mundo que borra la memoria mediante la idealización del pasado (la tierra) y la ilusión del futuro (el progreso): he ahí las claves de Rocco y sus hermanos. Cada hermano experimenta una quiebra íntima en el curso de las tensiones disgregadoras que fracturan la familia, en la que la madre ya no resulta una garantía suficiente, ni una sutura para cada desgarro. Cada hermano representa una encarnación de arquetipos de la experiencia de la crisis de la cultura europea tras la 2ª guerra mundial, una crisis que revela la incapacidad misma del arte para dar cuenta del caos, de un mundo despedazado, de la que la novela ya no puede dar una imagen totalizadora como lo había hecho en el siglo XIX. Cuando Visconti inventa la novela fílmica en Rocco y sus hermanos, la forma, como la familia que retrata, está en trance de desaparición. Como los hermanos, lleva inscrita una herida fatal. Como la memoria misma. Ya nunca podremos volver a casa. La novela ya no resulta un refugio sino una elegía. Desde la herida.









sábado, 26 de diciembre de 2009

Ingmar Bergman / El cuarto oscuro


Ingmar Bergman
EL CUARTO OSCURO
Por Daniel Domínguez
16 de noviembre de 2009

Cuando Ingmar Bergman era un niño, su madre lo castigaba encerrándolo en el cuarto oscuro, donde un pequeño ogro le comería los dedos de los pies por haber sido malo. Para combatir el miedo y la oscuridad escondió allí una linterna. Cuando lo castigaban, encendía la linterna y proyectaba el cono de luz sobre el fondo del armario. E imaginaba que estaba en el cine. Entonces el cinematógrafo acudía en su ayuda y lo tranquilizaba. Así se llamará su productora, Cinematógraph, cinematografo. En ese cuarto oscuro, centro de gravedad de sus memorias -La linterna mágica-, se esconde la obra entera de Bergman: el castigo y la culpa, el miedo y la muerte, la luz y la oscuridad, los sueños y los fantasmas. Padres e hijos. Y la madre, la mujer, las mujeres. Y el cine. Como salvación, como vertedero y como espejo.


Creo que no existe una filmografía con tal grado de comunicación capilar con la vida de su autor como la de Bergman: Hay imágenes en movimiento con sonido y luz que nunca abandonan los proyectores del alma sino que siguen pasando y pasando toda la vida, como en una cinta sin fin, con la misma precisión, la misma nitidez objetiva. Es únicamente el propio conocimiento lo que va adentrándose, implacable e incesantemente, hacia la verdad. En el curso (del tiempo) de cincuenta películas, Ingmar Bergman puso en circulación obsesiones -el sexo, la muerte, el arte-, motivos temáticos -el doble, la máscara, la vida y su representación- y figuras de estilo -el rostro, la clausura (la insularidad), la confesión- que encarnan las preguntas cardinales y angustiosas del ser humano desde la noche de los tiempos, y la perplejidad ante los misterios de la existencia, ésos ante los que la razón y la fe se (de)muestran precarias por igual, y ante los que el cine -el arte- ensaya tentativas temblorosas de traducir el estremecimiento en el aquel de apresar la forma fugitiva de una revelación.


En Ingmar Bergman, el metteur en scène y el contador de historias devienen máscaras salvadoras que se convertirán en amuletos y herramientas para gobernar el torbellino, el caos, el furor que amenaza con aniquilarlo, arrastrado por el turbión en que se ha convertido su vida, mitad pesadilla, mitad arrebato. Basta pensar que no son sólo las películas -de las que era guionista y director, y no pocas veces también productor-, añadamos cien montajes teatrales, montajes operísticos, publicidad, programas de radio, televisión, matrimonios, divorcios, amantes, hijos, novelas, memorias y guiones. Como varias vidas en una. Vidas de un trabajo extenuante. Un incesante trabajo de puesta en escena para soportar el dolor de vivir. Y tantas veces para multiplicarlo. [La puesta en escena] -esa deformación profesional que me ha acompañado sin piedad toda la vida y que tantas veces ha robado o escindido mis más profundas vivencias.


La puesta en escena como terapia para la angustia: Me lanzo al ataque contra los demonios con un método que me ha funcionado bien en crisis anteriores: divido el día y la noche en unidades de tiempo determinadas y lleno cada una de ellas con una actividad o un momento de descanso establecidos de antemano. Sólo cumpliendo implacablemente mi programa, día y noche, puedo defender mi cerebro de unos dolores tan violentos que llegan a ser interesantes. En pocas palabras, recobro la costumbre de planificar minuciosamente mi vida y ponerla en escena.


Y el trabajo como fortaleza donde reina el orden, la precisión, la claridad: Como llevo dentro un constante tumulto que tengo que vigilar, siento angustia ante lo imprevisto, lo imprevisible. El ejercicio de mi profesión se convierte, por tanto, en una meticulosa administración de lo indecible. Transmito, organizo, ritualizo. (...) Yo no participo jamás en el drama, yo traduzco, concretizo. Y lo más importante: no hay sitio para mis propias complicaciones, excepto como llaves para abrir los secretos del texto o como impulsos controlados para estimular la creatividad del actor. (...) Un ensayo es una operación que se realiza en un local preparado para ese fin. Allí reina la autodisciplina, la limpieza, la luz y la calma.



Y cada película de Bergman denota el rigor de su construcción por más que remonte sus corrientes nerviosas hasta los centros neurálgicos de la culpa, el miedo, el odio, el amor o la vergüenza. Las películas de Bergman son ejercicios depurados de claridad diáfana por más que se alimenten de sentimientos turbios, de velados tormentos, de confusos deleites. Cada película de Bergman ilumina los corredores mal iluminados de la casa de la memoria, del magma de los afectos, de los quebrantos del tiempo: ...vivo continuamente en mi infancia, deambulo por los cuartos oscuros, paseo por las silenciosas calles de Uppsala, estoy delante de la casa de verano escuchando el inmenso abedul. Me desplazo en cuestión de segundos. En realidad vivo continuamente en mi sueño y hago visitas a la realidad. Las películas de Bergman son documentos de una puesta en escena cuyas raíces penetran hasta los más recónditos rincones de su alma, allí maduran como los buenos vinos, anidados en tiempo y sueños.


Por eso lleva toda la vida ver las películas de Ingmar Bergman, tanta vida se destila en sus fotogramas, tanta sinceridad, tanto cine en carne viva. Necesitamos que vayan calando en nosotros, que vayan alimentando la corriente subterránea, que vayan cultivando nuestra sensibilidad hasta que devienen una hermenéutica de nuestras entretelas, llave de nuestros secretos y una candela para transitar los corredores sombríos de nuestra candente intimidad. Las películas de Bergman esperan toda la vida. Basta que volvamos a ellas como quien regresa a la herida primordial. Y entonces ya no entendería uno el cine sin Bergman, ni la vida sin él.


Mi primera película de Ingmar Bergman fue El séptimo sello (1958). La programaron en el cine-club de Tui -y la proyectaron en el cine Yut- hace mucho tiempo, en 1972, el año en que conocí a Ángeles. En realidad estaba más pendiente de ella que de la película y hasta que volví a verla tan sólo quedaron jirones en mi memoria, como grabados que fijaran instantes de un sueño: la danza de la muerte, el caballero, la partida ajedrez en la playa, o sea, en la frontera del País de las Tinieblas (de eso trata El séptimo sello, de las fronteras del ser en un tiempo de frontera, la edad media).


Dos años después -el tiempo que tardó en estrenarse aquí- vi Gritos y susurros (1972) en el cine Odeón de Vigo. Esta vez tardé mucho en quitármela de la cabeza, se resistía a retirarse entre bastidores de la conciencia, era muy duro enfrentarse a lo que la película de Bergman me decía: ¿era eso la vida? ¿una agonía cruel y desesperada? ¿era eso...todo?


Gritos y susurros no ofrecía consuelo. A mis dieciocho años aún no entendía, no podía entender, aquella belleza desoladora y lacerante, aquella película que desarmaba todo lo que yo pensaba lo que era el cine, y que sin embargo me asediaba dolorosamente.


En 1984, cuando se estrenó aquí Fanny y Alexander (1982), ya había visto algunas películas fundamentales que me permitían apreciar el milagro de esa obra admirable, de esa maravilla de conjugación de registros, de esa orfebrería fílmica a base de materiales hibridados con una gracia insólita: un juego de espejos entre el teatro y el cine, arte y religión, literatura y música, Dickens e Ibsen, Hoffmann y Strindberg, y Shakespeare, clasicismo y modernidad, barroquismo y desnudez, virtuosismo e inspiración, dolor moral y celebración de la vida, summa y destilado de la obra entera de Ingmar Bergman. Una película de más de cinco horas en la que salda cuentas con el pasado y nos cuenta que el tiempo no pasa, una historia de aprendizaje vivida, no como duración, sino como iniciación, donde cuaja el arte poética de Bergman como hombre de teatro y de cine. Por eso, como todo su cine es un filme impuro, en Fanny y Alexander podemos encontrar todas las formas: desde el folletín pasando por el teatro y hasta el más puro cine.


Formas que emergen en el curso de la la iniciación que experimenta el protagonista, ese niño alter ego del cineasta niño, bajo la mirada vigilante de su hermana pequeña: desde elparaíso de la familia Ekdahl que celebra la navidad y el teatro, pasando por el infierno de la familia Vergerus tras el matrimonio de Emily, la madre viuda, con el obispo, hasta elpurgatorio de la casa del tío Isaac, el cabalista, que rescata a los niños, para acabar otra vez en el teatro. Ingmar Bergman en el curso de su obra no ha hecho otra cosa que visitar ora un círculo ora otro, y cada círculo le reclamaba una forma de filmar. Alexander atravesó los círculos, lo vio todo, lo sufrió todo y renació con una linterna mágica en las manos. 


Fanny y Alexander es la obra perfecta para remontar la filmografía de un autor (qué pocas veces se utiliza esta palabra con la justeza que aplicada a Bergman), no sólo imprescindible, sino iluminador. Un cineasta que, como el tiempo pesa pero no pasa, sólo ha filmado el presente, lo único que hay en su cine, un presente que se ha convertido en el rasgo de su estilo. Un testamento de ahora mismo. Hay partes de mi experiencia, de mi vida, de mi infancia, en todos mis filmes. Para un artista, de alguna manera, todo es testamento, le confesó a Serge Daney cuando rodaba Tras el ensayo. Pero añadió queFanny y Alexander, aun tratándose de una película muy personal, no lo es más que otras. Al fin y al cabo, fantasmas, demonios y otros seres sin nombre y sin patria, me han rodeado desde mi infancia, dejó dicho negro sobre blanco en La linterna mágica.


Si hay algo que revela el desconocimiento de las películas de Bergman es cuando leemos o escuchamos que se trata de un director oscuro, difícil o complicado, porque si algo caracteriza a Bergman es la desgarradora lucidez de una obra preñada de lacerantes fulgores. Vamos a decirlo ya: Bergman es un enorme guionista, un extraordinario constructor dramático, un magnífico dialoguista. Quizá no sea el mejor guionista de la historia, pero, desde luego, no hay ninguno mejor. Basta ver Infiel (2000) de Liv Ullmann con guión de Bergman para apreciar el poder prometeico (u órfico, depende de cómo se mire) de llegar hasta el cuarto oscuro más recóndito y volver con la llama de una vela para iluminar un rincón de la conciencia , o con una navaja afilada para abrir un tumor (de culpa, rencor o espanto), o con un espejo para revelarnos una mirada íntima de la experiencia. 


Infiel es una película luminosa construida a partir de las tinieblas, ésas que Bergman se atrevió a visitar en el silencio insular de Farö para enfrentarse con los fantasmas del pasado, para afrontar un proceso devastador, y para contarlo con trágica sinceridad en un guión que representa un ajuste de cuentas con un infierno privado decantado en un cristal tallado con maestría. Un cristal tan afilado e hiriente del que Bergman quiso librarse enseguida, así que puso el guión en manos de Liv Ullmann para que hiciera con él lo que quisiera. Y sí, ella hizo Infiel, un filme inolvidable con un derroche de talento y genio dentro.


Bergman es el cineasta del instante. Su cámara busca una sola cosa: atrapar el segundo presente en lo que tiene de más fugaz y profundizar en él para otorgarle un valor de eternidad. Hay que ver Un verano con Mónica siquiera por esos minutos extraordinarios en los que Harriet Andersson, antes de volver a acostarse con un tipo al que ha abandonado, mira fijamente a la cámara, sus ojos risueños anegados de angustia, tomando al espectador por testigo del desprecio que siente por sí misma al preferir involuntariamente el infierno en lugar del cielo. Es el plano más triste de la historia del cine.


El párrafo anterior no es mío, se lo debemos a Jean-Luc Godard, si no el primero, sí el crítico que mejor supo ver lo que representaba el cine de Bergman y contárnoslo con algunos de los mejores textos que se han escrito a propósito de una película, esos textos a través de los cuales la crítica deviene, como uno quisiera haber aprendido, un arte de amar.


Después de ver Un verano con Mónica (1952) uno entiende las palabras de Bergman enImágenes a propósito de la actriz protagonista: Harriet Andersson es uno de los genios cinematográficos. Uno sólo encuentra algunos raros ejemplares resplandecientes en los tortuosos caminos de la jungla cinematográfica. Claro que supo encontrar algunos de los rostros que retratan la segunda mitad del siglo XX, además de Harriet: Bibi Andersson, Ingrid Thulin, Liv Ullmann... Y uno entiende lo que escribió en La linterna mágica a propósito del rodaje de la película: El trabajo cinematográfico es una actividad fuertemente erótica. La proximidad a los actores no tiene reservas, la entrega mutua es total. La intimidad, el afecto, la dependencia, la ternura, la confianza, la fe ante el mágico ojo de la cámara, nos dan una seguridad cálida, posiblemente ilusoria. Tensión, relajamiento, respiración común, momentos de triunfo, momentos de fracaso. La atmósfera está irresistiblemente cargada de sexualidad. Tardé muchos años en aprender finalmente que un día la cámara se para, los focos se apagan. Pero aquel verano con Harriet en la isla de Ornö pareciera que no se apagaran nunca.


Cuando me llegó la oportunidad de ver Fresas salvajes (1957) ya había visto suficiente cine como para apreciar ese cine del presente que Bergman desplegaba sobre la pantalla y ya había leído La linterna mágica así que sabía cuánto había significado para el cineasta la obra de Victor Sjöström, sabía que La carreta fantasma (1921) era su película favorita y que filmó para su disfrute personal durante el rodaje a Bibi Andersson con un vestido fin de siglo ligeramente escotado, sentada en un prado, dándole de comer al gran Victor Sjöström fresillas silvestres, y cómo él trata de mordisquearle los dedos y ambos se ríen, la joven mujer halagada y el viejo león embelesado.


Con la llegada de las actrices, el rodaje con Victor Sjöström resultó mucho más relajado y placentero. Fresas salvajes es una road movie por las rutas de la memoria, a medida que el protagonista se dirige hacia la muerte inexorable y remonta el río de los recuerdos hacia los orígenes, y quizás también hacia la reconciliación. El viejo profesor, cuyo mutismo emocional ha condenado a la soledad, a la muerte en vida, y al que los sueños le cuentan aquello que despierto no quiere escuchar, encuentra durante el viaje en coche, como si de un confesionario se tratara, el espejo de Marianne (Indrid Thulin), la pantalla donde cobran vida los espectros: padres, hijos, maridos, mujeres.


Resulta conmovedor el itinerario emocional que acerca al viejo profesor a Marianne, su nuera, como si llegaran de planetas lejanos hasta un frágil rincón donde basta un latido para poner nuestro mundo patas arriba. Mientras, los espectros cobran vida en los espejos, en las máscaras, tras una ventana, al fondo de un pasillo, y el viejo profesor abre las puertas de la casa de la memoria, hasta la desnudez que sólo puede habitar en el silencio, allí donde la mirada cifra el instante decisivo, el presente puro.



El rodaje de Como en un espejo (1961), otra vez Harriet Andersson, le regaló a Bergman otra isla, la isla final, su isla: la isla de Farö. Una isla que le esperaba para permear su idea del cine desde la concepción misma de las películas. La insularidad se hace materia y luz en el cine de cámara que Bergman, digámoslo así, inventa desde su encuentro con Farö. Como si convirtiera aquel cuarto oscuro en espacio fílmico donde convocar los fantasmas para escucharlos mejor y conjurar el miedo, esta vez gracias a las luces de Sven Nykvist: desde Como en un espejo, pasando por Los comulgantes (1963) o Pasión (1969) hastaSecretos de un matrimonio (1972) y Saraband (2003).

De las películas de cámara de Bergman, vuelvo fascinado una y otra vez a El silencio(1962) -a ese niño que vaga por las habitaciones entre su madre y su tía preñadas de un odio incestuoso, cruel y mortificante- y a Persona (1965),


donde encuentro al mismo niño atrapado en un rostro proyectado en la pantalla que me (nos) introduce en la belleza dolorosa de un filme con una exquisito tratamiento sonoro donde está todo Bergman -la reflexión sobre el arte, la mise en abyme de la representación, la realidad como pantalla, la fascinación por el doble, el aluvión de lo imaginario, la dramaturgia de la luz-



y Bibi Andersson (Alma) y Liv Ullmann (Elisabeth Vogler). Alma (a Elisabeth, la actriz): "Tú podrías ser yo en un instante".


Ahí está todo Persona y nada podría resumirla. Después de verla uno debe retirarse junto al mar en una playa solitaria azotada por los vientos y limpiar la mirada antes de volver a ver nada más.


A veces hay una especial felicidad en ser director de cine. Una expresión no ensayada nace en un instante y la cámara lo registra. Eso ocurrió hoy. Sin ensayarlo ni prepararlo, Alexander [de Fanny y Alexander] se queda muy pálido, una expresión de puro dolor se dibuja en su rostro. La cámara registra el instante. El dolor, el inasible, pasó unos segundos por su rostro y nunca volvió, tampoco había estado allí antes, pero la película captó el instante preciso. Entonces me parece que todos esos días y meses de minuciosa planificación han valido la pena. Tal vez yo viva para esos cortos instantes. Como un pescador de perlas. Un pescador de perlas que en lugar de sumergirse en el mar se pierde en el cuarto oscuro de su infancia.