domingo, 23 de agosto de 2009

Néstor Sánchez / El sobreviviente de sí mismo


Néstor Sánchez
EL SOBREVIVIENTE DE SÍ MISMO

Reportaje de Lautaro Ortiz
Página 12, año 2001

Néstor Sánchez (1935) parece haberse convertido por propia iniciativa en el más secreto de los escritores argentinos, al punto que, alguna vez, sus amigos lo homenajearon porque creyeron que había muerto. Próximamente será reeditada su novela Cómico de la lengua (1973) y Radarlibros quiso hablar con él de ese libro y de su lugar en la literatura argentina..

El hombre permanece sentado en la oscuridad de la cocina; prende un cigarrillo y de pronto confiesa: “Yo creía que podía vivir 300 años. Hoy supongo que da lo mismo”. 

La voz pertenece a Néstor Sánchez (1935), el novelista, el poeta, el traductor, el bailarín profesional de tango, el místico, el escritor que fue dado por muerto por sus seguidores, el hombre que finalmente abandonó todo. “Sí. Yo decidí terminar con todo. Siento que se terminó la épica y dejé de escribir. En realidad, cuando yo escribía, mi vida tenía otra riqueza que fue perdiendo. Ahora me quedé sin nada: es la vejez. Siempre escribí en relación conmigo mismo, en relación con un estado de sinceridad irremediable. Le repito, se me terminó la épica.”

Sánchez regresó al país en 1986, sin embargo sus dieciocho años de ausencia (repartidos entre Barcelona, París y Estados Unidos) sumergieron su obra en el olvido; hasta tal punto que su último libro de relatos La condición efímera (Sudamericana, 1988) pasó casi inadvertido. Hoy sólo unos pocos admiradores (“adhesiones extremas”, dice) lo visitan. Ante la próxima edición argentina de su última novela Cómico de la lengua (editada en España por Seix Barral en 1973), Sánchez se permite hablar de su vida.

Sánchez fuma Particulares, toma mate y escucha tango a todo volumen, dentro de una casa que permanece totalmente cerrada, como todos los días desde su regreso a Villa Pueyrredón, barrio de su infancia. Antes de empezar a hablar, camina de un extremo a otro de la pequeña cocina. Cada paso que da puede sentirse como un recuerdo: el baile, Julio Cortázar, el jazz, las mujeres, el boom latinoamericano, el cine, Gallimard, Castaneda, Gurdjieff, Estados Unidos, París, Barcelona. “Me cuesta creer todo lo que he vivido.”.

¿Es cierto que usted fue profesor de tango?

–No. Yo bailé tango profesionalmente, nunca enseñé. En 1955 tuve un conjunto con Juan Carlos Copes, yo tenía unos veinte años. Todo empezó cuando estaba en el colegio secundario, y un día me asomé a un baile multitudinario en el Club Atlanta. Me pareció mentira la cantidad de gente que había, lo que se bailaba y cómo se bailaba. Entonces aprendí a bailar por mi cuenta. Ahí lo conocí a Copes, que era de mi barrio.

¿Y cuándo llegó la literatura?

–Siempre estuvo. Pero un día opté por la literatura y dejé todo, cambié de vida radicalmente. Fue una época en que me separé de mi mujer y me casé de nuevo. Mis amigos eran todos poetas: Siccardi, Bayley, Madariaga y Molina. Esas amistades eran una confirmación. Entonces me dediqué a leer mucho: yo fui un buen lector de poesía, más que de novelas. Pero como el poema nunca se me dio, opté por una escritura poemática. Es que a mí me interesó siempre la novela que se vincula con la poesía. Lo demás no me interesa; digo, la novela como historia no me interesa. Hoy por hoy, sólo se escribe y se lee ese tipo de literatura. Será por eso también que no soy muy leído.

Usted cree que su obra no ha sido bien leída.

–Hay algo de eso. Mi obra no fue entendida. De hecho, Cómico de la lengua nunca se editó en Buenos Aires.

¿Y por qué?

–No sé. Pasa que mi imagen como escritor es por lo general resistida y esto llega, aunque parezca mentira, al ámbito de las editoriales, donde aparezco como un raro de cierto peligro para el buen negocio de la facilidad y los lugares comunes que tanto abundan.

¿Tal vez su enfermedad colaboró con esa imagen de escritor raro?

–Puede ser. Pero ya estoy recuperado. Además, mi enfermedad es clave para entender mi obra.

Historias de cronopios.

Sánchez guarda silencio. Espera. Vuelve a encender un cigarrillo. Apenas levanta la mirada cuando en la radio se escucha “me he quedado como un pájaro sin nido”.

¿Cómo surgió su amistad con Cortázar?

–Mi amistad con Cortázar se inicia desde Buenos Aires. Yo le mandé los originales de Nosotros dos, mi primera novela, y él la recomendó para que se publicara en Sudamericana, y quedamos amigos. Después, en París, tuvimos un gran acercamiento. Nos veíamos con mucha frecuencia. Por aquellos años él estaba muy metido en política. Creo que era muy adolescente la actitud política de Cortázar, muy atrasada, le llegó tarde el marxismo. Dos años más tarde apareció Siberia Blues y luego El Amhor, los Orsinis y la Muerte

¿Qué pasó después?

–Pasó que cuando corregía las pruebas de galera de Siberia sentí que se había terminado un proceso de vida, yo necesitaba abrir fronteras y hacer contacto con otras fuentes culturales. Entonces partí a Perú y Chile, pero tuve que regresar a Buenos Aires por mi mujer y ahí empecé a escribir El Amhor, los Orsinis y la Muerte. Cuando terminé, inmediatamente partí hacia Iowa, donde me habían otorgado una beca. Esa novela salió en Buenos Aires cuando yo ya estaba en Estados Unidos.

Mucho se habló de esa novela, incluso se dijo que había sido escrita bajo el efecto de alguna droga.

–No. Pero sí es cierto que tuve una experiencia muy corta con marihuana que me marcó, fue una experiencia breve pero muy fuerte. Quizá un poco por imitación, ya que por aquellos años yo adhería a la Beat Generation y al surrealismo –mis grandes influencias además de Joyce–, que habían experimentado con drogas. Fue sólo una breve experiencia.

¿Ya había hecho contacto con los grupos de Gurdjieff y Castaneda?

–Sólo con los grupos de Gurdjieff. En Perú me acerqué a ellos y luego aquí en Buenos Aires. Con la obra de Castaneda me encontré recién en Estados Unidos.

¿Y después?

–Abandoné Iowa, la beca. No soportaba ese desierto, esa soledad espantosa. Me fui a Roma y ante la imposibilidad de ganarme la vida, una mañana, al amanecer, experimenté un inexplicable aleteo y opté, a pesar de mi asco creciente por el boom de la literatura latinoamericana, por tentar Barcelona. Solicité humildemente una traducción en Seix Barral y me contestaron con un montón de dinero como anticipo de la reedición allí de mis tres libros. Un pequeño milagro. Dije, mintiendo, que tenía una novela en marcha (ya no quería ni siquiera escribir) y me pagaron por mes, durante un año, lo que terminó siendo Cómico de la lengua. Medió bastante alcohol, desaliento total... Después salté a París y volvieron a producirse casi las mismas decepciones, la garrafal brevedad de la vida. En Gallimard, donde hacía informes de lecturas (y donde se publicaron mi primer y mi cuarto libro) me encontré una tarde otra vez con los libros de Castaneda, el mismo que yo había leído en Estados Unidos. Lo tomé sin ganas, pero lo leí en una tarde...

¿Conoció a Castaneda?

–No. Estuve en la Universidad donde él estuvo. Creo que murió hace poco, ¿no? En realidad yo le tengo un afecto profundo a don Juan Matus, el personaje, tal vez el más bello de toda la humanidad en su conjunto.

¿Qué buscaba a través de las experiencias vividas con los grupos de Castaneda y Gurdjieff?

–Yo buscaba vivir más. Estaba convencido, en mi enfermedad, de que se podía vivir 300 años. Hoy supongo que da lo mismo. Gurdjieff fue una experiencia decisiva en mi vida. Siempre estaba la muerte como leitmotiv, me parecía mentira que la gente no se diera cuenta de que se iba a morir, eso me pasó siempre, entonces en todos mis libros hay una advertencia: la vigencia de la muerte. Ésa era la épica..El fin de la literatura.

Sánchez se sienta por primera vez durante la charla. Está cansado. Por la radio se escucha la voz de Floreal Ruiz. “Extrañé mucho el tango durante mi ausencia. Mi hermano me regaló una radio FM, hecho que ha posibilitado mi regreso a la música. La música, dicho sea de paso, siempre acompañó mi escritura y ahora me permite que algunos recuerdos sean menos penosos.” De los 18 años que pasó fuera del país, ocho los vivió como clochard en Estados Unidos, donde se ganaba la vida como podía. Durante su ausencia, sus seguidores lo creyeron muerto y realizaron un pequeño homenaje en su nombre. “Sí, muerto...”, y se ríe.

¿Qué halló al final de su experiencia límite, marginal, fuera del país?

–Viví catorce años dedicado por entero a lo que creía una experiencia iniciática y, ahora, recalado en esta fea ciudad, tengo que reconocer poco a poco que sólo estaba vinculado con mi inconsciente (a su enorme capacidad de generar conjeturas), y la esperanza intratable que entonces se generó ya carece de fundamento..

¿No ha escrito nada después de La condición efímera? ¿Lo ha intentado al menos?

–A veces, por las tardes, cuando voy a un bar que está aquí cerca me permito pensar por un momento en la escritura y es evidente que aparece una leve onda de sosiego, es como si me fuera dado encontrar una épica en esta vida monótona que llevo. Es que nunca en mis libros inventé una historia. Todo ha sido en base a mi vida presente o pasada y esto ahora ya no puede ser. Me quedé sin épica. De todos modos pedí prestado algunas novelas célebres y las leo con la remota esperanza de que me motiven. Pero esas lecturas no hacen más que recordarme desde qué punto de vista escribí mis libros, es decir “en contra” de la novela tradicional, procurando que la prosa fuera nada más que una excusa para llegar a la poesía. El escritor parece siempre un Dios que todo lo sabe y que por lo tanto puede estar en la cabeza y en el corazón de sus personajes, después viene el diálogo y las descripciones del paisaje. A veces tengo una sospecha de Tema, pero no encaja en un ritmo y así giro en redondo sin tampoco la alegría que me deparaba el hecho de escribir. Le repito que no puedo inventar una historia y mucho menos manejarme con los elementos del suspenso que abundan hoy por hoy. Es aquí donde redescubro que me quedé sin épica y sin pasado personal como materia de vida que se transforme en lenguaje.

Los caballos, el jazz y Truffaut.

Hay en su obra una constante referencia a los juegos de apuestas, como la ruleta, el turf...

–Sobre todo el turf. En mis años mozos fui muy adepto al turf, cuando había carreras nada más que sábados y domingos. En ese mundo se manejaba un lenguaje muy especial, era muy distinto del de ahora, iba mucha gente y en las tribunas se hacía lo que se llama cátedra, se discutía mucho, se creaba con el lenguaje.

También hay una constante referencia al lenguaje cinematográfico...

–Sí, yo siempre tuve la intención de dedicarme al cine, pero en este país era una aventura muy difícil. A mí me interesaban films como Disparen sobre el pianista y Ocho y medio. En París hice una adaptación cinematográfica de mi novela El Amhor, los Orsinis y la Muerte, que le acerqué a François Truffaut. Y el me contestó que era un excelente guión para escribir una novela (risas).

Su prosa está marcada por el jazz, por el ejercicio de la improvisación jazzística. ¿Al dejar de escribir dejó también el jazz?

–Sí. En este largo proceso de pérdidas entró ese extraño estímulo capaz de encenderle a uno todas las luces. El jazz alienta la emoción, convoca ganas de vivir, hurga en la rajadura de la tela. 





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